A menudo me habla de su hermano más joven, que vive solitario en el interior del Potala. Yo había notado varias veces que los tibetanos se esconden cuando la frágil silueta del Dalai Lama aparece en la terraza de su palacio, de lo cual le pedí la explicación a Lobsang Samten. Sonriendo, me respondió:
—Mi hermano posee una colección de prismáticos que le regalaron, y con frecuencia los utiliza para observar las idas y venidas de sus súbditos. ¡Es una diversión como otra cualquiera!
El Dalai Lama pasa la mayor parte del día abismado en la plegaria y la meditación, y sus distracciones son muy escasas.
Lobsang es su único confidente y el único también que esta autorizado a penetrar en sus habitaciones a cualquier hora. Su hermano le hace muchísimas preguntas sobre nosotros y a veces me observa sin que lo advierta mientras estoy trabajando en los jardines.
Lobsang me revela que su hermano se alegra de abandonar el Potala y marcharse a su residencia de verano en el Norbulingka, ahora que terminaron las tempestades de arena y los melocotoneros comienzan a cubrirse de flores.
Algunos días después de esta conversación, los sones de las trompas anuncian que ha llegado el momento de celebrar la llegada de la estación florida y de cambiar de vestidos. Los adivinos han fijado la fecha de esta ceremonia estudiando los antiguos textos, y nadie esta autorizado a vestirse sus ropas de verano en tanto los nobles y los monjes no hayan dado el ejemplo.
Los nobles cambian sus ropas en público, poniéndose los vestidos ligeros que les traen sus criados. Los monjes, por su parte, se contentan con sustituir el sombrero de ceremonia bordeado de pieles por otro menos caluroso de cuero o de cartón.
Muy pronto, los funcionarios civiles y religiosos acompañaran al Dalai Lama a su residencia de verano.
Entonces habrá que cambiar de nuevo de vestidos. En tal ocasión, ¿podremos ver de cerca al Buda Viviente? Confiamos que sí.
Hace un tiempo magnifico. Los lhasapas forman calle desde la puerta de Tchirten, al oeste de la ciudad, hasta la entrada del parque de que esta rodeado el palacio de verano. A lo largo de los tres kilómetros, la afluencia de gente es tan grande, que nos resulta difícil hallar un buen lugar de observación. La gozosa multitud ondula hasta perderse de vista como una ola multicolor.
Por muy imponente que resulte, el Potala más parece una cárcel que un palacio; su mole es abrumadora. Se comprende fácilmente que todos los Dalai Lama no hayan tenido mas que un deseo: abandonar la fortaleza desde el comienzo de la primavera.
La residencia de verano de Norbulingka, empezada bajo el reinado del séptimo Dalai, pudo al fin terminarse bajo el decimotercero, es decir, el antecesor del actual Buda Viviente. Gran reformador, aquel Dalai fue al mismo tiempo un enamorado del modernismo: un día, ante la conmoción de los religiosos, dio orden de traer a Lhasa tres automóviles. Los coches fueron desmontados para cruzar el Himalaya a espaldas de hombres y a lomos de
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y luego volvió a montarlos pieza por pieza un mecánico adiestrado en la India, al cual, en recompensa, se le nombró «chofer oficial». Cada vez que lo encuentro, el pobre hombre se lamenta de la triste suerte de los dos Austin y el Dodge encerrados en una granja; aunque nadie los use, continua repasándolos y conservándolos siempre en buen estado.
Todavía se cuenta por la ciudad que aquel mismo Dalai, después de hacer con gran pompa su entrada en la capital de vuelta de su palacio de verano, en cuanto cruzaba la puerta del Potala no hallaba cosa más urgente que hacer que meterse en uno de sus autos y, en secreto, hacerse conducir de nuevo al Norbulingka.
Pero he aquí que ya se oyen sones de trompas y redobles de tambores anunciando la llegada del cortejo; el gentío cuchichea y luego se calla en cuanto aparece la vanguardia de la comitiva. Unos monjes al servicio del Dalai llevan envueltos en sedas amarillas los objetos que le pertenecen. El amarillo es el color oficial, el de la Iglesia lamaísta reformada. Una antigua leyenda explica el origen de esta elección.
En el tiempo de nuestra historia, Tsong Kapa, el gran reformador del budismo tibetano, todavía no era mas que seminarista, el último de los novicios que iban a ingresar en el monasterio de Sakya; se disponía a revestirse con los hábitos de ceremonia y a poner sobre su cabeza el rojo sombrero de ritual, cuando resultó que se habían olvidado de el y no quedaba ningún sombrero disponible. Viendo su apuro, uno de los espectadores se apoderó del primer sombrero que le vino a mano y se lo encasquetó a Tsong Kapa. El azar quiso que fuese amarillo. En adelante, Tsong Kapa siguió fiel a aquel color, y así fue como el amarillo se convirtió en el símbolo de la Iglesia reformada.
Durante las ceremonias y recepciones oficiales, el Dalai Lama lleva siempre el bonete y las vestiduras de seda amarilla. Este es un privilegio que le esta reservado.
Tras los monjes cargados con los objetos personales del Buda Viviente desfilan algunos servidores que transportan grandes jaulas en las que van los pájaros favoritos del Dalai. A veces, un papagayo lanza una palabra o una frase de bienvenida, y entonces un estremecimiento sacude a la multitud, que interpreta ese grito como un mensaje divino. Otros monjes, portadores de banderas y gallardetes, preceden a un grupo de músicos a caballo, vestidos con antiguas libreas y tocando ancestrales instrumentos de viento, a los que arrancan sones plañideros. Todo esto carece de armonía de conjunto y los tambores casi nunca redoblan a compás; pero lo esencial es hacer ruido. Los Tsedrung, haciendo caracolear sus caballos, siguen escalonados según el grado que ocupan en la cofradía, y detrás vienen los caballos de las cuadras del Dalai Lama. Las riendas son amarillas, el bocado y los adornos de las monturas son de oro macizo y los caballos llevan espléndidas gualdrapas de brocado.
A continuación desfilan los ministros y demás altos dignatarios que tienen el honor de servir al dios-pontífice: el gran chambelán, el copero mayor, los profesores, los intermediarios entre el Dalai Lama y el Gobierno, los priores de monasterios, con una sobrepelliza encima de la túnica morada. Les dan escolta unos gigantones escogidos por su fuerza y de los cuales ninguno mide menos de dos metros de estatura; me dicen que uno de ellos alcanza los dos metros cuarenta.
Para aumentar aún más su anchura de espaldas, se rellenan el vestido con gruesas hombreras. Valiéndose de largos látigos, estos policías invitan al público a retroceder y a descubrirse. Tal vez se trate de un rito, pues sin esperar las órdenes de los dob-dob, los asistentes se inclinan profundamente en señal de respeto y algunos se arrojan de bruces al suelo.
El general en jefe del Ejército tibetano viene detrás de los altos dignatarios, y su uniforme caqui y su casco colonial hacen vivo contraste con el esplendor de las vestiduras de gala de los otros miembros del cortejo. Con todo, ha hallado la manera de tomarse el desquite: sus charreteras, sus insignias y las numerosas condecoraciones que luce son de oro macizo y además lleva la espada desenvainada.
El silencio se hace aún más absoluto al acercarse la litera de cortinas amarillas del Dalai Lama. La transportan treinta y seis hombres vestidos con trajes de seda verde y con sombreros escarlata. El contraste de estos tres colores es arrebatador. Por encima de la litera, un monje sostiene un parasol hecho con plumas de pavo real.
En torno a nosotros, el silencio es total; abismada en adoración, la multitud mantiene los ojos bajos. Por nuestra parte, nos contentamos con inclinarnos levemente, pues tenemos interés en ver al Dalai Lama. De pronto, un rostro sonriente aparece detrás de los cristales del palanquín. También el Buda Viviente nos ha visto.
Lentamente, la litera se va alejando; más tarde me dijeron que los treinta y seis portantes del Dalai se entrenaban durante muchas semanas bajo la dirección de un noble de cuarta categoría, hasta lograr esa perfecta sincronización de movimientos.
Inmediatamente detrás del pontífice pasan los altos dignatarios civiles: los cuatro ministros, montando caballos magníficamente enjaezados, y a continuación, en una litera, el regente Tagtra Gyeltshab Rimpoche, el «noble lugarteniente del rey». Es un anciano de setenta y tres años que mira fijamente hacia delante, sin una sonrisa, sin un gesto para la multitud que se inclina con respeto a su paso.
Por su cargo de representante del joven Dalai, tiene tantos amigos como enemigos, y el silencio que señala su paso resulta un poco angustioso. A caballo avanzan asimismo los priores de los tres grandes monasterios: Sera, Drebung y Ganden; también ellos llevan sobrepellices amarillas encima de las túnicas monásticas, pero, a diferencia de aquellos que usan los compañeros del Dalai Lama, los suyos son de algodón y no de seda, y sus afeitadas cabezas se cubren con sombreros de cartón dorado, con grandes alas. Formando la retaguardia del cortejo, los nobles desfilan también cada uno en el sitio que le corresponde según su grado en la jerarquía. A cada categoría de nobleza corresponde un traje distintivo y un sombrero diferente. Los minúsculos bonetes con que se tocan los miembros de la categoría más baja son realmente grotescos; les cubren escasamente la coronilla y se sostienen con una cinta atada bajo el mentón.
Aufschnaiter y yo nos hallamos aún bajo la impresión del extraordinario espectáculo que acaba de desarrollarse ante nuestros ojos, cuando de súbito nuestros oídos escuchan una música sorprendente: ¡están sonando los primeros compases del God save the King! A mitad de camino del palacio de verano se ha colocado la banda de la guardia personal del Dalai y, en el momento en que la litera del Buda Viviente pasa junto a ella, los músicos interpretan el himno inglés. La ejecución no es irreprochable ni mucho menos; pero jamás había recibido una sorpresa tan grande. El responsable de aquella innovación es el director de la banda. Varios oficiales tibetanos se han formado en el Ejército colonial de la India, y al ver que el God save the King era interpretado en las más solemnes ocasiones, lo introdujeron en su país. Parece que existe una letra en tibetano para acompañar la música, pero, por mi parte, nunca he oído cantar el «himno nacional». Cuando se termina la pieza, la banda se incorpora al final de la comitiva, siendo relevada por unas gaitas que tocan aires escoceses; se trata del batallón de la policía, con unos efectivos de quinientos hombres concentrados a la entrada del Norhulingka.
A los pocos minutos, el cortejo se interna en el gran parque en cuyo centro se halla el palacio de verano. A continuación se efectúa una larga ceremonia para celebrar la instalación del Dalai Lama en su nueva residencia, y luego tiene lugar un banquete, al que asisten dignatarios religiosos y civiles.
Poco después del desfile hacia el Norbulingka, se empieza a disfrutar de un tiempo magnífico; durante el día, la temperatura no sobrepasa los veinticinco grados y por las noches sólo hace un fresco agradable. Las lluvias son sumamente escasas y la sequía se convierte pronto en un azote. En esa estación, los pozos de Lhasa no contienen mas que fango, y entonces la población va a buscar el agua al Kyitchu; el río es sagrado pero esto no impide que de vez en cuando se arroje a el algún cadáver que los peces se encargan de devorar. Cada año, cuando los pozos empiezan a agotarse y los cultivos amarillean, el Gobierno pública un edicto ordenando a los lhasapas que, hasta nuevo aviso, serán ellos quienes se encargaran de regar las calles. Los ciudadanos bajan al río en largas filas, llevando toda clase de cubos y recipientes, y vuelven cargados con el agua.
Los nobles envían al Kyitchu a sus criados, pero son ellos mismos quienes riegan la calle con el agua que aquellos les traen. El baldeo forzoso se convierte en pública diversión, y no sólo las calles, sino también los transeúntes, resultan copiosamente mojados. Jóvenes y viejos, ricos y pobres, todos toman parte en la fiesta. De los tejados caen verdaderas trombas de agua; una ventana se abre y el desventurado que pasa por debajo recibe una formidable ducha. En ese día, los niños están en su elemento: ¡Por una vez pueden hacer lo que les esta prohibido todo el resto del año! Y no sólo aprovechan aquel permiso, sino que abusan de el, y ¡pobre del que proteste, porque al instante le dejaran completamente empapado!
Mi estatura, naturalmente, me convierte en un inmejorable blanco, y el
German Henrigla
(es como me llaman) bien pronto queda hecho una sopa.
Mientras en las calles de Lhasa sigue haciendo estragos la batalla del agua, el oráculo de Gadong, el más famoso «hacedor del tiempo» de todo el Tíbet, esta oficiando en el jardín del palacio de verano. Entre los espectadores figuran los miembros del Gobierno y los representantes monacales reunidos bajo la presidencia del Dalai Lama. El oráculo se halla en trance, fuertes estremecimientos sacuden sus contraídos miembros y unos roncos gemidos se escapan de su boca. Un monje le pide al médium que intervenga cerca de los dioses para que haga caer la lluvia, porque de lo contrario el país tendrá una mala cosecha. El adivino hace muecas y sus murmullos se transforman progresivamente en gritos. Se acerca un escribano, el cual apunta las frases a medida que las pronuncia y luego entrega la tableta a los ministros. Cuando el dios que había entrado en el le abandona, el oráculo queda en estado de catalepsia, y entonces se lo llevan.
La noticia se difunde como un reguero de pólvora: ¡el adivino de Gadong ha prometido la lluvia! Lo cierto es que una hora más tarde ya llueve, por muy extraordinaria que pueda parecer la cosa. Por más que he intentado buscar todas las explicaciones posibles, ninguna me ha parecido convincente; para mí, el misterio sigue intacto.
Invitados por todo el mundo, convertidos en blanco de la atención general, vamos penetrando progresivamente en la intimidad de las grandes familias de la capital. Cada día nos trae una sorpresa más. Ya nadie nos considera como unos extraños y en todas partes somos ciertamente admitidos en un plano de igualdad.
Al entrar en pleno verano, se inicia la época de vacaciones y los lhasapas se van a orillas del Kyitchu, esparciéndose por las márgenes de ese rio y de los diversos brazos en que se divide; chicos y grandes chapotean en el agua durante todo el día. Los nobles hacen instalar tiendas de campaña en medio de sus jardines, y sé de muchas tibetanas educadas en la India que no vacilan en exhibirse en traje de baño. Entre dos remojones, la gente se distrae comiendo y jugando a los dados. Cuando anochece y antes de abandonar el lugar de la jira, todos, ricos y pobres, saludan a los dioses y les dan gracias por haberles concedido un día tan agradable; miles de bastoncillos de incienso quedan consumiéndose lentamente a la orilla del río.