Siempre Unidos - La Isla de los Elfos (26 page)

BOOK: Siempre Unidos - La Isla de los Elfos
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Finalmente él se liberó del abrazo y anunció:

—Ya es la hora. Debo irme.

Maura asintió. Lo acompañó hasta la linde del bosque y contempló cómo el joven descendía el empinado sendero que conducía al puerto. No apartó la mirada hasta que el barco de Lamruil no fue más que un punto dorado que se perdía en el horizonte. Maura miraba con ojos empañados por un dolor que no sólo era fruto de la separación, sino también de la comprensión.

Por vez primera se dio cuenta del amor que sentía. El destino de Lamruil era ser rey, y cada día que pasaba estaba más cerca de cumplir su destino, aunque sus métodos eran tales que pocos elfos de Siempre Unidos se percataran de ello. Pero llegaría el día en el que el príncipe estaría listo. Y ese día, Siempre Unidos se lo arrebataría.

—Larga vida a la reina Amlaruil —susurró la joven con un fervor que no tenía nada que ver con el auténtico res­peto a la monarca de Siempre Unidos.

El regreso de Lamruil se hizo esperar más de dos años. Para los elfos, dos años no eran nada, pero para Maura cada día, cada instante se hizo eterno. La doncella tenía una ta­rea que cumplir. Ella y Lamruil perseguían un mismo obje­tivo, y la joven llevaba a cabo su parte con una determina­ción que desconcertaba a sus instructores elfos. Maura se dedicó a practicar la esgrima con una dedicación compara­ble a la de los artistas de la espada más entregados. Maura tenía un corazón de luchadora y amaba la danza de la bata­lla, y además, a diferencia de los elfos, estaba convencida de que se avecinaba una guerra. La joven se entrenaba para la confrontación, la esperaba, vivía para ella. No obstante, cuando llegó la cogió por sorpresa.

A todos los orgullosos elfos de Siempre Unidos los cogió por sorpresa. La amenaza llegó de donde menos lo espera­ban, de un enemigo que todos creían demasiado lejano para preocuparse por él. De las profundidades llegó lo im­pensable: los drows.

El ataque se produjo en la costa más septentrional de la isla. Durante la larga noche otoñal, en los túneles situados por debajo de las antiguas ruinas del alcázar Craulnober resonó el ruido de las armas y los débiles gritos instintivos que ni siquiera los guerreros más valerosos podían conte­ner cuando un acero se hundía en sus carnes. Pero ahora los sonidos habían dejado paso a un tenebroso silencio, la prueba evidente de que la primera batalla llegaba a su fin.

Y estaba a punto de perderse.

Los refuerzos llegaron del alcázar de la Lanza de Luz en Ruith y de las solitarias fortalezas de las Colinas de las Águilas. Maura iba con ellos, para luchar junto a los elfos que la habían criado y entrenado.

É

Los defensores pugnaban por recuperar el antiguo casti­llo, que vomitaba invasores drows como lenguas de lava hirviente y mortal. El anuncio del amanecer dio un giro a la batalla, pues mientras los drows empezaron a retroceder para que la luz del sol no los sorprendiera, los elfos de la superficie lograron atravesar el antiguo muro de la torre del homenaje. Los elfos se lanzaron con renovada feroci­dad contra los drows, que controlaban la plaza. Entre los caídos de Siempre Unidos había muchos cuerpos oscuros. Al alba, los supervivientes drows huyeron hacia los túneles de los que habían venido.

Los orgullosos elfos cantaron victoria demasiado pronto. A una orden de Shonassir Durothil iniciaron la persecu­ción. Casi todos los elfos abandonaron sus posiciones en los acantilados y en las colinas cercanas al castillo, decidi­dos a perseguir y destruir a los invasores. No obstante, ape­nas entraron en el castillo las puertas se cerraron tras ellos y quedaron precintadas, de modo que parecieron fundirse con los muros para formar una única superficie de piedra.

Una nube de oscuridad cayó sobre el castillo, envol­viendo a los guerreros elfos en una bruma impenetrable y en una gélida aura de pura maldad.

Amparados en la oscuridad regresaron los drows, silen­ciosos e invisibles, equipados con terribles armas y magia para sembrar la confusión. Aquí y allá relucían pequeños puntos de luz roja, como maléficos fuegos fatuos. Los elfos los confundían con los ojos sensibles al calor de los drows y los perseguían, pero daban caza a una ilusión. Su recom­pensa era, invariablemente, una daga en la espalda y risas burlonas, una música tan hermosa y horrible como las campanillas encantadas de las cortes de Unseelie.

Los elfos seguían luchando en medio de la oscuridad y la desesperación. Eran guerreros duchos y arrojados, pero de todos modos murieron.

Un puñado de ellos logró dar con las entradas a los tú­neles y persiguió a los drows, que se replegaban hacia la isla de Tilrith, a través de túneles que siglos de magia y de tra­bajo de los elfos oscuros habían vuelto a abrir.

En la oscuridad los elfos de Siempre Unidos hallaron la muerte, pues en los túneles les aguardaban dos criaturas más temibles si cabe que los drows. Una era una hermosa elfa, que expresaba su júbilo cada vez que un hijo de Core-llon Larethian caía.

Finalmente Lloth estaba en Siempre Unidos. Pese a que la magia le impedía poner el pie en la isla, los túneles sub­terráneos eran suyos.

La criatura que la acompañaba no estaba sujeta a tales li­mitaciones. Era un ser horrible, muy parecido a una enorme cucaracha de tres patas. El monstruo avanzaba veloz hacia el alcázar, con el morro pegado a las paredes del túnel, hus­meando, y accionando sin cesar sus mandíbulas, fuertes como el hierro, para abrirse un camino a través de la piedra. Era casi tan grande como un dragón y lo cubría una arma­zón impenetrable. Desgraciadamente, era muy familiar a muchos elfos de Siempre Unidos.

Ityak-Ortheel, una criatura de Malar, había seguido a Lloth desde su hogar en el Abismo. El Señor de las Bestias y la Reina de las Arañas habían hallado la manera de unir fuerzas para atacar conjuntamente Siempre Unidos. El atroz devorador de elfos necesitaba una puerta para salir del Abismo, y Lloth podía proporcionársela.

El devorador de elfos se lanzó hacia arriba y cruzó el suelo de piedra del alcázar. Sus múltiples tentáculos palpa­ron el aire buscando el rastro de una presa. Ityak-Ortheel no se dio por satisfecho hasta haber devorado tanto a los elfos vivos como a los muertos. Cuando el alcázar quedó vacío y en silencio, embistió el viejo muro con la velocidad de un caballo al galope. La piedra se hizo añicos, levan­tando una nube de polvo y escombros, que se alzó por en­cima de la negrura que envolvía el castillo y amenazaba con cubrir todo Siempre Unidos.

Un guerrero sobrevivió, el único cuya sangre no era lo suficientemente elfa para atraer al devorador de elfos. Maura miró con desesperación cómo el monstruo salía del alcázar y se dirigía hacia el sur a una velocidad que ni siquiera el vuelo de un cuervo podría igualar. La luchadora imagi­naba adonde se dirigía, y para qué.

El devorador de elfos se encaminaba a la Arboleda de Corellon, el asentamiento elfo más cercano y uno de los centros del poder de Siempre Unidos. Allí se reunían los más poderosos clérigos para estudiar, orar, ayudar al Pueblo con su magia y contemplar las maravillas que les aguarda­ban en los reinos de Arvandor. Allí, en medio de los tem­plos, el devorador de elfos buscaría más comida.

Por si esa perspectiva no fuera suficientemente horrible, un detalle despertó en Maura la sensación de urgencia que necesitaba para hacerla olvidar su agotamiento y deses­peración: la princesa Ilyrana, sacerdotisa de la diosa An-gharradh, vivía en la Arboleda.

De los labios de la joven brotó un grito que orejas hu­manas hubieran tomado por la llamada de un águila. Maura, que había crecido en las Colinas de las Águilas, co­nocía la existencia de las gigantescas aves y había oído a los elfos llamarlas muchas veces. Pero ella nunca lo había he­cho, y tampoco había montado ninguna. Ni siquiera es­taba segura de ser capaz de hacerlo, aunque no sería la pri­mera vez que un guerrero montaba tal corcel en la batalla sin contar con el entrenamiento adecuado.

No tuvo que esperar mucho. Una enorme águila bajó del cielo en medio de un enervante silencio y fue a posarse so­bre la pila de escombros que el devorador de elfos había de­jado tras de sí al atravesar el muro. El águila era tan grande como un caballo de guerra, y también hermosa. A la luz de los sesgados rayos del sol del amanecer, sus plumas parecían de oro. También resultaba temible, con un pico ganchudo más grande que la cabeza de Maura y garras del tamaño de la daga de la guerrera.

El pájaro ladeó la testa inquisitivamente.

—¿Quién eres? ¿Qué quieres? —preguntó con voz aguda.

—Soy Maura de Siempre Unidos, esposa del príncipe Lamruil e hija política del rey Zaor —respondió la joven, con orgullo—. Llévame a la batalla, tal como tu antepa­sado llevó al rey. Siempre Unidos corre un peligro mayor que entonces; se enfrenta al mayor peligro conocido.

—No eres elfa —comentó el águila.

—No. Y tú tampoco. ¿Pero acaso defiendes tu hogar con menos bravura por eso?

Esas palabras parecieron complacer al ave. El águila des­plegó las alas hasta que sus plumas doradas abarcaron casi por completo el patio manchado de sangre.

—Vamos, vamos —dijo impaciente—. Súbete a mi es­palda y agárrate fuerte. ¡Demostraremos con qué coraje lu­chamos los no elfos por Siempre Unidos!

Tercera parte
Constancia y Cambio

«Según algunas leyendas, Siempre Unidos es una parte de Arvandor que descendió al mundo mortal. Para algunos es un puente entre los dos mundos, un lugar en el que la frontera en­tre lo divino y lo humano se desdibuja. Para otros es simple­mente un premio que ganar. Pero todos tienen algo muy claro: desde el día que fue creado, Siempre Unidos se convirtió en el hogar ancestral de todo el Pueblo de Faerun. Es algo que no puede entenderse ni explicarse, pero ¿desde cuándo la verdad y la paradoja son irreconciliables?»

Fragmento de una carta de Elasha Evanara,

sacerdotisa de Labelas,

custodia de la Biblioteca de la Reina

11
Inviolado

Malar, el Señor de las Bestias, reivindicaba para sí todas las tierras salvajes. Los densos bosques de Siempre Unidos debían ser su coto de caza, y todos los seres vivos que los po­blaban, sus presas por derecho. Y, si entre dichas presas ha­bía elfos, mejor que mejor.

Pero el Gran Cazador tenía prohibido el acceso al refu­gio de los elfos. La red de poderosa magia que cubría la isla impedía a los dioses enemigos del Seldarine atacar directa­mente a los hijos de Corellon Larethian. Y, esta vez, no ha­bía ninguna diosa traicionera que le abriera la puerta desde dentro.

No, reflexionó Malar, él no podía llegar a la isla, pero quizás otros sí podrían. Una vez, hacía mucho tiempo, una coalición había estado a punto de derrotar al panteón elfo en su propio bosque sagrado. ¿Qué le impedía a él reunir un grupo similar de dioses y aunar los esfuerzos de sus res­pectivos seguidores mortales? De este modo aplastarían de una vez por todas a los elfos mortales, cuya existencia le re­cordaba la humillante derrota sufrida a manos de Corellon Larethian.

El mar era la primera barrera que se interponía en el ca­mino del éxito. ¡Y vaya barrera! La mayor parte de sus se­guidores eran orcos, humanos que disfrutaban del placer de la caza y seres pertenecientes a las otras razas depreda­doras. Eran cazadores que vivían en tierra firme y que no tenían embarcaciones ni la habilidad necesaria para cruzar el ancho mar. Tal vez, algún día, podría encontrar aliados divinos y mortales para suplir esa carencia. El primer paso para forjar esa alianza era conseguir el apoyo de los poderes y las criaturas de las profundidades marinas.

Así fue como el Señor de las Bestias se dirigió a una re­mota y rocosa isla, situada muy al norte de Siempre Uni­dos, y adoptó su forma avatar. Entonces lanzó su llamada y se sentó en un escatpado acantilado a esperar.

Los vientos marinos que barrían la isla se convirtieron en un vendaval, al tiempo que el cielo se oscurecía y adqui­ría una coloración añil. El mar se encrespó, y las olas se es­trellaban contra la base del acantilado, haciéndose más y más altas, y empapando de agua salada el pelaje negro de Malar. Justo cuando creía que el furioso mar iba a tragarse la isla, y su forma avatar con ella, sobre la superficie de las aguas se formó una enorme ola que adoptó la forma de una bella mujer de mirada salvaje.

La diosa Umberlee gravitaba sobre la isla, temblando en la cresta de una ola enorme que se ondulaba peligrosa­mente.

—¿Qué quieres de mí, terrestre? —preguntó con una voz que era como un rasgueo.

Malar miró a la diosa con cierta aprensión. Los poderes de ésta y su reino marino estaban fuera de la comprensión o la experiencia del Señor de las Bestias. No obstante, po­día tratar de hallar un terreno común o, al menos, halagar sus oídos y así amoldar los propósitos de la diosa a los su­yos propios. Desde luego, eso tenía sus riesgos. La diosa de las olas tenía fama de peligrosa y caprichosa.

—Vengo en paz, Umberlee, para advertirte. Los elfos surcan tus océanos para establecerse en la isla de Siempre Unidos.

De los ojos de Umberlee salieron rayos, y los retorcidos arbustos de la playa que daban ciruelas estallaron en llamas.

—¿Osas llamarme y me hablas como si no supiera lo que ocurre en mis dominios? —bramó la diosa—. ¿Qué me im­porta que los elfos surquen los mares, siempre que me rin­dan tributo?

—Pero es que no se limitan a surcar tus mares. Su inten­ción es gobernar el océano, teniendo como base Siempre Unidos —insistió Malar—. Una diosa de los elfos me lo ha dicho.

La diosa marina retrocedió ligeramente, como por sor­presa, y en sus ojos prendió un tipo diferente de cólera.

—¡Sólo Umberlee gobierna los océanos!

—Los elfos te rinden homenaje, eso es cierto, pero sólo adoran a sus dioses. Ni siquiera los elfos marinos te vene­ran a ti, sino a la Gran Oceánide.

—Así son las cosas —replicó la diosa, huraña—. Mu­chas son las criaturas que pueblan mis océanos y todas adoran a sus propios dioses. ¡Pero todos los que viven en el mar o viajan sobre sus olas me pagan tributo y me dirigen plegarias para suplicar mi tolerancia y evitar mi cólera!

—¿También te rezan los elfos que ahora viven en Siem­pre Unidos, o están demasiado satisfechos con la protec­ción de sus dioses? —la pinchó Malar—. Aerdrie Faenya ha derramado sobre la isla sus bendiciones para que ni venda­vales ni ninguna otra inclemencia puedan destruirla jamás. Los elfos del Seldarine creen que Siempre Unidos está a salvo del poder de los demás dioses. ¡Pero estoy seguro de que Umberlee, una de los grandes Dioses de la Furia, puede hacer algo para castigar a esos presuntuosos elfos!

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