Siete años en el Tíbet (2 page)

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Authors: Heinrich Harrer

Tags: #Biografía, Ensayo, Referencia

BOOK: Siete años en el Tíbet
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En mayo de 1943 los preparativos están listos. No falta nada: dinero, provisiones de boca, una brújula, relojes, calzado, e incluso una tienda de campaña de dos plazas.

Por fin, una noche, después de atravesar la barrera interior, me introduzco en el bloque ocupado por Marchese, donde tenemos escondida una pequeña escalera de mano que pudimos escamotear durante un reciente incendio. La apoyamos contra la pared de un barracón y nos agazapamos para ocultarnos. La medianoche está cerca; dentro de diez minutos se hará el relevo de los centinelas. A paso lento, pero ya impacientes, van y vienen a lo largo de las alambradas, se aproximan entre sí y luego vuelven a separarse. La luna se alza sobre las plantaciones de té que rodean el campo, y las grandes farolas eléctricas proyectan en el suelo sus círculos luminosos.

En el momento en que los centinelas se encuentran más alejados uno de otro, me levanto y corro hacia las alambradas, apoyo la escalera contra la parte superior de la cerca, subo y con unos alicates corto los alambres que impiden el acceso al techo del mirador. Marchese, entre tanto, con una larga pértiga mantiene abierta la brecha y yo me deslizo a través de ella.

Habíamos convenido en que Marchese se deslizara tras de mí por la abertura mientras yo desde arriba sostendría separados los alambres; pero tiene un momento de vacilación, preguntándose si no será ya demasiado tarde, pues se oyen muy cerca los pasos de los centinelas y sus siluetas convergen en nuestra dirección. No hay minuto que perder, de modo que agarro a Marchese por debajo de los brazos izándolo hasta el techo de paja, desde el cual damos un salto para ir a caer pesadamente al otro lado de la cerca.

Forzosamente hemos tenido que hacer un ruido de mil demonios y los guardianes nos dan inmediatamente el quien vive. Los disparos rasgan la noche y se encienden más luces; pero ya es tarde, porque hemos alcanzado la jungla.

El primer gesto de Marchese es el de estrecharme entre sus brazos. Sin embargo, parece que no es aún el momento apropiado para semejantes demostraciones porque se elevan algunas bengalas y los silbatos suenan muy cerca de nosotros, lo cual demuestra que se disponen a darnos caza. Pero conociendo perfectamente la jungla que rodea el campo de concentración por haberla estudiado cuidadosamente en el curso de nuestros paseos, corremos sin parar mientras nos quedan alientos, evitando las carreteras y caminos, así como los pueblos. Nuestras mochilas, que al principio nos parecían ligeras, empiezan a hacerse pesadas a medida que transcurren las horas.

En un pueblo oímos un redoble de tambores y creemos que ya nos han descubierto. Todavía nos quedan por vencer mil dificultades que nadie puede imaginar siquiera, por su inmensa complejidad; como esta, por ejemplo: en Asia, un sahib blanco no viaja nunca sin escolta, sino que siempre lo acompañan varios servidores, que son los que llevan su equipaje. El espectáculo de dos vagabundos errando por el campo con la mochila a la espalda bastaría para hacerlos sospechosos.

Ocultos de día y andando de noche

De común acuerdo, resolvemos caminar solamente de noche para aprovecharnos de la aprensión que el hindú siente a aventurarse por la jungla después de la caída de la tarde. Esto no quiere decir en absoluto que por nuestra parte nos hallemos libres de temor, pues recientemente los periódicos hablaban aún de la presencia por aquellos contornos de tigres y panteras devoradores de hombres…

En cuanto apunta el alba, nos echamos a dormir en algún barranco. El día transcurre interminable, sin que veamos a nadie, a no ser algún pastor que pasa a lo lejos sin advertir nuestra presencia.

Por desgracia, no tenemos mas que una cantimplora para ambos, lo cual es muy poca cosa con este calor tórrido que hace.

Cuando llega la noche, nuestros músculos, inmovilizados durante todo el día, se niegan a veces a obedecernos. Pero a pesar de ello hay que andar e incluso acelerar la marcha, para poner la mayor distancia posible entre Dehra-Dun y nosotros y llegar al Tíbet por el camino más corto. Todavía han de transcurrir muchas semanas antes de que nos hallemos definitivamente a salvo.

A la noche siguiente acampamos en la cima de las primeras estribaciones del Himalaya, mientras mil metros más abajo, en el llano, el campamento forma como una mancha de luz. A las diez de la noche, las luces se apagan de golpe y únicamente los haces de los reflectores que jalonan el recinto permiten adivinar su situación.

Jamás en toda mi vida comprendí como esta noche el significado de la palabra libertad. Nos sentimos inundados por una oleada de optimismo, que sólo atempera un sentimiento de compasión hacia los dos mil prisioneros encerrados allí abajo tras las alambradas.

Pero el tiempo vuela y no podemos perderlo en meditaciones. Lo que importa es alcanzar pronto el curso del Dschamna
[1]
. Un valle lateral que termina en una garganta sin salida nos obliga a retroceder y a esperar el alba. El lugar se halla desierto, lo cual aprovecho para teñirme de negro los cabellos y la barba. Mezclando permanganato con una grasa y un tinte oscuro, consigo dar también a mi rostro y manos un tono que se asemeja al de la piel de los hindúes. Si alguien repara en nosotros nos haremos pasar por dos peregrinos que se dirigen a las orillas del Ganges. En principio, mi compañero, que de natural tiene el cutis atezado, corre menos peligro de ser descubierto; pero de todos modos procuraremos evitar un examen demasiado atento.

Ocultos en aquella garganta desde la mañana, la abandonamos sin esperar que se haya hecho completamente de noche. ¡No vamos a tardar mucho en arrepentirnos! En una revuelta del sendero nos tropezamos con un grupo de campesinos que trabajan en un arrozal.

Desnudos hasta la cintura, chapotean dentro del agua fangosa y nuestra presencia parece dejarlos estupefactos. Con la mano nos señalan un pueblecillo colgado en lo alto de la montaña. Sin duda aquel gesto significa que no hay otra salida y, sin decir palabra, echamos a andar en la dirección indicada. Después de muchos kilómetros de incesante subir y bajar, desembocamos por fin en el valle del Dschamna.

Hace ya media hora que cerró la noche. Según nuestros planes, después de seguir el curso del río debemos continuar por el de su afluente el Aglar, hasta el punto en que sus aguas se dividen en dos brazos. De este modo alcanzaremos el valle del Ganges, el cual tiene su nacimiento en el Himalaya.

Hasta aquí hemos seguido siempre el curso de ríos y riachuelos, pues los caminos son muy escasos y tan sólo de vez en cuando descubrimos algún sendero abierto por el paso de algún pescador.

Marchese se resiente a causa de ello, y para reanimarle pongo a cocer un poco de potaje; pero tengo que insistir mucho para que se lo coma.

El lugar donde nos encontramos no es nada a propósito para acampar, pues unas grandes hormigas se empeñan en disputarnos el sitio.

Sus picaduras son muy dolorosas y, a pesar de nuestro cansancio, nos impiden conciliar el sueño.

A la noche, mi compañero parece rehecho y yo confío en que su robusta constitución le permitirá resistir hasta el fin. Más optimista que por la mañana, se siente capaz de afrontar otra caminata nocturna, pero hacia la medianoche las fuerzas le abandonan y para aliviarle cargo con su saco además de con el mío. Estos sacos son idénticos a los que usan los indígenas. ¡Sana precaución pues unas mochilas nos habrían convertido inmediatamente en sospechosos!

Durante dos noches remontamos el curso del Aglar, chapoteando dentro del cauce del río cuando la jungla o las rocas desmoronadas nos impiden seguir el caminito que lo bordea. De pronto, mientras estamos descansando sentados en unas piedras, pasan unos pescadores, pero por suerte no nos ven. Un poco más allá, damos de manos a boca con otros tres y esta vez no hay escape. Les dirijo la palabra en indostánico y hasta les compro unas truchas. ¡Nuestro disfraz debe de ser perfecto! La actitud de los desconocidos lo demuestra. No contentos con vendernos el pescado, llevan su amabilidad hasta el punto de asárnoslo, mientras nos esforzamos por responder a sus preguntas sin levantar sospechas. Nuestros nuevos amigos fuman unos cigarrillos hindúes acres y fuertes, a los cuales un europeo a duras penas puede acostumbrarse. Marchese, fumador empedernido, no resiste a la tentación y les pide uno; pero apenas ha dado un par de chupadas cuando, de repente, pierde el sentido. Por fortuna, su desvanecimiento es leve y pasajero y pronto reanudamos la marcha. Algo más lejos, nos cruzamos con unos campesinos que llevan unas cargas de manteca y, envalentonados con nuestro éxito anterior, los paramos, rogándoles que nos vendan una poca. Uno de ellos se detiene, mete la mano en su jarra de manteca fundida y nos llena la nuestra. ¡Es algo capaz de hacernos aborrecer la manteca para toda la vida!

A medida que avanzamos, el valle se va ensanchando. El sendero bordea ahora los arrozales y campos de cebada, y como en esta región muy poblada es más difícil encontrar un escondite, tenemos que buscar largo rato, antes no lo encontramos. Al vernos, algunos campesinos nos hacen un montón de preguntas a cual más indiscreta. Sin responderles, cogemos otra vez nuestros sacos, apresurándonos a huir de aquellas gentes.

Acabamos de descubrir un nuevo escondite, cuando ocho hombres nos interpelan forzándonos a detenernos. Esta vez, la cosa va en serio. ¿Nos habrá abandonado la suerte? A sus preguntas respondo que somos dos peregrinos de una lejana provincia, y sin duda he logrado engañarlos, porque al cabo de unos minutos los desconocidos se van, tranquilizados.

Esto es algo tan extraordinario que, mucho después, aún nos parece que hemos de volver a oír sus gritos y sus llamadas.

Por lo visto, la idea que tuve la noche anterior de rehacer el maquillaje de mi cara me trajo suerte. Todo el día, de la mañana a la noche, seguimos andando, aunque, no obstante, tenemos la impresión de estar dando vueltas alrededor del mismo sitio. Contrariamente a nuestras previsiones y a pesar de que hemos atravesado una barrera de montañas, nos encontramos todavía en el valle del Dschamna. Dos días de retraso en el horario que nos habíamos fijado.

La cuesta se acentúa de nuevo y ante nosotros aparecen los primeros bosques de rododendros. Al fin va a sernos posible descansar sin temor a enojosos encuentros. ¡Vana ilusión! Apenas empezamos a instalarnos, la presencia de unos vaqueros nos obliga a tomar las de Villadiego.

En las dos noches siguientes atravesamos regiones mucho menos pobladas, y bien pronto comprendemos el motivo: el agua escasea por aquí. Devorado por la sed, descubro una charca y sin preocuparme de examinar el agua me lanzo a beberla ávidamente. Cuando amanece, la venda me cae de los ojos: en aquella charca vienen a bañarse y revolcarse los búfalos durante las horas de calor y el líquido está manchado por la orina de los animales. Muerto de asco, el estómago se me revuelve y empiezo a vomitar, y pasan varias horas, antes no logro serenarme.

Durante tres días y tres noches atravesamos bosques llenos de conteras; de tarde en tarde vemos aparecer algún hindú, y entonces nos ocultamos detrás de los troncos.

Doce días después de nuestra evasión nos tropezamos bruscamente con el Ganges, y estoy seguro de que la vista del río sagrado no ha producido nunca al más piadoso de los hindúes tanta impresión como a nosotros. De ahora en adelante, seguiremos la ruta de las peregrinaciones, y en lo sucesivo (nos decimos) se acabaron las fatigosas caminatas. No obstante, estamos resueltos a evitar todo riesgo inútil, y ahora que nos hallamos en el buen camino, más que nunca continuaremos andando exclusivamente de noche.

Se nos han terminado las provisiones, y el pobre Marchese, más que un hombre, parece un esqueleto ambulante. Sin embargo, sin dejarse amilanar por las circunstancias, saca fuerzas de flaqueza y sigue adelante. Por mi parte, me siento relativamente en forma y capaz de afrontar nuevas fatigas. Nuestra única esperanza en lo que concierne al avituallamiento reside en los comercios que jalonan la ruta de las peregrinaciones. En ellos venden té y productos alimenticios. Algunos permanecen abiertos hasta muy avanzada la noche y se les reconoce por una luz que arde a la puerta. Después de cerciorarme del buen estado de mi maquillaje, me encamino hacia uno de ellos; pero su dueño me arroja a la calle lanzando grandes gritos.

¡Seguramente me ha tomado por un ladrón! Pero por muy desagradable que sea tal experiencia, tiene también su lado bueno: ¡mi disfraz parece «auténtico»!

Repitiendo la prueba, me meto en otro tenducho, apresurándome a exhibir mi dinero. El efecto es definitivo. Para justificar las desmesuradas cantidades de harina, azúcar cande y cebollas que me dispongo a adquirir, explico que un grupo de peregrinos me ha encargado de esa compra.

El tendero se interesa más por los billetes que le ofrezco que por mi persona; y yo, metiendo en el saco toda la mercancía comprada, me apresuro a abandonar la tienda para reunirme con Marchese. Por fin podemos saciar el hambre y, después de los senderos de montaña que acabamos de recorrer, la ruta de las peregrinaciones nos parece como un bulevar…

Pero el optimismo es cosa frágil y las horas siguientes se encargan de destruir nuestras ilusiones. A la mañana siguiente, mientras nos instalamos para pasar el día ocultos entre unos árboles, unos leñadores nos descubren. Enfermo por el calor y la fatiga, Marchese se ha tendido en el suelo, desnudo hasta la cintura, y su delgadez es tal, que bajo la piel se le marcan todas las costillas.

Verdaderamente, da lástima verle; pero a los leñadores les parece sospechoso nuestro evidente deseo de no alojarnos en las posadas para los peregrinos, aunque, compadecidos de nuestro estado, se ofrecen a albergarnos, lo cual rechazo cortésmente, y los desconocidos de alejan.

Al cabo de un cuarto de hora vuelven a aparecer, y esta vez no hay duda posible: vienen a desenmascararnos. Nos dicen que un oficial inglés, en compañía de ocho soldados, está buscando por aquella región a dos evadidos y que se ofrece una recompensa a quien de una indicación que permita encontrarlos. No obstante, añaden, no dirán nada si estamos dispuestos a comprar su silencio… Con la mayor tranquilidad, mantengo mi punto de vista: yo soy un honrado médico originario de Cachemira y no un preso fugado. ¡Además, mi botiquín farmacéutico lo demuestra!

¿Será que los suspiros y gemidos de Marchese han hecho efecto, o bien que he logrado engañarlos? Sea lo que fuere, la cuestión es que se van sin insistir más. A nosotros nos parece que de un momento a otro van a presentarse de nuevo en compañía de un soldado o de un funcionario, pero afortunadamente no sucede así.

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