Siete días de Julio (15 page)

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Authors: Jordi Sierra i Fabra

Tags: #Intriga, Policíaco, Relato

BOOK: Siete días de Julio
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—¿Me lo pregunta en serio?

—Sí.

—Desde luego ha estado fuera mucho tiempo, ¿eh?

—Un poco.

—¿Preso?

—Sí.

—Se entiende. No hacía falta que me buscara a mí para saber de Gomis. Aunque le agradezco el detalle. La reputación es la reputación, y sin ella, ¿qué somos?

—¿Tan conocido es el tal Gomis?

—Hilaturas Gomis, sí. De puertas afuera un industrial intachable, de los que están creando futuro, sentando las bases de esta nueva España llena de posibilidades. De puertas adentro estraperlo a lo grande y mucho, muchísimo dinero.

—¿En serio?

—Lo que yo le diga. Mucho, muchísimo dinero y grandes, muy grandes negocios.

—¿Y las autoridades?

—¿Me toma el pelo? Aquí todo el mundo mama de la vaca, por Dios. Y tampoco es una cosa que salga en los periódicos. Se sabe en ciertas esferas y punto. No van a ser tan tontos como para ir pregonándolo o anunciándolo a los cuatro vientos. Lo sabemos los que estamos metidos en negocios y conocemos los chanchullos de hoy, cómo se mueve el dinero, cómo está el extranjero… Hoy en España sólo hay dos clases de personas: las que se hacen ricas con el estraperlo y las que compran de estraperlo.

No quiso preguntarle en qué lado estaba él. La conversación iba por buen camino.

Jerónimo Mateo lo captó.

—No piense mal. Exporto e importo vinos. Cada cual hace lo que puede. Lo que pasa es que hay algunos que están en la estratosfera, ¿entiende?

—Entiendo.

—¿Qué quiere saber de Gomis?

—Todo.

—Caray —le echó un vistazo a su reloj.

—Hazme la versión reducida, hombre.

—Pues… —Unió las manos sobre el regazo para hacer memoria—. Tenemos a dos jóvenes cachorros que emergen de la nada al acabar la guerra, Álvaro Gomis y Ricardo Solana. Los dos se unen y ponen en marcha una industria textil, Hilaturas Gomis-Solana. En un momento en que se carece de todo consiguen contratos importantes, hacer uniformes para el ejército, sotanas para los curas y cosas así. Y como un tiro, oiga. Para arriba. En muy poco tiempo Hilaturas Gomis-Solana dominan el cotarro y están en la cumbre. Los dos se ponen de moda. Tan de moda que aparecen ellas, Patricia y Elena Amorós, gemelas, de buena familia, y no hay eco de sociedad que no babee ante lo que se avecina. —Hizo una primera pausa muy breve—. Álvaro Gomis sale con Patricia Amorós, la guapa, la sexy, porque sí, son gemelas, pero cara y cruz. Patricia es exuberante, divertida, lanzada, sin prejuicios, y Elena todo lo contrario, de misa y rosario diario, mojigata, tristona. Cuando parece que Álvaro y Patricia están predestinados… surge el escándalo: Ricardo Solana se la birla. De un día para otro se anuncia la boda, a bombo y platillo. La consecuencia es que Álvaro rompe con su socio y la empresa se divide. Por un lado Hilaturas Gomis y por el otro Solana Textiles. También se reparten los contratos y el tinglado que han montado, aunque desde ese momento se declaran la guerra y van a muerte, cada uno a por la yugular del otro. El Álvaro, además frustrado, engañado, cornudo… La historia por supuesto no termina aquí. Unos meses después, Álvaro Gomis se casa con la otra hermana, Elena. ¿Por qué? Bueno, se dice que está tan locamente enamorado de Patricia, incapaz de olvidarla, que por lo menos, aunque Elena sea tonta, tiene el mismo rostro, o sea que se decanta por un extraño consuelo.

—Curioso —dijo Miquel Mascarell.

—Hay más —puntualizó el Chinchilla—. Mientras que Ricardo Solana parece tener una flor en el culo, Álvaro Gomis da la impresión de que ha pisado mierda. No en los negocios, pero sí en lo personal. Ricardo y Patricia tienen dos hijos preciosos y son una pareja de moda, con Patricia convertida en la reina de todas las fiestas y recepciones. Simpática, guapa, don de gentes… Álvaro y Elena en cambio no tienen descendencia, y encima ella se hace más pía y beata. Una santa. Tan santa que incluso se muere, así, tan triste como había vivido, en plan florecilla. Eso deja a Álvaro Gomis solo y odiando más y más a su rival.

—Mientras, siguen dominando el mercado textil.

—Sí.

—¿Cómo se montan lo del estraperlo?

—Muy sencillo. Para todo hay cupos, de exportación e importación. Supongamos que se necesita una partida de quinientas camisetas para el invierno. Muy bien, ése es el cupo, pero se fabrican setecientas, de las cuales quinientas son para la venta legal estipulada y doscientas, bajo mano, a los comercios que las venden diez veces más caras. Ése es el dinero. ¿Sabe la de billetes que supone eso? Le he puesto un ejemplo, claro. Aquí hablamos de mucho más que de doscientas camisetas.

—O sea que se están haciendo auténticas fortunas.

—¡Huy! La burguesía catalana está remontando el vuelo que no vea. Tienen un nivel de vida… Dese un paseo por el puerto. Hay barcos que descargan media carga. El resto… Están metidos policías, agentes aduaneros, proveedores, distribuidores, altos mandos y altos cargos… Parece que estemos aislados del mundo, pero en lo que hace referencia a los negocios, desde luego no. Y el dinero, en metálico, ¿eh?, circula en cajas de zapatos repletas de billetes de cien pesetas. Tánger se ha convertido en el Banco de España. Yo no sé si hacer la vista gorda es la forma de que este país remonte, porque está la teoría de que si el empresariado crece, habrá más trabajo para todos. Pero es que…

—Eso de las cajas de zapatos…

—Que sí, inspector, que sí. Éstos son otros tiempos. Los pagos en el extranjero se hacen como le digo. Uno manda una mercancía ilegal, o un sobrante, o el estraperlo de una partida, lo que sea, y como el pagano no puede enviar el dinero a España como si tal cosa, el dinero llega a Tánger. De dólares a pesetas y, se lo repito, en cajas de zapatos. Meterlas en el país es coser y cantar. Millones que van y vienen —quiso dejarlo claro una vez más—: y de verdad que yo estoy limpio. Se lo juro. Ya tuve bastantes problemas antes. Habiendo estado fichado… Ahora me va bien y no pido más.

—Pero el racionamiento no durará siempre.

—De ahí la prisa. Es una verdadera carrera. Le repito que las grandes fortunas de la España que viene, y de esta Cataluña, se están forjando ahora.

—Volvamos a Gomis y Solana —recuperó el hilo de su investigación.

—Volvamos.

—¿Siguen en guerra?

—A muerte. Cada uno daría un brazo por eliminar al otro y quedarse con el pastel textil, que es de los más jugosos. Y no sólo por el negocio, sino por el odio generado por su situación personal. Naturalmente están en posiciones opuestas: Ricardo es el triunfador, Álvaro el derrotado. Ricardo lo tiene todo, incluida Patricia Amorós, y Álvaro no tiene nada, está solo.

—¿Cuánto hace que Álvaro Gomis enviudó?

—Un año.

—¿Crees que estaba enamorado de su mujer?

—Yo diría que no.

—Si su esposa era monja y estéril, el negativo de su hermana, y encima no la amaba, ¿por qué querría alguien mandarle una réplica y para qué?

—¿Cómo dice?

—Nada, cosas mías.

—Pues es todo lo que hay.

Buscó alguna pregunta por los recovecos de su mente, sabiendo que se dejaba algo relacionado con lo que acababa de decir, una duda, y llegó a la conclusión de que Jerónimo Mateo llevaba la razón. No tenía más preguntas.

Se incorporó.

—Gracias, Chinchilla.

—No me llame así, hombre. —Hizo un gesto de desagrado.

—Perdona.

—¿Me deja que le regale una botella de vino? Del bueno, ¿eh?

—No te molestes.

—¡Que no es molestia! Lo que le he dicho antes era cierto: usted me puso en el buen camino. ¿Bebe o no?

—Poco.

—No fuma, que eso lo recuerdo, bebe poco… ¿Y las mujeres qué?

—Son tiempos malos. En todos los sentidos.

—Y por cierto, si busca un trabajo…

—¿Hablas en serio?

—Una persona legal como usted da mucho respeto a un negocio. Porque sigue siendo honrado, ¿verdad?

—Me temo que sí. Honrado y tonto. —Pensó en la foto y el dinero de su bolsillo—. Vamos, dame esa botella, que he de irme.

—Así me gusta, inspector. Vamos. —Le pasó una mano por el hombro, amigablemente, demostrándole que sí, que eran otros tiempos, y le empujó suavemente hacia la salida—. ¿Ha visto lo guapa que es Merceditas?

19

El tranvía le dejó relativamente cerca de la fábrica de Álvaro Gomis. Habría apostado que toda la industria textil catalana se encontraba en Sabadell y Tarrasa, pero por lo visto no era así, aunque quizás, y si eran tan fuertes Gomis y Solana, tuvieran más de una fábrica para poder dar abasto a la demanda.

Hilaturas Gomis ocupaba una buena extensión de terreno, al sur de Pueblo Nuevo, cerca del Bogatel y el mar. El sabor de pueblecito, con casas bajas, contrastaba con los terrenos, unos arados y otros yermos, que se disponían a desaparecer en cuanto la expansión de Barcelona los alcanzase. La fábrica era un rectángulo de obra vista con el techo en forma de sierra y una pequeña valla que circundaba la parte de la entrada, bajo el rótulo en forma de arco. Preguntó por el señor Gomis y los dos primeros empleados que le atendieron se rindieron a su elegancia. Lo enviaron al edificio de oficinas. Cuando se detuvo frente a un tercer empleado, también del género masculino, un joven de aspecto espigado y ojos ocultos tras unas gafas de miope total, el diálogo se pareció al de minutos antes al ir a por el Chinchilla.

—Quería ver al señor Álvaro Gomis.

—¿Tiene hora con él?

La gente se estaba volviendo muy importante.

—Yo le pido hora al médico, o al abogado —trató de estar a la altura de su ropa—. Dígale que es para hablar de Celia Arteta.

—¿Sólo eso?

—Sí, por favor.

No las tuvo todas consigo. Se ajustó las gafas, que por lo visto le resbalaban más de la cuenta sobre el arco de la nariz, y salió de detrás de su mesa con el rostro grave. Llamó a una puerta con los nudillos, se coló dentro abriéndola lo justo para que se deslizara por el hueco su apalillado cuerpo y desapareció de su vista. La espera no fue muy larga pero sí tensa. Tal vez salía en globo.

No fue así.

El joven reapareció y dejó la puerta abierta mientras le decía:

—Pase, por favor.

Llevaba una botella de vino en la mano y el periódico doblado en el bolsillo.

Extraño equipaje para ir a hablarle a un hombre de su amante, su querida o lo que fuera, muerta y en apariencia camino del olvido.

Álvaro Gomis se parecía a su despacho. Entre treinta y cinco y cuarenta años pero aparentando diez más, cabello de color panocha ya con toques canosos, ligeramente rizado, ojos mortecinos, orejas pequeñas, labios rectos, con la cabeza más ancha por la parte de las mandíbulas que por el cráneo, impecable con su traje de buen corte.

Además, estaba de pie, o nervioso o imponiendo su pedigrí. El despacho le encajaba como un guante: maderas recubriendo las paredes; la preciosa mesa de caoba, reluciente y pulida, con incrustaciones de marquetería y muy pocos papeles u objetos encima, salvo el teléfono y tres fotografías a un lado; muchos cuadros, honores, libros en las estanterías, un ventanal que daba al exterior y una aliviante refrigeración. Todo perfecto, ninguna estridencia.

El industrial achicó todavía más la superficie ocular al verle. Dos rendijas.

Cuando Miquel Mascarell le tendió la mano ni siquiera se movió.

—Buenos días, señor Gomis.

—¿Quién es usted?

El tono, más que seco, fue cortante.

—Me llamo Gustavo Amposta —se presentó y retiró la mano.

—¿Y?

—Represento a una persona interesada en la muerte de Celia Arteta.

El silencio fue duro.

—Usted trató a la señorita Arteta en las últimas semanas de su vida. Quizás meses.

—¿Y qué, si fuera así?

—Bueno, ella murió.

—Se cayó al metro, sí. Un desgraciado accidente. —Sus mandíbulas formaron dos ángulos rectos a ambos lados de su cara.

Se tomó tiempo antes de decir aquello.

—Podría ser que la hubieran empujado deliberadamente.

Un puñetazo no le habría causado más impacto, físico y anímico. Lo taladró con el ceño muy fruncido.

—¿De qué está hablando?

—¿Puedo sentarme?

No esperó el consentimiento del industrial textil. Lo hizo. Ocupó una de las dos sillas frente a la mesa y dejó la botella de vino y el periódico sobre ella, junto a las fotografías, que ahora tenía a la vista, en diagonal, casi de cara por su posición ya que el hombre seguía de pie al lado del ventanal.

Álvaro Gomis no supo qué hacer.

—Por favor —le invitó Miquel a imitarle—. Seré muy breve, se lo prometo.

No iba a echarle. Desde luego que no.

Pero aun así se resistió a sentarse.

—La policía no dijo nada acerca de lo que usted… está insinuando. —Gomis intentaba mantener cierta entereza—. Es absurdo. Ella se cayó, o alguien pudo desequilibrarla, pero sigue siendo un accidente. El metro iba lleno, era una hora de máxima afluencia, con el andén a rebosar y nada menos que en la parada de la plaza de España. Nadie vio nada.

—Basta una mano, una persona, o dos, con la segunda cubriendo a la primera.

—¿Está loco? ¿A quién representa?

—No puedo decírselo.

—¿Es abogado, detective…?

—Un amigo.

—Entonces váyase. —Apretó los puños—. Me temo que esta conversación es del todo inapropiada.

Miquel Mascarell resistió el acero de su mirada.

—Usted conoció casualmente a una mujer con un asombroso parecido a su esposa muerta. Y perdió la cabeza por ella.

—¿Qué está diciendo? —se envaró—. ¿De dónde ha sacado semejante estupidez?

—¿No es así?

—¡Por supuesto que no!

Extrajo la fotografía de Celia Arteta de su bolsillo y se la mostró, sin dársela, por si acaso.

—Aquí parece distinta, ¿verdad? —dijo sin apartar sus ojos de Gomis—. Un parecido asombroso pero… todavía no al cien por cien.

No hubo respuesta, sólo aquel silencio, más y más denso. No supo cómo interpretarlo.

La expresión de Álvaro Gomis era de absoluto estupor.

De pronto desvió la mirada, casi en un gesto reflejo, y la depositó en una de las tres fotografías de su mesa. Miquel Mascarell la siguió. De lado alcanzó a ver a dos mujeres. Los ojos del industrial regresaron a la imagen de Celia Arteta pero los suyos no.

Alargó la mano y atrapó el retrato.

—Deje eso —le conminó el dueño de la fábrica.

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