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Authors: Arnaldur Indridason

Silencio sepulcral (17 page)

BOOK: Silencio sepulcral
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—¿Sabes algo de las personas que estuvieron en la casa antes que tú, y que la dejaron en tan buen estado?

—Sólo lo que me contó Benjamín cuando fui a hablar con él de lo bien que estaba su casa, y que Ellý y yo no íbamos a ser menos.

Erlendur aguzó el oído y Elinborg se irguió en su silla. Höskuldur callaba.

—¿Y? —dijo Erlendur.

—¿Que qué me contó? Algo sobre la mujer.

Höskuldur calló de nuevo y tomó un sorbo de café. Erlendur esperó impaciente a que continuara su relato. La agitación de Erlendur no le había pasado inadvertida a Höskuldur, y sabía que tenía al policía a su merced. Era como si le hubiera puesto galletas en el hocico y él estuviera moviendo la cola, esperando la señal.

—Fue de lo más curioso, te lo aseguro —dijo Höskuldur.

Aquellos policías no se irían de su casa con las manos vacías. Nunca, de casa de Höskuldur. Volvió a sorber un poco de café y se tomó tiempo de sobra para hacerlo.

«Dios mío —pensó Elinborg—. ¿Este maldito viejo no piensa soltarlo de una vez?» Estaba ya harta de vejestorios que se le morían delante de los ojos o se hacían los importantes, con su vejez y su soledad.

—Pensaba que el marido la zurraba.

—¿Que la zurraba? —repitió Erlendur.

—¿Cómo se llama eso ahora? ¿Violencia doméstica?

—¿Pegaba a su mujer? —dijo Erlendur.

—Eso decía Benjamín. Uno de esos malos bichos que zurran a su mujer, y hasta a los hijos. Yo jamás levanté un dedo contra mi buena Ellý.

—¿Dijo cómo se llamaban?

—No, o si lo dijo, hace mucho lo olvidé. Pero me contó otra cosa en la que he pensado muchas veces desde entonces. Dijo que ella, la mujer de ese hombre, había sido engendrada donde el viejo gasómetro de Raudarárstígur. Ahí, en Hlemmur. O, por lo menos, eso era lo que decía la gente. Igual que decían que Benjamín había matado a su mujer. Bueno, a su novia.

—¿Benjamín? ¿El gasómetro? ¿De qué estás hablando? —Erlendur no sabía de qué iba todo aquello—. ¿La gente decía que Benjamín había matado a su novia?

—Eso pensaban algunos en esa época. Él mismo me lo dijo.

—¿Que la había matado?

—Se pensaba que le había hecho daño. No que la hubiera matado. Eso nunca me lo dijo. Yo no le conocía. Pero él estaba seguro de que la gente sospechaba de él, e incluso hablaban de celos.

—¿Chismorreos?

—Todo chismorreos, claro. Vivíamos de ellos. Vivíamos de hablar mal del prójimo.

—Oye, por cierto, ¿qué es eso del gasómetro?

—Es el mejor chismorreo de todos. ¿No lo habéis oído nunca? La gente creía que iba a llegar el fin del mundo y se pasaron la noche haciendo guarradas donde el gasómetro, y dicen que de allí salieron varios niños, y que entre ellos estaba esa mujer, según el propio Benjamín. Los llamaron «los niños del fin del mundo».

Erlendur miró a Elinborg y luego otra vez a Höskuldur.

—¿Me estás tomando el pelo? —preguntó.

Höskuldur sacudió la cabeza.

—Fue por el cometa. La gente creía que iba a chocar con la Tierra.

—¿Qué cometa?

—¡El Halley, hombre! —gritó el sabelotodo, indignado por la ignorancia de Erlendur—. ¡El cometa Halley! ¡La gente creía que caería sobre la Tierra y que la convertiría en cenizas!

Capítulo 15

Llegado el momento de la verdad, resultó que Höskuldur Thórarinsson no sabía mucho del asunto. Sólo lo que le habían contado pero, como suele suceder con los sabelotodos, aparentaba saber más, y dio vueltas y revueltas hasta que Erlendur se cansó de oírle y se despidió, de forma un tanto brusca.

Elinborg había localizado a la hermana de la novia de Benjamín y cuando salieron de casa de Höskuldur le dijo a Erlendur que iba a hablar con ella. Erlendur asintió y dijo que él iría a la Biblioteca Nacional e intentaría encontrar noticias de prensa sobre el cometa Halley.

—¿Qué piensas de lo que nos contó Höskuldur? —preguntó Erlendur cuando estuvieron de nuevo sentados en el coche.

—Eso del gasómetro no tiene pies ni cabeza —respondió Elinborg—. Será interesante ver lo que encuentras al respecto. Lo que dijo sobre los chismorreos es totalmente cierto, en cambio. Tenemos una gran afición a hablar mal del prójimo. Pero no nos confirman si Benjamín fue o no un asesino.

—Sí, bueno, pero ¿cómo dice el refrán? Cuando el río suena, agua lleva.

—Un refrán —refunfuñó Elinborg—. Le preguntaré a la hermana. Dime otra cosa. ¿Cómo sigue Eva Lind?

—Está en la cama y parece plácidamente dormida. El médico dice que tengo que hablarle.

—¿Hablarle?

—Cree que puede oír mi voz aunque esté en coma, y que es bueno para ella.

—¿Y de qué le hablas?

—Todavía de nada —dijo Erlendur—. No tengo ni idea de qué decirle.

La hermana reconoció las habladurías pero rechazó con énfasis que cualquiera de ellas tuviese una pizca de verdad. Se llamaba Bára y era bastante más joven que la hermana desaparecida, vivía en una gran casa unifamiliar del elegante barrio de Grafarvogur, estaba casada con un comerciante al por mayor muy bien situado, y parecía muy rica, como dejaban ver los imponentes interiores, las espléndidas joyas y la arrogancia que mostraba hacia una desconocida como aquella inspectora de policía que había entrado hasta su salón. Elinborg, que le había contado por teléfono a grandes rasgos qué era lo que deseaba, pensó que aquella mujer nunca en su vida había tenido preocupaciones por culpa del dinero, que siempre habría podido permitirse lo que le apeteciera y que nunca había tenido que tratar con nadie que no perteneciera a su misma clase social. Probablemente hacía mucho tiempo que no tenía que preocuparse por nada. Se le ocurrió pensar que aquélla también habría sido la existencia que se le presentaba a su hermana cuando desapareció.

—Mi hermana estaba tremendamente enamorada de Benjamín, lo que en realidad jamás logré comprender. Para mí, era de una sosez terrible. De buena familia, eso ni se discute. Los Knudsen son una de las familias más antiguas de Reykjavik. Pero él no era nada interesante.

Elinborg sonrió. No sabía a qué se refería. Bára se dio cuenta.

—Un soñador. Rara vez tenía los pies en la tierra, con sus grandes ideas sobre una revolución del comercio, que realmente acabó por producirse, y hace ya mucho tiempo, aunque a él no le resultara de ninguna utilidad. Y se llevaba bien con la gente vulgar. Sus sirvientas no tenían ni que tratarle de usted. Aunque ahora hace mucho que nadie se trata de usted en este país. Ya no quedan buenas maneras. Ni tampoco sirvientas.

Bára quitó con la mano el imaginario polvo de la mesa del salón. Elinborg observó los enormes cuadros colgados en un extremo del elegante salón, que representaban a los esposos en dos pinturas separadas. El hombre parecía un tanto abatido y cansado, incluso distraído. En cambio Bára aparecía con una sonrisita aduladora marcada en sus fuertes rasgos, y Elinborg no pudo menos que pensar que la triunfadora en aquel matrimonio era ella. Sintió lástima por él.

—Pero si piensas que fue él quien mató a mi hermana, estás completamente equivocada —dijo Bára—. Esos huesos de los que hablas no son de ella.

—¿Cómo estás tan segura?

—Porque lo sé. Benjamín jamás le habría hecho daño a una mosca. Era así. Un autentico gallina. Un soñador, como he dicho. Se pudo comprobar también cuando desapareció ella. Se convirtió en nada, el pobre hombre. Dejo de atender a sus negocios. Dejo de asistir a fiestas. Dejo de hacerlo todo. Nunca se recuperó. Mamá le devolvió las cartas de amor que le había enviado a mi hermana. Había leído algunas, dijo que eran muy hermosas.

—¿Estabas muy unida a tu hermana?

—No, no puedo decir que lo estuviera Que va. Yo era mucho más pequeña. Según recuerdo, ella era bastante más adulta. Mi madre decía siempre que era como nuestro padre. Excéntrica y muy difícil. Melancólica. Hizo lo mismo que él.

Fue como si a Bára se le hubiera escapado la última frase sin querer.

—¿Lo mismo? —dijo Elinborg.

—Sí —dijo Bára disgustada—. Lo mismo. Se suicidó —añadió como si fuera con ella—. Pero él no se limitó a desaparecer como ella. Que va. Se colgó en el comedor del gancho de la gran araña de cristal. A la vista de todos. No se preocupó ni lo más mínimo por la familia.

—Debió de ser difícil para vosotras —dijo Elinborg, por decir algo.

La señora Bára la miró con gesto de reproche, sentada como estaba enfrente de ella, como recriminándola por haber revivido aquel recuerdo.

—Sobre todo para ella. Se tenían mucho cariño. Eso marca, claro. Pobre chica.

Su voz pareció delatar compasión, pero tan sólo duró un instante.

—¿Cuándo sucedió...?

—Unos años antes de que ella desapareciera —dijo Bára.

Y de pronto Elinborg tuvo la sensación de que estaba intentando ocultar algo. Que aquella frase estaba muy estudiada. Desprovista de cualquier sentimiento. Pero tal vez aquella mujer fuera así, y ya está. Presuntuosa, insensible y cargante.

—Hay que reconocer que Benjamín se portó bien con ella —continuó Bára—. Le escribía cartas de amor y cosas de ésas. En esa época, los novios acostumbraban a dar largos paseos a pie por Reykjavik. Lo suyo fue un cortejo habitual. Se conocieron en el hotel Borg, que por entonces era el lugar para las citas, y se visitaban en sus casas respectivas, daban paseos y hacían excursiones, y las cosas fueron sucediendo poco a poco, como sucede en todas partes con los jóvenes. Él pidió su mano y creo que faltaban algo más de dos semanas para la boda cuando ella desapareció.

—Tengo entendido que la gente decía que se había tirado al mar —dijo Elinborg.

—Sí, la gente insistía en eso. La buscaron por todo Reykjavik. Un montón de personas participaron en la búsqueda pero no encontraron ni rastro de ella, ni el menor rastro. Mi madre me lo contó. Mi hermana salió de nuestra casa por la mañana. Iba de compras y fue a varias tiendas, claro que no había tantas como ahora, pero no compró nada. Fue a ver a Benjamín a la tienda, salió y no se la volvió a ver. Él dijo que habían tenido una discusión. Por eso se culpaba a sí mismo de lo que pasó, y se lo tomó todo de una forma terrible.

—¿Por qué en el mar?

—Algunos dijeron que habían visto a una mujer dirigirse a la playa, donde ahora termina la calle Tryggvagata. Llevaba un abrigo parecido al de mi hermana. Eran de estatura parecida. Y eso era todo.

—¿Cuál fue el motivo de la discusión?

—Cualquier tontería. Algo relativo a los preparativos de la boda, según dijo Benjamín.

—Pero tú piensas que hubo algo más.

—No tengo ni idea.

—Y excluyes por completo que sean suyos los huesos de la colina.

—Lo excluyo. Sí. No tengo argumentos. No puedo demostrarlo. Pero me parece total y absolutamente absurdo. No puedo ni imaginarlo.

—¿Sabes algo de la gente que alquiló la residencia de veraneo de Benjamín en Grafarholt? ¿De las personas que pudieron vivir allí durante los años de la guerra? Quizá se trate de una familia de cinco personas, un matrimonio con tres hijos. ¿Tienes alguna idea?

—No, pero sé que durante todos los años de la guerra hubo gente en la casa, a consecuencia del problema de la vivienda que había por entonces.

—¿Conservas algo de tu hermana, como un mechón de pelo, por ejemplo? ¿Tal vez en un guardapelos?

—No, pero Benjamín sí que tenía un mechón. Yo estaba delante cuando ella se lo cortó. Le había pedido un recuerdo antes de ir a pasar dos semanas de veraneo en el norte, en Fljót, donde tenemos parientes.

Elinborg telefoneó a Sigurdur Óli en cuanto entró en su coche. Éste acababa de salir del sótano de Benjamín tras un día largo y pesado, y ella le pidió que tuviera los ojos bien abiertos por si encontraba un mechón de pelo de la novia de Benjamín. Podría estar metido en un guardapelos bonito, añadió. Oyó suspirar a Sigurdur Óli.

—No seas así —dijo Elinborg—. Podemos aclarar el caso si encontramos el mechón de pelo. Así de simple.

Apagó el teléfono y se dispuso a marcharse, cuando una idea atravesó su cabeza y apagó el motor. Reflexionó un instante y se mordió el labio inferior, insegura. Y tomó la decisión.

Bára se extrañó al verla de nuevo cuando abrió la puerta.

—¿Te has dejado algo? —preguntó.

—No, sólo una pregunta —dijo Elinborg vacilante—. Me marcho enseguida.

—Bueno, ¿de qué se trata? —preguntó Bára con impaciencia.

—Dijiste que tu hermana llevaba un abrigo el día que desapareció.

—Sí, ¿y qué?

—¿Cómo era ese abrigo?

—¿Cómo era? Un abrigo normal y corriente que le compró mi madre.

—Lo que quiero decir —aclaró Elinborg— es ¿de qué color era? ¿Lo sabes?

—¿El abrigo?

—Sí.

—¿Por qué lo preguntas?

—Bueno, simple curiosidad —dijo Elinborg, que no quería entrar en más explicaciones.

—No lo recuerdo —dijo Bára.

—No, claro —dijo Elinborg—. Lo entiendo. Gracias y disculpa las molestias.

—Pero mi madre dijo que era verde.

Cambiaron muchas cosas en esos extraños tiempos.

Tómas había dejado de mojar las sábanas por la noche. Había dejado de enfurecer a su padre y por algún motivo que a Símon se le escapaba por completo, Grímur había comenzado a mostrar más atención que antes a su hermano pequeño. Quizá Grímur había cambiado desde que llegaron los soldados. O quizás era Tómas el que estaba cambiando.

Su madre nunca hablaba del gasómetro con el que Grímur la fastidiaba constantemente, hasta el punto de que ya casi se había aburrido de usarlo. Pobre bastarda, le decía, la llamaba «gasera», y hablaba del gran depósito donde se dedicaron a hacer toda clase de aberraciones la noche en que iba a ser destruida la Tierra, porque cuando el cometa chocara la haría pedazos. Símon no comprendía nada de todo aquello pero notaba que su madre se tomaba el asunto como algo muy personal. Aquellas palabras le dolían tanto como los golpes que le asestaba.

Una vez, al ir con Grímur a la ciudad, pasaron delante del gasómetro y Grímur señaló el gran depósito, rió y dijo que allí era donde habían engendrado a su madre. Y entonces rió todavía más. El gasómetro era uno de las mayores construcciones de Reykjavik y Símon se quedó extasiado. Decidió preguntarle a su madre sobre su relación con aquel gran depósito, que le despertaba una curiosidad incontrolable.

—No escuches las tonterías que dice —respondió ella—. Deberías saber cómo es. No hay que hacer caso de nada de lo que dice. No le hagas ni caso.

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