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Authors: Jordi Sierra i Fabra

Tags: #Intriga, Policíaco, Relato

Siete días de Julio (14 page)

BOOK: Siete días de Julio
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—Sangre de toro —dijo el hombre.

—¿Cómo te ha ido a ti?

Lorenzo se encogió de hombros.

—Ha habido una guerra, hay mucho hijo de puta suelto, pero la vida sigue. Mire —bajó la voz y se acercó a él —, coñas aparte, por aquí pasan todos. ¿Y sabe lo que le digo? Pues que el vino hermana. De puertas afuera hay un mundo, odio, rencor, tú rojo yo azul… Pero aquí todos se me emborrachan igual. Si en lugar de matarnos unos a otros hubiéramos ido a beber, otro gallo nos habría cantado.

—Sigues con la misma labia.

—A ver.

—¿Y tu mujer?

—Por ahí anda. ¿La llamo?

—No, espera. ¿Tu hija?

—Se casó. ¡Y ya me ha hecho abuelo la condenada! Estos días se folla mucho. Es lo único que se puede hacer salvo que tengas unas pesetas para salir, ir al cine, al teatro… ¿Y usted qué?

—De paseo.

—¿No habrá vuelto al cuerpo?

—¿Quién iba a querer a un viejo poli de antes?

—Pues ellos se lo pierden, porque usted era de los buenos.

—Gracias.

—Las cosas como son.

—¿Qué sabes de la gente?

—¿Gente? ¿Qué gente? Me habla de la prehistoria.

—Hombre…

—La prehistoria, que se lo digo yo. —Volvió a llenarle el vaso aunque todavía lo tenía a medias—. ¿De quién quiere que le hable?

—¿El Búho?

—Murió en la guerra.

—¿El Moro?

—En la cárcel.

—¿Murió o…?

—No, no, que está en la cárcel. El muy burro intentó robar un banco.

—¿En serio?

—Lo que oye. No le fusilaron de milagro.

—¿Pepe el Correa?

—Se fue al exilio y adiós.

—Joder, Lorenzo.

—Es lo que hay.

—¿Y el Chinchilla?

Le cambió la cara.

—¡Uf, éste! —Hizo un excesivo ademán de trascendencia—. ¡No vea cómo se lo ha montado!

—¿El Chinchilla?

—Sí, el Chinchilla, sí. Por todo lo alto. Listo de cojones.

—¿Y cómo ha sido eso?

—Negocios finos, estraperlo… Cosas así. Bueno, ni que decir tiene que ya ni viene por aquí. Ahora se mueve en otros rumbos y altos vuelos.

—Increíble.

—A algunos la guerra no les fue mal, y la posguerra aún mejor.

—¿Dónde le encuentro?

—¿Qué quiere de él?

—Información. Sabía todo de todo el mundo.

—Pues ahora más. —Le escrutó el rostro—. No me diga que aunque ya no es poli vuelve a husmear por ahí.

—Es sólo una cosilla pendiente.

—Ah.

—Venga, ¿dónde le encuentro?

—Ni idea.

—No fastidies, Lorenzo.

—Que no tengo ni idea, se lo juro. Sé que le va bien y tiene montado un buen tinglado con las oficinas cerca de la calle Avinyó, precisamente con cosas de vinos, pero ya le he dicho que se mueve por otros rumbos, no por éstos.

—¿Quién puede saberlo?

—El Lucio.

—Hombre, el Lucio.

—Sigue donde siempre, aunque por aquí ya no aparece, porque una vez la tuvimos gorda y le arreé dos hostias. Según tengo entendido le ha hecho algún chanchullito al Chinchilla. Pruebe.

Apuró el vaso de vino y puso la mano encima cuando Lorenzo pretendió llenárselo otra vez.

—Ya vale. —Se levantó de la silla y recogió el periódico.

El tabernero hizo lo mismo.

—Oiga, que me he alegrado de verle.

—Y yo a ti, Lorenzo.

—Ésta es su casa.

—La próxima vez pago.

—Eso sí.

Se estrecharon la mano y caminó en dirección a la puerta. Antes de cruzarla escuchó un grito a su espalda.

—¡Arriba España!

No se volvió.

—Arriba, arriba —suspiró saliendo a la calle.

Estaba a un minuto de la pensión, pero no tenía la menor intención de ir allí. Bajó por Robador cruzándose con las prostitutas callejeras habituales. Nada que ver con las mujeres del Parador del Hidalgo o del Navarra. Voluptuosidades, carnes rollizas, pechos grandes, rostros pintados. Se hizo el sordo ante los cantos de sirena de un par de ellas y empalmó con San Ramón para alcanzar las Ramblas por Conde del Asalto. Cruzó al otro lado, pasó por la plaza Real y por fin dobló por Escudillers.

La casa del Lucio era estrecha, negra y ruinosa. La ropa tendida le daba aspecto de barco con las velas desplegadas. Antes de entrar en el portal se tropezó con una mujer.

—¿Adónde va? —le preguntó en tono hosco.

—Busco al Lucio.

—¿Para qué? No ha hecho nada.

—Somos amigos, descuide.

La mujer le miró. Con aquel traje podía ser cualquier cosa menos amigo del Lucio.

Sin embargo, la edad compensaba. Intentó facilitarle las cosas.

—No soy policía.

—El Lucio no está.

—¿Dónde puedo encontrarle?

Ella levantó la cabeza. Su voz fue un trueno audible desde el Tibidabo.

—¡Nati, aquí un señor busca al Lucio!

Otra mujer se asomó a una de las ventanas. Su rostro quedó enmarcado por bragas y combinaciones a los que cien mil lavados y mil zurcidos habían arrebatado el color, si es que algún día lo habían tenido.

—¡Está en los billares! ¿Dónde quieres que esté a esta hora, que pareces tonta?

—¿A que subo y te digo un par de cosas?

La de las alturas se metió para adentro. La de la calle volvió a enfrentarse a él.

—Sé dónde están los billares, gracias —se despidió Miquel Mascarell.

Caminó un par de calles, pero ni siquiera tuvo que entrar en el local. El Lucio apareció por su misma acera envuelto en su eterna imagen de desolación. Lo mismo que a Nicanor Buendía, le faltaba un brazo. Que un manco frecuentara el billar era de lo más curioso, por más que de joven hubiera sido bueno, muy bueno, y no pudiera olvidarlo. Los años tampoco le habían tratado bien. Desgarbado, mísero, se asemejaba más a una chinche que a un ser humano. Y, sin embargo, era una institución. Todo oídos. Un confidente de lujo.

Se detuvo delante de él y esperó a que levantara la cabeza y le reconociera.

—¿Inspector?

—Hola, Lucio.

—Dichosos los ojos —musitó sin la menor emoción.

—¿Cómo te va?

—Arrastrado, ¿y usted?

—Tirando.

—No lo parece. —Movió la cabeza de arriba abajo un par de veces mientras admiraba el traje.

—Que no te impresione lo externo. ¿Quieres ganarte un par de duros?

—Hombre, no me irían mal —se animó.

Buscó en su bolsillo las diez pesetas. Al Lucio siempre le había pagado por sus servicios, por poco que fuera. Si le daba más sería peligroso. Menos, un insulto.

Dadas las circunstancias, diez pesetas estaban bien.

Las sostuvo en su mano sin dárselas.

—Busco al Chinchilla.

—¿Para qué? —se asustó.

—Tranquilo, que ya no soy policía. Es un asunto privado.

—No quisiera…

—¿Te he mentido alguna vez?

—No.

—Pues menos ahora, que acabo de volver a Barcelona.

—¿Lo trincaron?

—Sí.

—Pero se salió.

—Sí.

—Bien.

—¿Dónde lo encuentro?

Las diez pesetas seguían en su mano, dispuestas a cambiar de dueño.

—Tiene negocios, y legales, no vaya a creer. Está en la calle Ample, entre Avinyó y esa pequeña… Carabassa, sí. Entre Avinyó y Carabassa. Se dedica al vino.

—¿Al vino?

—Ya ve.

—¿Sigue conociendo a media Barcelona?

—Ahora a Barcelona entera. Dice que información es poder.

—Así que de choricillo a chorizón.

—Que no, que es legal —insistió Lucio—. Hace diez años era muy joven, como todos. La gente aprende de los errores.

—Y prospera.

—Eso mismo.

Le dio las diez pesetas. El hombrecillo las tomó con su única mano y se las guardó en el bolsillo del pantalón. Sus ojos eran crepusculares, enfermizos. Tenía la piel amarillenta, como si su hígado estuviese en las últimas.

—Cuídate, Lucio —se despidió de él.

—Con Dios, inspector.

Si Dios existía, desde luego no estaba en Barcelona, ni en España, por mucho que el nuevo régimen lo blandiera como enseña de su victoria.

18

En el Valle, lo que más deseaba era poder pasear, pegarse una de sus largas caminatas por Barcelona, investigando algo o por el simple placer de hacerlo. El deseo permanecía, pero se dio cuenta de que se cansaba mucho más. Para cuando desembocó en la calle Ample tuvo que tomarse unos segundos de descanso. Iba a la misma velocidad que una década antes, y ahora esa década le sobraba.

Y estaba el calor.

Tenía la camisa pegada al cuerpo y la humedad alcanzaba ya el traje. Si no lo cuidaba, malo. Por suerte, a la calle tampoco la batía el sol y su destino, una vez detenido en la puerta, parecía fresquito.

VINOS MATEO.
EXPORTACIÓN E IMPORTACIÓN

Ya ni recordaba que el Chinchilla se llamaba Mateo. Jerónimo Mateo. Se adentró por el almacén, en el que trabajaban cargando cajas media docena de hombres, sin que ninguno de ellos le detuviera o le preguntara adónde iba. No se detuvo hasta encontrar una oficinita acristalada a mano derecha. Abrió la puerta y se encontró con una mujer joven y guapa. Tendría unos treinta años y más daba la impresión de ser cualquiera de las habituales en el Parador o el Navarra que no una empleada o secretaria. Inmensa cabellera negra, pecho grande, rotunda. Al escuchar el ruido de la puerta ella alzó la cabeza y le cubrió, o más bien le inundó, con una sonrisa de bienvenida.

Leía una revista que no se molestó en disimular.

—Buenos días, ¿en qué puedo ayudarle?

—Quería hablar con Jerónimo —utilizó el nombre de pila, más familiar.

—¿Tiene cita con él?

El Chinchilla se había vuelto empresario.

—No, pero soy un viejo amigo. Dígale que está aquí Miquel Mascarell. El inspector Miquel Mascarell.

Le cambió la cara. Mantuvo la sonrisa pero no su sinceridad. Más bien acartonó su expresión al tiempo que se levantaba con rapidez. De pie aún era más mujer, más hembra. Cabía admirarla sin tapujos. Le dio la espalda y se internó por un pasillito.

Luego se escuchó el sonido de otra puerta.

La mujer regresó a los diez segundos.

—Puede esperarle aquí, por favor.

Se sentó en la única silla, delante de la mesa de la secretaria, y dado que era lo único que merecía la pena de ser visto, continuó mirándola con más o menos disimulo. Se arrepintió de haber utilizado su viejo cargo. Tal vez el Chinchilla estaba quemando papeles o destruyendo cualquier cosa comprometedora que tuviera en su despacho, porque de legal, como aseguraba Lucio, Jerónimo Mateo nunca había tenido nada.

«Vinos Mateo. Exportación e importación» tenía que ser la fachada, la tapadera de algo más importante.

En otro tiempo ya estaría en su despacho, con el Chinchilla cagándose de miedo.

En otro tiempo.

La espera fue larga. Los primeros cinco minutos pasaron rápido. Los siguientes ya no. La mujer continuó con su revista. Nadie llamó por teléfono. Ningún empleado de la empresa aterrizó allí para dar o recibir nada. Un absoluto silencio. Llegó al límite de su paciencia y, cuando iba a levantarse para insistir, por el pasillito apareció su objetivo.

También era casi diez años mayor, pero él se encontraba en su mejor momento, sin duda.

—¡Inspector Mascarell!

Se incorporó y estrechó la mano que le ofrecía. Cabello negro, engominado, bigote, impecable camisa, impecable corbata, tirantes, sin chaqueta, pantalones de buen corte, zapatos relucientes… Todo de categoría, lo mismo que el reloj o el anillo con el sello de oro que lucía en su mano derecha. Sólo le había detenido una vez en los buenos tiempos. Siempre prefirió escucharle y hacer la vista gorda con otras cosillas.

El Chinchilla lo sabía.

—¿Cómo estás, Jerónimo?

—Bien, ¡bien! Siento haberle hecho esperar, pero los negocios… Pero ¿de dónde sale, hombre? ¡Cuánto tiempo! ¡Pase, pase! —Se dirigió a la escultural secretaria para decirle—: Merceditas, ninguna llamada, ¿de acuerdo?

—Sí, señor —manifestó ella solícita.

Lo condujo hasta su despacho, revestido de madera, con una mesa, dos sillas, dos butacas, archivadores, un ventilador y muchos papeles. Papeles por todas partes.

Una muestra de los diferentes vinos exportados e importados por su empresa se alineaba en una estantería junto con dos reconocimientos internacionales a la calidad.

No parecía que nada hubiese sido destruido o quemado.

—Venga, ¿una copita de algo?

—No, gracias.

—¿Me lo desprecia? —Se hizo el ofendido.

—Me temo que sí, Jerónimo. No insistas.

—Lo que usted diga, no hay problema. —Le ofreció sentarse en una de las butacas y él ocupó la otra. Su sonrisa parecía claveteada con tachuelas en su cara—. ¿Qué ha sido de su vida en estos años? Lo creía exiliado.

—O muerto.

—También, pero mala hierba nunca muere. —Soltó una carcajada—. ¡Míreme a mí!

—Te va bien, según parece.

—¡Ah, la legalidad siempre es mejor que el delito! Eso lo aprendí a base de palos, y usted me enseñó lo suyo, ¿eh? Yo en aquellos años era un tarambana, iba a salto de mata. Por suerte eso ya pasó. Ve —abarcó su empresa más allá de su despacho con los brazos abiertos—. Me metí en negocios con un vinatero de San Sadurní, un buen tipo, pero sin iniciativa, aprendí de qué iba la cosa y hoy… ¿Qué le parece?

—Muy bien.

—Su visita no tendrá nada de… oficial, digo yo.

—Ya no soy policía.

—Bueno, es lógico —lo razonó por primera vez.

—Pero estoy buscando algo.

—Siempre el mismo.

—Ahora es distinto. Le hago un favor a alguien.

—¿Y ha venido a pedirme ayuda?

—Sí.

—Vaya, pues… —Se removió en su butaca sin saber muy bien qué hacer—. Es un honor, supongo.

—Puedes enviarme a freír espárragos.

—No, hombre, no.

—¿Por los viejos tiempos?

—Por los viejos tiempos —asintió—. Usted era un tipo legal. Ya le digo: yo era joven, inexperto, tonto, creía que lo sabía todo y no sabía nada… La cárcel fue mi universidad, inspector. Aprendí lo necesario. De no ser por usted…

—Lo que hay que oír, Jerónimo.

—La verdad. —Volvió a arrellanarse en su butaca, más tranquilo—. ¿Qué quiere?

—Información.

—¿No irá a meterme en líos?

—No, descuida.

—Entonces dispare.

—¿Te suena de algo el nombre de Álvaro Gomis?

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