Siete días de Julio (16 page)

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Authors: Jordi Sierra i Fabra

Tags: #Intriga, Policíaco, Relato

BOOK: Siete días de Julio
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No le hizo caso. La foto era de las dos hermanas Amorós, Patricia y Elena. Dos gemelas opuestas, idénticas pero distintas. Incluso esto era visible allí mismo. Una sonreía, la otra no. Una vestía como una gran dama, la otra como una mujer recatada. Una iba maquilada, la otra al natural. Una era exuberante, de ojos vivos, intensidad vital, y la otra…

Sintió un ramalazo interior, una descarga eléctrica.

—¡Deje eso! —casi gritó Álvaro Gomis.

Le obedeció, pero ya atrapado por aquella luz. Recordó las palabras de Jerónimo Mateo. El Chinchilla le había dicho: «Ricardo Solana le quitó a Patricia, se casó con la guapa, y Gomis acabó quedándose con la hermana fea».

—¿Ésta es… su esposa? —dijo señalando a la hermana sonriente.

—No, ésta es mi cuñada, Patricia. Ahora váyase, por favor.

Miquel Mascarell cerró los ojos.

De pronto todo era tan evidente…

—Voy a llamar a la policía —dijo el industrial.

—Espere. —Miquel le detuvo con un gesto mientras abría los ojos de nuevo y se estremecía—. ¿No le interesa saber si es cierto que la mataron?

—¡Nadie mató a nadie, por Dios!

—Déjeme que le exponga los hechos. —Mantuvo la mano extendida, ordenando sus propias ideas al tiempo que las expresaba en voz alta—. Aparece una mujer de forma inesperada en su vida, y se parece mucho físicamente a su esposa, pero más, muchísimo más, por su carácter y alegría, a su cuñada Patricia, la mujer que le robó su exsocio Ricardo Solana y a la que usted amaba y ama con locura y nunca ha olvidado —no dejó que Gomis interviniera en su exposición—. La aparecida despierta en usted las ganas de vivir, le da la felicidad que no tuvo, que perdió porque se la quitó Solana. Celia es un rayo de sol, una descarga eléctrica, usted se enamora, renace, mantiene una relación maravillosa hasta que, de nuevo la desgracia abatiéndose sobre usted, ella muere en un accidente. —Mantuvo los ojos fijos en él—. ¿De verdad no le interesa saber qué pasó?

—Soy una persona respetable, de poca paciencia. —Su voz de repente sonó cansada—. No tengo por qué…

—¿Es porque al morir Celia supo a qué se dedicaba?

Álvaro Gomis dio un paso hacia él con los puños cerrados, el rostro herido, el semblante más y más rojo.

—Señor Gomis —se arriesgó a quedarse inmóvil él—, alguien encontró casualmente a Celia en un local de alterne, descubrió el asombroso parecido no sólo con su esposa, sino con su cuñada, la contrató, le cambió el aspecto, le explicó cómo tenía que hablar y comportarse para que se pareciera aún más a Patricia, y luego se la puso en el camino para que usted cayera en la trampa.

La sangre huyó del rostro de Álvaro Gomis.

Se quedó blanco.

—Las preguntas que debería hacerse son: quién lo hizo y por qué lo hizo.

El industrial dio el paso definitivo, desencajado, sin apenas poder respirar y todavía con los puños cerrados y los nudillos blanqueados por la presión. No parecía el tipo de hombre violento, pero prefirió no arriesgarse. Se incorporó por si acaso.

—¿No sabía nada de eso ni lo intuyó? —Miquel puso el último dedo en la llaga más sangrante.

—¡Váyase de una maldita vez!

Miquel Mascarell recogió el periódico y la botella de vino. Lo hizo con la izquierda, para tener la derecha libre en caso de que el hombre acabara agrediéndole. No apartó sus ojos de los suyos. Tenía venitas latiéndole en las sienes y una visible humedad cárdena en las pupilas.

Quedaba un último golpe.

Y lo dio.

—El hijo que esperaba Celia ¿era suyo, señor Gomis?

No lo sabía.

Se le desencajó la mandíbula.

—Estaba embarazada de dos meses, pero esto no llegó a salir en los periódicos, claro.

No hubo más.

Llegó a la puerta del despacho y con su mirada final alcanzó a ver a un hombre hundido, derrotado, aniquilado por un viento que lo consumía de forma muy rápida por dentro, empujándole al abismo.

20

Estaba ya hambriento, pero prefirió fiarse de su instinto. Salió de Hilaturas Gomis y se apostó en la esquina más cercana a la puerta de la fábrica. Los minutos empezaron a transcurrir muy despacio. De pronto vio pasar un taxi por la solitaria calle y lo detuvo haciendo un gesto inesperado. Si su lógica fallaba, regresaría al centro en taxi y mala suerte para su economía. Pero si tenía razón y no había perdido el olfato, a la postre quizás lo necesitase.

—¿Adónde, caballero?

—De momento quédese aquí. Vamos a esperar un rato.

—El contador es el que manda, circulemos o estemos parados —le indicó el taxista.

Se alegró de haber tomado la iniciativa.

Tres o cuatro minutos después las puertas de la fábrica se abrieron y por ellas salió un lujoso Mercury de importación, con un chófer al volante y Álvaro Gomis instalado detrás. De no haber parado al taxi lo habría perdido.

—Siga a ese coche —le ordenó.

El taxista, un hombre mayor, como de sesenta años, lo taladró por el espejo retrovisor interior.

—¿Es algo legal? —quiso saber.

—No —fue rotundo—. Creo que ese cerdo rico ha seducido a mi hija y se está acostando con ella.

—Vamos allá —respondió categórico el taxista.

No tuvo que decirle que no se pegara al Mercury. Mantuvo la distancia con buen tino, por lo menos en aquella zona de menos tráfico. Cuando avanzaron más en dirección al centro de Barcelona, dejó que un coche se interpusiera siempre entre ambos.

No hubo conversación hasta entonces.

—¿Qué edad tiene su hija?

—Va a cumplir veinte.

—La mía pequeña tiene diecisiete. Los otros son chicos y casi que me alegro. Qué asco. El dinero lo corrompe todo, diga usted que sí. Y aquí cada vez hay más diferencia entre ricos y pobres, que se lo digo yo que los llevo de un lado para otro. Si viera la de cosas que suceden ahí donde está usted sentado…

—No me lo cuente —le siguió el juego.

—Ya, ya.

—Cuidado, no le pierda que el urbano va a cortarnos.

Aceleró un poco.

—Si es que Barcelona se está poniendo… No sé adónde vamos a parar. Cada vez hay más coches y menos carros.

Dejó de hablar para concentrarse en la persecución y se mantuvo casi en silencio salvo por algún que otro comentario esporádico. Atravesaron el centro por la Diagonal, de pronto bautizada con el irreconocible nombre de avenida del Generalísimo, y dejaron atrás las zonas más habitadas para subir hacia Pedralbes a través de grandes campos baldíos. El Mercury de Gomis se detuvo finalmente delante de una preciosa casa de una sola planta, construida con nobleza, que incluía un espectacular jardín y un muro de piedra perfectamente trabajada. Un palacete en las afueras. El taxi lo hizo en la esquina, a unos veinte metros. Desde él vieron cómo Álvaro Gomis salía de su coche dando un portazo, hecho un vendaval furioso, y entraba en el jardín atravesando una verja de hierro labrado por un herrero artesano.

Miquel no tuvo tiempo de pagar. La carrera estaba siendo cara, pero la distancia resultaba ya excesiva para regresar en algún medio de transporte y mucho menos a pie.

—Espéreme aquí —le dijo al taxista dejando el vino y el periódico en el asiento.

—Suerte.

Caminó con celeridad hacia la casa, sin correr pero a la mayor velocidad posible.

Temió que el chófer se hubiera dado cuenta de algo, pero lo descubrió repanchingado en su asiento, con la cabeza apoyada en el respaldo y la gorra caída sobre sus ojos cerrados. Por encima del muro vio cómo su perseguido le gritaba algo a una criada en la puerta y luego entraba en la casa.

El acceso por el jardín quedaba expedito, ningún testigo tenía sus ojos puestos en él, así que se coló por la verja de manera mitad inconsciente mitad experta. En una casa de una sola planta y en verano, era posible escuchar cosas, pero también ser descubierto in fraganti por un jardinero o alguien del servicio.

Se apostó junto a la pared y escogió el lado izquierdo.

Rodeó la casa despacio, asegurando cada paso, prestando atención a cualquier sonido procedente del interior, hasta que, ya en la parte de atrás, la que daba a la zona del jardín más espectacular y recogida, escuchó las voces.

Voces rápidamente convertidas en gritos.

—¿Qué estás haciendo aquí? ¡Vete de esta casa!

—¡No pienso irme, hijo de puta!

—¡No te tolero…!

—¿Qué vas a hacer, pegarme? ¡Anda, hazlo, vamos! ¡Hazlo y te mato, cabrón! ¡Eres lo más… retorcido y maquiavélico del mundo! ¡Tú me la mandaste! ¡Me mandaste una puta que se parecía a Patricia! ¡Sabías que…!

—¿Que caerías, imbécil?

Miquel se asomó un poco, suplicándole a su suerte que ninguno de ellos mirara en ese instante en dirección a la ventana. La estancia en la que los dos hombres discutían era una sala con las paredes cubiertas de libros; una hermosa chimenea y una mesa de billar, junto con algunas butacas, sofás y mesas ratonas, daban al conjunto un aire elegante y acogedor. Álvaro Gomis se apoyaba con los puños en el billar. Al otro lado, Ricardo Solana acababa de quitarse la careta.

—Era tu espía, ¿verdad? —masculló el recién llegado con asco—. Tú me la enviaste para que me engatusara y me sonsacara cosas, para que le hablase de mis negocios, mis reuniones, mis viajes… Por Dios, Ricardo, por Dios, ¡no se puede caer más bajo!

Su exsocio se echó a reír.

—¿De qué te quejas? —Hizo un chasquido con la lengua—. Eres un infeliz, y siempre lo serás. Has pasado las mejores semanas de tu triste vida con esa mujer, jodiéndola como nunca jodiste con la pobre Elena…

—¡Cállate!

—Ella me contaba lo mucho que te gustaba lo que te hacía —remachó Solana.

—¿Es que no puedes dejar nada sin ensuciarlo?

Ricardo Solana endureció el gesto de pronto.

—Cuando nos separamos, tú mismo dijiste que era una guerra, y en las guerras no suele haber piedad, estúpido.

Álvaro Gomis hizo ademán de ir a por él, rodeando la mesa de billar. Al dueño de la casa le bastó con coger un taco con las dos manos para impedírselo.

—Ya está muerta. ¿Qué más da? —escupió cada palabra.

—¿Puedes dormir por las noches? —se rindió Gomis.

—Yo sí. ¿Y tú? Media Barcelona te ha visto con ella. ¿Quieres que empiece a decir que era una puta? Es fácil. Basta con una llamada a algún periódico. «La joven muerta en el metro era una mujer de vida alegre». No creo que muchas de tus amistades te mirasen demasiado bien después de eso. ¡El patético Álvaro! Aún se habla del escándalo que montaste en Las Siete Puertas, y nada menos que con el enano cabrón de Rodrigo, nuestro gordito favorito, por Dios santo.

—¿Cómo sabes eso?

—Vamos, ¡vamos! Si llevas a una mujer guapa al sitio más elegante de Barcelona, no pretenderías que pasara inadvertida, ni que se desatasen los rumores, teniendo en cuenta su parecido con mi mujer más que con la tuya, ¿verdad? ¡Y si encima te peleas con un galito! —Volvió a sonreír cínicamente—. ¿Qué dijo Rodrigo para sacarte de tus casillas?

Miquel Mascarell apartó un poco el rostro, temeroso de ser descubierto. Podía atisbarles por el reflejo en los cristales, pero también ellos podían verle a él. Optó por pegarse a la pared, sin renunciar a ser testigo de toda la escena, aunque fuera sólo auditivamente.

—¿Dónde está Patricia? —preguntó el visitante con voz átona.

—No está en casa. ¿Para qué quieres verla?

—Ha de saber la clase de mal bicho con el que se casó.

—No seas idiota —le espetó Solana—. No te creerá.

—Puedes haberla predispuesto contra mí, pero no es tonta ni ciega. Si está casada contigo, ha de notar el hedor desde lejos. Y además, sí creerá lo que voy a decirle y tú lo sabes.

—No seas ridículo.

—Esa mujer estaba embarazada.

—Enhorabuena —lo aplaudió el dueño de la casa.

—No era mío —dijo Álvaro Gomis—. No podía serlo.

El silencio fue ominoso. Duró tres o cuatro segundos que se hicieron muy largos.

—Todos creíais que Elena no podía tener hijos —continuó el visitante—. Pero se trataba de mí. Yo era el estéril.

—¿De qué estás…?

—Ese niño no era mío, sino tuyo, porque ahora sé que también te acostaste con ella. Si la contrataste y la retiraste del servicio, adiestrándola para mí, únicamente tú la veías. ¡Tuviste que hacerlo, para marcarla, dejar tu huella, contaminarla como contaminas todo lo que tocas! ¡Y la mataste porque se enamoró de mí y te traicionó! ¡Cabrón…!

Miquel Mascarell volvió a meter un ojo en la sala al escuchar el forcejeo y el golpe del taco de billar quebrándose contra la mesa al no llegar a su objetivo. Vio a los dos hombres enzarzados en la pelea, las manos de Álvaro en la garganta de Ricardo y los puños de éste golpeándole los flancos para quitárselo de encima. La criada debía de andar cerca, quizás detrás de la puerta, porque apareció en mitad de aquel fragor y soltó un chillido propio de una heroína en peligro en una película de serie B. Al menos eso hizo que los contendientes perdieran un poco la concentración.

Ricardo Solana consiguió apartar a su enemigo; aprovechando su inesperada ventaja, retrocedió hasta una mesa de la que extrajo un arma velozmente.

Una pistola.

Apuntó con ella a su exsocio ante la mirada atónita de la criada.

—Podría… matarte… —jadeó—. Sería… defensa propia…

—No, sería un asesinato, ¡digno de ti!

La criada apenas si se movía. Tenía las dos manos en la boca.

—¡Vete! —gritó el dueño de la casa.

La escena se congeló un largo momento.

—Te mataré, Ricardo —masticó cada palabra Álvaro Gomis iniciando la retirada—. Te mataré, pero antes te hundiré y…

Le escupió al billar.

Luego se dio media vuelta y salió de allí.

La criada fue tras él, convertida en un saco de nervios.

En el instante de quedarse solo, Ricardo Solana bajó la mano armada, como si le pesara una tonelada. Se apoyó en la mesa y desplomó la cabeza sobre el pecho. Su voz apenas si pudo articular un repetido y agónico:

—¡Mierda, mierda, mierda…!

Acabó golpeando el billar con la mano libre antes de dejar la pistola sobre el tapete verde.

A lo lejos se escuchó el ruido de la puerta de la casa al cerrarse de golpe. Miquel Mascarell volvió a pegarse a la pared.

—¡Ana! —aulló el industrial textil.

La criada reapareció a la carrera, todavía asustada; Miquel no la veía pero lo notaba en su voz.

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