Siete años en el Tíbet (5 page)

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Authors: Heinrich Harrer

Tags: #Biografía, Ensayo, Referencia

BOOK: Siete años en el Tíbet
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En el Tíbet, cuyas fronteras no están vigiladas, a los habitantes de las zonas limítrofes se les previene en contra de los extranjeros.

Más adelante llegamos a enterarnos de que esta prohibido vender provisiones a un desconocido, bajo pena de un severo castigo.

Todo eso esta muy bien, ¡Pero nosotros no podemos dejarnos morir de hambre! Donde la persuasión fracasa, la intimidación obra maravillas. Con actitud enérgica, amenazamos a los campesinos de que si no nos lo ceden de buen grado, nos apoderaremos del cordero por la fuerza. Nuestra actitud y nuestro aspecto físico les impresionan; aunque de mala gana, ceden, y como ya es de noche, se aprovechan de ello para vendernos un cabrón de los tiempos de Maricastaña, a cambio de una suma escandalosamente desproporcionada.

Ya es más de medianoche cuando, saciada nuestra hambre, nos echamos a dormir. A la mañana siguiente vamos a conocer el pueblo. Las casas, construidas con piedras, están cubiertas por tejados planos que sirven para hacer secar las cosechas. Los habitantes de Kasapuling no se parecen en nada a sus compatriotas del interior.

El comercio con la India y en verano el paso de las caravanas les han inculcado ideas de lucro, enseñándoles el valor del dinero. Muy sucios y con la piel mucho más oscura que sus hermanos de raza, tienen una expresión de cazurrería y disimulo. La indolencia y el buen humor que caracterizan al tibetano son aquí algo desconocido.

Desde la mañana hasta la noche, los habitantes de Kasapuling trabajan como bestias; bien es verdad que para escoger esta región extraviada habían de llevar alguna idea entre ceja y ceja: su negocio es la venta de los productos del campo a los conductores de caravanas. En los alrededores no se encuentra ni rastro de templos ni de monasterios, también en esto, Kasapuling es una excepción.

Salimos de la aldea. El descanso nos ha transformado y el buen humor de Kopp, verdadero pilluelo berlinés, se nos contagia a todos.

A través de los campos, descendemos a un pequeño valle y mientras vamos subiendo la pendiente opuesta para llegar a la meseta, los sacos se nos hacen muy pesados. Este síntoma es una reacción física como consecuencia de nuestro cansancio debido a las desalentadoras experiencias que se han ido sucediendo desde que cruzamos la frontera tibetana. ¿Serán excesivas quizás las esperanzas que hemos puesto en el Tíbet? Pasamos la noche en un inhóspito agujero en el que ni siquiera podemos resguardarnos del viento huracanado que sopla.

Desde el primer momento nos hemos repartido las tareas: los unos van a buscar agua y matojos para encender el fuego, los otros preparan el té y guisan los alimentos. Cada noche vaciamos los sacos para envolvernos las piernas con ellos. Esta noche, al vaciarlo como de costumbre, me sucede algo inesperado: mi repuesto de cerillas se inflama por sí solo al entrar en contacto con el aire extremadamente seco de estas altas mesetas.

Cuando el alba apunta en el horizonte examinamos el agujero en que hemos pasado la noche; es de forma circular, con las paredes verticales, lo cual demuestra que ha sido excavado por la mano del hombre. ¿Servirá tal vez como trampa para cazar animales salvajes?

Detrás de nosotros, hasta el horizonte, se extiende la larga cordillera del Himalaya occidental, dominada por la blanca pirámide del Kamet, y delante se suceden las montañas desiertas y llenas de barrancos. Prosiguiendo nuestra marcha a través de una región descarnada como un paisaje lunar, cerca del mediodía llegamos al pueblo de Duchang. Parece algo mayor que Kasapuling pero sus habitantes son igualmente ariscos. Ni el dinero ni las buenas palabras producen el menor efecto; no quieren vendernos ningún alimento, a pesar de los laudables esfuerzos de Aufschnaiter, el cual toca todas las teclas y moviliza todas las reservas de sus conocimientos lingüísticos. Incluso las amenazas resultan inútiles.

Por primera vez en nuestro viaje vemos un monasterio tibetano, o, mejor dicho, sus restos; enormes agujeros en los muros de arcilla, ruinas imponentes, eso es todo lo que queda de un convento de lamas que antaño debió de cobijar centenares de monjes. Hoy día sólo hay unos pocos religiosos que habitan una casa de reciente construcción. En vano esperamos un rato para ver si asoma alguno.

En la terraza que se abre delante del monasterio se alinean ordenadamente unas tumbas pintadas de rojo…

Una vez más, nos retiramos decepcionados a nuestra tienda, pequeño refugio acogedor e insignificante en medio de esta inmensidad.

En Duchang, al igual que en Kasapuling, tampoco se halla ninguna autoridad civil ni religiosa a quien podamos dirigirnos para obtener un permiso de residencia o una autorización de tránsito.

Pero muy pronto habíamos de arrepentirnos de haberla echado de menos, porque, sin que lo sospechemos, las autoridades se ocupan de nosotros.

Al día siguiente, al marcharnos del pueblo, seguimos el camino que se dirige hacia el interior del país. Kopp y yo vamos en cabeza de la caravana; Aufschnaiter Schnaiter y Treipel, a retaguardia. De pronto se oyen unos cascabeles y vemos que dos jinetes armados nos salen al encuentro. Al llegar junto a nosotros nos invitan a dar la vuelta y regresar por el mismo camino a la frontera india. Comprendiendo que el discutir no servirá de nada, tomamos una actitud enérgica, obligando a los jinetes a dejarnos el paso libre. Sorprendidos por esa resistencia, nos dejan hacer y, creyendo sin duda que también nosotros llevamos armas, no se deciden a hacer uso de las suyas.

Después de algunas débiles tentativas para detenernos, al fin se alejan.

Y sin otro percance llegamos a Tsaparang, pequeña aldea en la que sabemos que reside un jefe de distrito.

En medio de aquella región desierta y sin agua, Tsaparang resulta casi un oasis. No esta habitado mas que durante los meses de invierno. Al presentarnos para solicitar una audiencia, nos informan de que el gobernador se dispone a partir hacia su residencia de verano de Changtse. Sin embargo, accede a recibirnos. Y entonces tenemos la gran sorpresa: ¡el gobernador es uno de los dos jinetes con los que nos tropezamos la víspera! Su acogida se resiente del percance y sólo con gran dificultad logramos obtener algunas provisiones a cambio de medicamentos. El botiquín que llevo conmigo desde Dehra-Dun nos salva una vez más; y más adelante aún volverá a sacarnos de muchos atolladeros.

Por último, el gobernador nos asigna una cueva como alojamiento y nos ordena salir del territorio de su distrito en el plazo más breve posible. Si nos sometemos, nos proveerá gratuitamente de alimentos y cabalgaduras. Cortésmente, pero con firmeza, rechazamos la oferta y tratamos de hacerle comprender que el Tíbet, como país neutral, esta obligado a conceder asilo a los prisioneros evadidos.

Pero, por lo visto, el asunto rebasa sus atribuciones y no quiere aceptar la menor responsabilidad. Viendo que no hay salida, le proponemos que nos deje ir a someter nuestro caso a un funcionario de categoría superior a la suya, o sea un monje que vive en Thuling, a ocho kilómetros de distancia.

Tsaparang es un lugar muy curioso. En Dehra-Dun había leído que Antonio de Andrade, jesuita portugués, estableció allí la primera misión católica y edificó una capilla. Fiado en esos datos, escudriño todo el pueblo y los alrededores, pero sin resultado. En cambio, excavadas en las mismas paredes arcillosas que rodean el valle, descubrimos centenares de grutas, testimonio de un pasado glorioso.

A juzgar por nuestras propias dificultades y por la hostil acogida de la población, al pobre misionero le debió costar lo suyo conseguir que lo aceptaran.

En el curso de nuestras excursiones, un día vamos a parar ante la maciza puerta que cierra una gruta. Nos sentimos intrigados y la abrimos: en la penumbra del fondo brillan los ojos de un Buda enorme. La estatua esta recubierta de láminas de oro y su aspecto es fantástico. Mis escasos conocimientos en cuestiones de arqueología tibetana me impiden precisar la edad de aquella estatua, pero sin la menor duda debe de tener una antigüedad de varios siglos. Capital de provincia en otro tiempo, Tsaparang era ciertamente muy distinto de la miserable aldea en que luego se convirtió.

Al día siguiente marchamos hacia Thuling, deseosos de presentarnos ante el alto personaje que ha de decidir nuestra suerte.

Apenas llegados, pedimos audiencia y nos conducen ante el superior del monasterio. Lo mismo que el gobernador de Tsaparang, pone ojos de mercader a nuestras demandas y se niega a dejarnos continuar el viaje en dirección Este. A lo más que se aviene es a proveernos de
tsampa
y de té, pero a condición de que pongamos proa hacia Changtse, lugar de etapa de las caravanas… en el camino de la India.

Llegadas las cosas a este punto, no nos queda otro remedio que someternos, pero, con todo, nos reservamos el derecho de ir a consultar con otro funcionario, civil esta vez, que asimismo reside en Thuling.

Pero nos resulta muy al revés de lo que pensábamos, porque no sólo se niega a concedernos audiencia, sino que se las arregla de manera que la población nos reciba de uñas. Por una libra de manteca rancia o de carne averiada nos piden sumas fabulosas; por un puñado de hierbajos para hacer fuego nos cobran una rupia. El único recuerdo agradable que nos llevamos de Thuling es el de su monasterio; edificado en una eminencia, a pico sobre el valle del Sutlej, el sol arranca maravillosos destellos de sus doradas techumbres.

Tengo entendido que es el mayor monasterio del Tíbet occidental, pero en la actualidad parece vacío, por hallarse reducido a veinte su número habitual de doscientos cincuenta lamas.

Con la promesa de que nos dirigiremos hacia Changtse, los dos gobernadores ponen a nuestra disposición cuatro asnos para llevar nuestros equipajes. No se habla para nada de escolta de vigilancia; nos acompañara únicamente un conductor de caravanas. Al principio, esto nos extraña; pero bien pronto descubrimos el motivo: sin una orden expresa avalada por el sello oficial, ningún tibetano esta autorizado a vender nada a un extranjero; el sistema es a la vez sencillo y eficaz. El caminar en compañía de cuatro asnos no resulta un viaje de placer ni mucho menos, máxime cuando los nuestros son de lo más tozudo y remolón que pueda imaginarse. Tan sólo el cruce del río Sutlej nos lleva más de una hora. Si queremos llegar a un poblado antes de la caída de la noche, no queda minuto que perder.

El próximo pueblo, Phywang, esta desierto, pero, al igual que en Tsaparang, todas las colinas de los alrededores se hallan perforadas por centenares de grutas y cavernas. A la mañana siguiente salimos en dirección a Changtse, a un día de camino. El paisaje no pierde nunca la monotonía, eternamente el mismo: vastas extensiones grises, cortadas por colinas llenas de erosiones. Hoy por primera vez podemos ver hemíonos, curiosos animales mezcla de asno y de mulo, con la altura de este último; se nos acercan y luego, bruscamente, dan la vuelta y desaparecen al galope. El tibetano los deja vivir en paz y únicamente los persiguen los lobos. Para nosotros, los hemíonos son como el símbolo de la libertad.

Changtse no es mas que un pequeño caserío que consta de seis casas construidas sobre trozos de césped y cubiertas con tejas muy burdas. Los habitantes nos reciben con la reserva de siempre.

Volvemos a encontrar a un antiguo conocido, el gobernador de Tsaparang, que allí tiene su residencia de verano. Una vez más apelamos a su comprensión, pero el continua en sus trece:

—Regresad a la frontera vía Tsaparang, o bien, desviándoos hacia el Oeste, en dirección al puerto de Chipki.

Tan sólo con estas condiciones accederá a proveernos de algunos víveres.

Nos decidimos por el puerto, por dos razones: en primer lugar, no conocemos aquella región, y en segundo, nos queda aún la esperanza de encontrar algún recurso, alguna salida a esta situación.

Nos hallamos completamente desmoralizados, pues la perspectiva de volver a vernos tras las alambradas de un campo de concentración no es nada alentadora. Aburridos de vivir en la incertidumbre, Treipel habla ya de renunciar y entregarse prisionero en la frontera.

Ya que las cosas han llegado a este punto, hay que aprovechar los últimos días de libertad que nos quedan; yo pongo al día mi diario de viaje, que últimamente tenía muy abandonado, y me cuido un principio de derrame sinovial que empieza a molestarme.

De pronto, me decido: todo es preferible a la cautividad, y Aufschnaiter es de mi misma opinión. Intento una última gestión ante el gobernador. La noche anterior, Aufschnaiter hizo cocer un poco de carne en una olla de cobre y esta mañana se encuentra mal.

Aprovecho esta circunstancia para pedir al gobernador que prorrogue por cuarenta y ocho horas más el permiso de tránsito que nos concedió; pero no sólo se niega a concederlo, sino que se enfurece de un modo terrible. Por mi parte, también me acerco y nos enzarzamos en una viva discusión. Finalmente, consigo que, además de los dos
yaks
que transportan nuestros equipajes, se ponga otro a disposición de Aufschnaiter. Por contrapartida, no puedo evitar que nos acompañe un soldado, que será el portador de un pasaporte colectivo, a la vista del cual los jefes de pueblo y los campesinos nos venderán los víveres que necesitemos.

Emprendemos la marcha. Durante el día luce el sol y la temperatura es agradable, pero de noche hace un frío glacial. Se van sucediendo los pueblos, cuyos habitantes viven en cavernas excavadas en las laderas de las colinas.

Dachampa, el soldado que nos acompaña, es natural de Lhasa y tan sólo por casualidad se encontraba en Changtse a nuestra llegada.

Desde el primer momento adopta con respecto a nosotros una actitud amistosa; en cada parada del viaje, armado con el permiso oficial de que es portador, alardea de gran autoridad y por todas partes el efecto y los resultados son definitivos.

Mientras atravesamos el distrito de Rongchuk, dedico un recuerdo a nuestro ilustre predecesor Sven Hedin, y sus narraciones me vienen a la memoria. El paisaje es exactamente igual a como lo describe: monótonas mesetas, cortadas por barrancos y desfiladeros, algunos de ellos estrechos; como cañones; a primera vista parece que han de poder atravesarse en pocos minutos, pero en realidad se necesitan varias horas de escalada para alcanzar la vertiente opuesta.

Esta interminable sucesión de subidas y bajadas produce en nosotros un efecto deprimente y todos avanzamos sin pronunciar palabra.

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