Me dicen que hoy son ya más de cinco mil y no me sorprende. Si nadie se preocupa de solucionar el problema que existe arriba, el número continuará aumentando hasta que llegue un día en que existan dos Bogólas muy diferentes.
Dos años, sí. Dos increíbles años.
Y el segundo fue en verdad espantoso, pues llovió a mares y el nivel de las aguas subió en los pasadizos hasta el punto de que en más de una ocasión llegamos a temer que alcanzaría el techo ahogándonos a todos como se ahogaban las cucarachas y las ratas.
¿Enfermedades...? Los más pequeños solían quedarse con las rodillas muy pegadas al pecho, abrazándose las piernas como si tuvieran la invencible necesidad de abrazarse a algo en el último momento, tosiendo y tiritando hasta que de improviso dejaban de estremecerse.
Lo mejor, si tenía suficiente caudal, era dejar que el agua se los llevara ya que subir con un cadáver por la escalerilla de hierro y sacarlo a la calle era un trabajo que superaba con mucho nuestras escasas fuerzas.
De día volvíamos arriba.
Debía resultar ciertamente dantesco ver cómo se iban abriendo las tapas de las alcantarillas para que surgieran unos rostros sucios, amarillentos y famélicos que guiñaban los ojos a la violenta luz del sol, aunque los transeúntes, acostumbrados a ver tantas cosas absurdas, pronto dejaron de sentir curiosidad por los topos humanos.
Ya no pedíamos limosna.
A partir del momento en que empezó a crecerme un ligero vello sobre el labio comprendí que resultaba inútil implorar la compasión de nadie, y no es porque me considerase en aquel punto un hombre prematuro, sino porque había llegado a la conclusión de que quienes permitían que tuviéramos que vivir como las ratas no conocían el significado del término compasión, ni yo la necesitaba.
Todos los que estaban arriba eran mis enemigos.
No importaba quien fuese. El simple hecho de saber que no tenían que descender cada noche a nuestro infierno privado les convertía en miembros de una especie diferente a la que cualquier daño que causásemos estaba justificado.
¿Preferiría que le quitasen el reloj, o pasar una semana en las alcantarillas rodeado de ratas? Naturalmente. Con sólo haber bajado allí una vez, preferiría que le quitaran el reloj, la cartera o lo que fuese con tal de no tener que volver jamás a un lugar semejante.
En ese caso, si eran ellos los que nos condenaban a vivir allá abajo, ¿qué derecho tenían a quejarse? ¿Quiénes son «ellos»? Todos. Incluso usted si alguna vez estuvo allí.
Todo aquel que transite por las calles de Bogotá consciente de lo que ocurre con los «gamines» y no se esfuerce por remediarlo, merece que le asalten y le roben, e incluso merece que le violen y le maten.
Totalmente en serio. ¿Por qué habría de mentirle? Según la ley, si alguien es testigo de un crimen y no intenta impedirlo, es cómplice del asesino y debe ser severamente castigado.
¿Conoce un crimen peor que el crimen del que le estoy hablando? ¿Se le antoja que pegarle un tiro al amante de tu mujer, al amigo que te ha traicionado, al policía que trata de detenerte, o incluso al cajero de un Banco que quieres robar, es acaso peor que contemplar cómo cientos de niños son cruelmente exterminados sin tratar de evitarlo? Si usted lo cree, yo no lo creo.
A mi modo de ver existe una forma de moral activa, y otra pasiva. La primera es la de quienes cometen los delitos, y la segunda la de quienes no se atreven a cometerlos pero permiten que otros lo hagan.
No sé si me explico, pero considero que el mundo rebosa de individuos que imaginan que porque no infringen personalmente la ley ya son honrados.
Y eso no es cierto. Sé que no lo es y lo que opinen sobre ello los demás me sabe a mierda.
Recuerde que conozco bien el sabor de la mierda. Viví con mierda hasta el cuello dos larguísimos años.
Tal vez sin proponérmelo o sin tomar clara conciencia de ello, llegué a la conclusión de que cada vez que una de aquellas criaturas moría allá abajo, alguien de los que seguían arriba tenía que pagarlo.
Admito que casi siempre le pasábamos la factura a la persona equivocada, pero eso no era ya culpa nuestra. Ministros no entierran todos los días.
Si buscas amor y no te lo dan; buscas compasión y no te la dan; buscas comprensión y no te la dan, y al final buscas un simple trabajo y tampoco te lo dan, pero te ofrecen a cambio vivir entre las ratas o morir en un parque, acabas por abrir de par en par la navaja y clavársela en el hígado al primero que pasa.
Había quedado atrás el tiempo de arrebatar bolsas de la compra o entrar armando jaleo en un mercado.
Eso ya no funcionaba ni estábamos en edad de seguir haciéndolo.
Ahora formábamos una «gallada» dura, de las bravas; de las que realmente temen los bogotanos cada vez que tienen que salir a la calle.
Éramos siete, y el jefe era un tal Darío
el Tenazas,
pues llevaba unos alicates enormes que enseñaba a quienes íbamos a atracar.
—¿Pinchazo o pellizco? —solía preguntar sonriendo, pues el muy «coño-e-madre» sonreía incluso a la hora de degollar a alguien. Y si decían pinchazo, malo, pero si elegían pellizco a fe que era muchísimo peor.
Un pinchazo podía ser grave o leve, dependiendo de su estado de ánimo, pero el pellizco era espantoso porque agarraba con los alicates un pedazo de carne del costado y retorcía con saña hasta arrancarla de cuajo provocando un destrozo impresionante.
El pobre desgraciado al que Darío «pellizcaba» solía caer redondo, inconsciente un par de horas, y la marca le quedaba hasta el fin de sus días.
Yo no simpatizaba en exceso con Darío, pero no estábamos allí para hacer amistades sino para subsistir de la mejor forma posible, y
el Tenazas
le echaba cojones a la vida y sabía cómo imponer respeto a las bandas rivales.
Ahora, conociendo como conocíamos tan a la perfección los mil vericuetos del complicado laberinto de las cloacas, no nos veíamos obligados a «trabajar» un barrio determinado, sino que podíamos salir a la calle donde nos apeteciera, dar el golpe y desaparecer en un instante sin que existiera un solo policía en la ciudad que experimentara el más mínimo interés por atraparnos.
Allá abajo éramos invencibles.
«Intocables» más bien, puesto que ni todo un ejército sería capaz de cogernos cuando nos encontrábamos en el corazón de una «ciudad» que era totalmente nuestra.
En ciertos puntos incluso habíamos conseguido conectar con pasadizos de la red telefónica, y aunque solían ser estrechos y mal ventilados ofrecían una segunda oportunidad a la hora de trasladarnos de un lado a otro, o ponernos a salvo si surgían problemas.
La subida de las aguas, las ratas y las enfermedades constituían sin embargo suficientes peligros en sí mismos y lo cierto es que jamás nos consideramos en absoluto amenazados por las gentes de arriba.
Fuera el riesgo era mayor.
La Policía y los «paramilitares» nos acechaban, y todo aquel muchacho de más de catorce años que no tuviese un trabajo fijo o pareciese sospechoso de pertenecer a alguna «gallada» peligrosa corría el riesgo de recibir un balazo en la cabeza en pleno día sin que curiosamente jamás se presentase luego ningún testigo de los hechos.
No nos permitían vivir honradamente y por lo tanto robábamos. Entonces nos acosaban y en respuesta aumentábamos la violencia de nuestras fechorías. Era una especie de serpiente que se mordiera la cola, y que iba creciendo y engordando a costa de devorarse a sí misma.
¿Le ha gustado? A veces incluso alguien como yo puede tener un pensamiento profundo, ¿no le parece? Sobre todo habiendo vivido tanto tiempo bajo tierra.
Un día, cuando Darío
el Tenazas
le espetó su célebre frase, «pinchazo o pellizco», a un enano de cara de cretino y pinta de dependiente de mercería, el tipo sacó de improviso el pistolón más grande que haya visto en mi vida, y replicó también sonriendo: «¿Y yo te vuelo la cabeza o los huevos?», y mostrando una credencial de la «secreta» se lo llevó preso a Sesquilé.
La cosa no hubiera tenido mayor importancia, y entraba dentro de las reglas del juego, de no haber sido porque tres días más tarde, el pobre Darío apareció tirado en un portal. Con sus propios alicates le habían arrancado más de veinte pedazos de carne, incluidas la nariz, las orejas y los testículos, y habían dejado que se desangrara hasta morir entre atroces dolores.
No estuvo bien.
Admitirá que semejante salvajada iba mucho más allá de lo admisible, y si lo que pretendían era asustarnos aún más se equivocaron, puesto que incluso la técnica del terror pierde su eficacia cuando la rosca se pasa demasiado.
Hasta las bandas rivales se lo tomaron a mal y acordaron, sin necesidad de que se lo pidiéramos, que nos ayudarían a vengar al
Tenazas.
Diez días más tarde avisaron que un fulano que respondía a la descripción del enano sonriente solía desayunar en un bar de «La Candelaria».
Ramiro fue a comprobarlo.
En efecto, desayunaba exactamente a las ocho, se limpiaba los zapatos, se echaba un trago de ron, y se lanzaba a la calle, a cazar delincuentes.
Me tocó a mí.
No me pregunte por qué. Me tocó.
Conseguí una caja de «bolear» y los muchachos se preocuparon de que el viejo que solía limpiarle los zapatos al enano decidiera quedarse en su casa esa semana.
Al cuarto día me presenté lo más aseado posible, atendí a dos clientes, y acudí, remolón, a la llamada del enano.
Estaba sentado en un taburete de la barra y casi no alcanzaba a poner el pie en la caja, pero le dejé el zapato izquierdo brillando como un espejo.
Luego me ofreció el derecho, abrió un periódico y ya no le vi la cara.
Yo había escondido el revólver en un trapo, y sin desenvolverlo, disparé de abajo arriba por tres veces.
Luego salí corriendo sin detenerme a comprobar el resultado.
Ramiro, que se quedó en la calle a curiosear, me comentó después que lo sacaron cubierto con una manta y con los pies por delante.
No insista. Lo hice y basta.
Suponga que tenía que hacerlo, pues aunque como ya le dije, Darío no era en realidad amigo mío, hay cosas que no se deben consentir y quizás había llegado a la conclusión de que era el momento justo de dejar de ser un niño asustado.
Debió ser algo parecido a lo que siente una tía a la que todos se cogen gratis y decide un buen día sacarle provecho al coño. Si el mundo quería seguir jodiéndome, que tuviera por lo menos algún motivo, y este de «echarme al pico» a uno de la «secreta» se me antojó harto gratificante.
¿Inconsciente? Aseguran que tan sólo dos de cada diez «gamines» llegan a los quince años, y a mí debía faltarme ya muy poco. Si a esa edad no se es inconsciente, ¿para cuándo iba a dejarlo? Yo estaba hasta los cojones, señor. Hasta las mismísimas pelotas. Matar a un policía, un cura o al lucero del alba, ¿qué más daba? Lo que importaba era reventar por algún lado y nadie me ofrecía otra oportunidad que hacerlo con un arma en la mano.
Intente ponerse en mi lugar y dígame cuánto tiempo lo hubiese soportado.
Yo no sé mucho del mundo, señor, pero alguna idea tengo de lo que ocurre o de lo que ocurrió antes de nosotros, y cuando veo en la televisión cómo viven los pueblos más miserables, o cómo se mueren de hambre los niños en África, me da mucha pena, pero advierto que mueren en brazos de sus padres, que al menos les dan cariño cuando no tienen otra cosa que darles.
Los niños de Etiopía son como esqueletos vivientes, lo admito, pero cuando la cámara muestra aquel desierto barrido por el viento y la sequía, entiendo que nadie pueda hacer nada por remediar su hambre.
Y aun así les llevan alimentos desde muy lejos.
Pero allí en Bogotá, señor, allí la cosa es muy distinta.
Allí, sobre las cabezas de los niños hambrientos, se levantan edificios gigantescos, corren las esmeraldas, se derrocha el dinero, y el «narcotráfico» mueve sumas tan prodigiosas, que con un solo día de sus ganancias, ¡uno tan sólo!, se pondría fin a tanta miseria injusta.
¡Ésa es la diferencia! Y ésa es la razón por la que todo el que ha vivido aquella tragedia, y ha tenido que dormir en las alcantarillas por miedo a que le maten, está en su perfecto derecho a cagarse en el mundo y en todos sus habitantes.
Me cargué a aquel pendejo y creo que no tengo que darle explicaciones, ni a usted ni a nadie.
Está claro que no pertenecemos a la misma especie, por mucho que se esfuerce en hacerme creer que los dos somos seres humanos.
Si «Ser Humano» es el que consiente que criaturas supuestamente de su misma especie vivan en las cloacas, no tengo el más mínimo interés en que me consideren «Ser Humano».
Y si ése es su concepto de la justicia, no acepto esa justicia.
Ni yo, ni ninguno de los míos.
Constituimos una raza aparte.
¿Mejor? ¿Por qué mejor? ¿Qué quiere decir con eso de mejor? Ni mejor ni peor, tan sólo diferente, y si me apura, le diré que por el simple hecho de ser diferente, ya tiene que ser mejor sin duda alguna.
Para los que son como usted, matar a un policía que se está limpiando tranquilamente los zapatos constituye al parecer un crimen abominable.
Para los que son como yo, volarle los cojones al «hijo-e-madre» que se los arrancó a sangre fía al
Tenazas,
no es más que una forma lógica de devolver «ojo por ojo y huevo por huevo».
Y «últimadamente», como diría un venezolano, no tengo por qué carajo darle explicaciones, pues no es usted mi padre, ni el juez, ni el cura de la parroquia.
No es más que alguien que ha venido a escuchar lo que tengo que contarle.
Ramiro quería aprender a leer.
A leer y a escribir, lógicamente. Por lo visto una cosa va siempre ligada con la otra.
Desde muy niño Ramiro siempre se quedaba mirando los letreros, las carteleras de los cines y las revistas de los quioscos con la misma expresión con la que contemplaba los escaparates de las pastelerías, y no había nada que le humillase más en este mundo que el hecho de tener que preguntarle a alguien cómo se llamaba una película, o qué querían decir aquellas letras.
Para él las letras eran como una cosa mágica; una especie de hechizo o brujería que podía llevarle a mundos muy distintos, y siempre insistía en el detalle de que si ninguno de cuantos vivíamos en las alcantarillas sabíamos leer, mientras que la mayoría de los que estaban fuera sí sabían, estaba claro que eso de conocer las letras tenía que servir de mucho.