Ser pobre es una cosa.
Pasar a convertirte en miserable es otra distinta.
Tal vez usted, señor, no consiga entender la diferencia, o en su país no existan matices que delimiten la frontera entre el hambre que un ser humano es capaz de soportar con la cabeza alta, y el hambre que le obliga a inclinar la testuz como una bestia, pero allá en el altiplano quien se clava a su tierra vive sin esperanzas, pero quien emigra a la capital muere desesperado.
Yo ya era un miserable desde el principio y sobrevivir me resultaba por tanto más sencillo, pues el agobio que produce la soledad de vivir entre millones de rostros indiferentes no pesaba en mi ánimo al igual que pesaba en el de cuantos llegaban de villorrios lejanos.
Si un «cholo» entra en un supermercado con idea de apoderarse de un pedazo de pan, las luces de neón y los ojos de los vigilantes le paralizan de inmediato, y si un indio de la montaña se acuclilla a la puerta de una iglesia tendiendo en silencio la mano, no es que suplique, espera.
Ninguno de ellos tenía un cómplice como Abigail Anaya, ni ninguno de ellos se sentía capaz de perseguir a un transeúnte a lo largo de cuatro cuadras hasta conseguir que, de puro hastío, se echara al fin la mano el bolsillo y te arrojara una moneda.
No conocían los mejores restaurantes ni sus puertas traseras, ni al pinche capaz de guardarte las sobras, ni la forma de colarte en un portal justo antes de que lo cierren y esconderte en el último rellano para dormir tranquilo.
No estaban en su mundo y agonizaban.
Fue un invierno muy duro, señor, un invierno maldito; un invierno que nos dejó no sólo hambre y enfermedad, cansancio y muerte, sino que nos dejó, sobre todo, cientos de desgraciados campesinos que no se sentían capaces de volver a sus casas.
La competencia comenzó a volverse insoportable.
Eran como las moscas, o como ratas mojadas que al secarse muestran los dientes y advierten que están dispuestas a saltarte al pescuezo; fieras desesperadas a las que el sol parecía hacer revivir o sacar de las tumbas.
Con el fin de las lluvias tomamos plena conciencia de cuántos eran en realidad y cuan grande era su hambre.
Y Abigail Anaya fue el primero en comprender el peligro que corríamos.
—Si permitimos que se instalen en «Nuestro Territorio» acabarán echándonos —dijo—. Porque esos «hijuemadre» cada vez serán más, y nosotros los mismos.
En aquel momento quizá no lo entendí muy bien, pero ya me había hecho a la idea de que Abigail Anaya era no sólo el mayor, sino el más listo de entre todos nosotros, y de quien, casi siempre, dependía que pudiéramos conseguir algo de comer cuando las cosas se ponían difíciles.
Lo que él llamaba «Nuestro Territorio» iba de la Plaza de Toros al Cementerio, entre la Avenida Eliecer Gaitán y la Calle Veinticuatro.
No era mucho, pero para nosotros era lo mejor de la ciudad, con cines, restaurantes, puestos de flores e incluso un hotel de lujo cuyos turistas no lo pensaban mucho a la hora de soltarte un billete pequeño, y, por lo tanto, perderlo significaba tener que desplazarse hacia el centro donde los chicos mayores te rajaban la cara si tratabas de molestar a sus «clientes».
A nuestros años —puede que yo anduviera ya por los siete u ocho— resultaba mucho más conveniente moverse por un barrio tranquilo, confiando más en la caridad que en cualquier otra cosa pues los pequeños hurtos en los mercados y en las tiendas constituían tan sólo un último recurso, mientras que más hacia el Este, desde la Veintidós a la Tercera, aquello era una jungla en la que cualquier desgracia podía sucederte.
Sabíamos que aún no teníamos edad para exponernos a que un borracho nos violara en un portal oscuro, y, por desgracia, borrachos y violadores era lo que más abundaba en zona plagada de tugurios.
¿Tiene idea de lo que significa que te rompan el culo si eres niño? Significa que a veces te destrozan, y te pasas el resto de la vida cagándote encima.
Abigail Anaya lo sabía, su padre se lo había dicho, y por lo tanto le aterraba tener que abandonar el barrio que conocíamos, y en el que habíamos aprendido a desenvolvernos.
Y no es que fuéramos los únicos; nada de eso. Lo frecuentaban muchos mendigos, pero fijos sólo estaban otros dos grupos: uno que tenía su base casi en las puertas mismas de la Plaza de Toros, y dos chicas y un chico con los que solíamos pelearnos los domingos junto a «La Casa Vieja» Abigail Anaya, que no era el mayor pero seguía siendo el más listo, consiguió reunirlos a todos, y éramos once.
—O juntos o «envainados» —dijo—. Porque ya rondan por aquí dos «cholos» cabrones que nos sacan al menos la cabeza, y ésos son como los zamuros que donde uno se posa acuden todos.
—Son fuertes.
—Son dos.
—Pero fuertes.
—Pero dos. Y nunca se hablan porque uno es de Boyacá y el otro del Tolima, y ésas son gentes que no se llevan bien y ni tan siquiera el hambre los arrejunta.
Debían superar los quince años y andaban como al acecho, con la mirada esquiva, sobre todo el segundo, el del Tolima, un chicarrón que en tiempos mejores debió comer lo bastante como para desarrollar espaldas de «chircalero»..
Los «chircaleros» se ganan la vida fabricando ladrillos y de tanto cargarlos, o se quiebran el espinazo o te pueden partir la cabeza de un golpe.
Era sin duda alguna un «hijoeputa» muy peligroso para quien como la mayoría de nosotros apenas le llegaba al pecho, y Abigail Anaya tenía sobrada razón al alegar que si esperábamos a que se asociara, con otros de su tamaño y cuerda, tendríamos que irnos.
De pronto comprendimos que todos aquellos que siempre habíamos creído no tener nada, teníamos algo, y que ese algo eran las basuras, los desperdicios y las limosnas de un pedazo de ciudad no mayor de cuatro calles.
Y un Abigail Anaya que hablaba como los ángeles.
Ese día se presentó descalzo y sin su brillante chubasquero amarillo; más sucio y desgreñado que de costumbre; más como los que no nos esforzábamos por encontrar una fuente en que lavarnos, e incluso su voz no era la voz con que se dirigía a los turistas o los dueños de las tiendas a las «que su mamá le había enviado a comprar un bojote de cosas», sino que parecía estar imitando al tuerto Hipólito, que era quien más palabrotas decía de cuantos conocíamos.
Puede creerme si le digo, señor, que aquella tarde, allí, sentados en el prado que sube de la Carrera Diez a la Plaza de Toros, nació un líder, y que muy pronto a ninguno de los presentes se le ocurrió poner en duda una sola de sus palabras o sus órdenes.
—Primero nos ocuparemos del «cholo» de Tolima —sentenció—. Después del otro.
Fue así como nació «La Gallada de los Tragavenados», sonoro nombre con el que nos autobautizamos con la intención de hacer cundir el pánico entre nuestros enemigos, aunque a decir verdad tal denominación no gozó de larga vida, puesto que muy pronto, y por una razón que a continuación explicaré, nuestra pandilla fue siempre conocida por el significativo apodo de «La Gallada del Cemento».
Abigail Anaya, que tal como recordará se había erigido en nuestro jefe, estableció un turno de «trabajo» tan preciso, que a la semana teníamos una idea muy clara de cuáles solían ser los movimientos del «cholo» del Tolima, dónde comía, cagaba, dormía, e incluso se emborrachaba, hasta caer redondo en cuanto conseguía un puñado de pesos, la mayor parte de las veces robando los limpiaparabrisas de los carros que acostumbraban pasar la noche en «nuestra zona».
Fue por aquellas fechas cuando comenzaron a remodelar la plaza de la fuente, ensanchando la avenida, y el sábado siguiente aguardamos pacientes a que, ya bien entrada la noche, «nuestro objetivo» se encaminara, tambaleante, al rincón de la entrada del cine en que le gustaba dejar pasar sus largas borracheras.
Se despertó bien entrada la mañana, encajado en una vieja silla sin asiento en mitad de la
plaza,
y tras abrir los ojos, observarlo todo a su alrededor y preguntarse cómo diablos podía haber llegado hasta allí, descubrió que no podía dar un paso, puesto que tenía los pies enterrados hasta los tobillos en una masa de cemento que ya se había cuajado.
¡Aún no puedo evitar reírme al recordarlo! ¡Demonio de Abigail, qué cosas se le ocurrían! ¿Se imagina verse convertido de pronto en estatua viviente en mitad de una plaza? La gente le contemplaba sin atreverse a aproximarse por miedo a caer de igual modo en aquella ancha placa de cemento que parecía
capaz
de hundirse bajo sus pies, mientras el pobre desgraciado daba gritos de espanto o aullaba de dolor cuando se desollaba la piel o se descoyuntaba los huesos en sus inútiles esfuerzos por escapar de tan absurda trampa.
Y en verdad que escogió un mal día para quedar allí atrapado, puesto que ni los obreros trabajaban, ni parecía haber nadie decidido a cargar con la responsabilidad de liberarle de su inquietante cepo.
Dos policías prometieron dar aviso a una patrulla y no volvieron; un buen hombre buscó un teléfono pero no supo a quién llamar, y un par de mujerucas alborotaron mucho señalando que se hacía necesario ayudarle, pero tampoco aportaron solución válida alguna mientras cuatro o cinco mocosos se reían y uno de ellos le arrojó una banana con que calmar su hambre.
A la hora de comer todos se fueron.
Con el culo hundido en la silla sin fondo, el pobre «cholo» se sorbía los mocos.
Se me antojó una mariconada, pero visto desde esta distancia debo admitir que al fin y al cabo, y aunque yo lo considerase ya casi un adulto, no tendría en realidad más que esos quince años de que le hablaba.
El otro, el de Boyacá, hizo su aparición sólo un instante, observó lo que ocurría, nos miró, uno por uno, y pareció comprender cómo estaban las cosas, porque sin decir palabra dio media vuelta y se alejó en dirección al centro sin que nunca más volviéramos a verle.
Luego empezó a llover.
Los paseantes de tarde de domingo decidieron irse a casa o refugiarse en un cine, por lo que en la plaza no quedó ya más que el «cholo-estatua» y la totalidad de «La Gallada de los Tragavenados» que le observaban impasibles.
Fue un momento mágico, señor, se lo aseguro; la primera vez a lo largo de mi vida en que experimenté la sensación de ser alguien y formar parte de algo; el día en que comprendí que por enclenque que los demás me considerasen y grande que fuera mi miseria y mi hambre, tenía una fuerza que me venía dada por el hecho de que éramos muchos los enclenques hambrientos y miserables.
Aquel «cholo» era poco menos que un adulto que casi me doblaba, en peso y en edad, pero aun así lo tenía ahora allí, frente a mí, vencido y humillado, tan impotente como tal vez no lo había estado nadie jamás en este mundo.
El miedo le había obligado a orinarse, sus pantalones aparecían húmedos, y un diminuto charco amarillo ensuciaba el cemento.
Casi al oscurecer, Abigail Anaya se plantó frente a él mostrándole un escoplo y un pesado martillo.
—¡Toma, lárgate y no vuelvas! —fue todo lo que dijo.
Se lo arrojó a los pies, y como señal de victoria nos llevó luego al carrito de doña Alcira y nos pagó a todos una «arepa» de cochino y una «colita».
¡Fue una gran cosa, sí señor! ¡Una gran cosa..! Abigail Anaya supo convertir a los desamparados miembros de «La Gallada del Cemento» en una especia de familia en la que todo era de todos y el hambre y la miseria se compartían en democracia, sin que nadie se fuera nunca a dormir con el estómago más lleno que cualquiera de les otros.
Personalmente seguía prefiriendo a Ramiro, a quien me unían largos años de penurias y muchas cosas, pero debo admitir que
El Jefe
tenía una sangre fría, una intuición y un don de mando que le colocaban muy por encima del resto de los muchachos de los barrios próximos, por lo que pronto consiguió, que sin ser de los más fuertes, el nuestro se convirtiera no obstante en un grupo evidentemente respetado.
No podíamos impedir, desde luego, que algunos adultos e incluso media docena de mocosos ejerciesen de forma esporádica la mendicidad en nuestra zona a plena luz del día, pero en cuanto se anunciaban las primeras sombras la convertíamos en un coto cerrado, e incluso procurábamos evitar que los sempiternos ladronzuelos nocturnos actuasen a sus anchas sobre los carros de nuestros convecinos.
Como contrapartida, nadie se opuso a que nos instaláramos en un pequeño sótano abandonado de la Veinticinco y Novena, que se constituyó por tal motivo en nuestro auténtico y primer «hogar». Disponíamos de un camastro, varias mantas, gruesos cartones que nos aislaban de la humedad del suelo, una mesa, tres sillas, un sinfín de cajones en los que sentarnos, e incluso una bombilla al final de un largo cable que le robaba la corriente a un farol de la calle.
Dormíamos amontonados unos sobre otros, pero al menos dormíamos en seco, seguros, y hasta cierto punto calientes.
Siete chicos y cuatro chicas.
No. Por aquel entonces no establecíamos diferencias. El sexo era algo que seguía estando por debajo del estómago, y aquéllos eran tiempos en los que nuestra única preocupación era el estómago.
Amanda, Rita, Filomena y una «catira» que no recuerdo cómo se llamaba porque fue la primera en marcharse, vestían como nosotros, hablaban como nosotros, estaban tan sucias como nosotros, e incluso se pegaban como nosotros, y por lo tanto a nadie le preocupaba si a la hora de mear lo hacían en cuclillas o contra un muro.
Si la memoria no me falla, Rita, Amanda y
el Calvo
Ricardito eran hermanos y habían llegado con sus padres; una pareja bastante joven y que ellos juraban que eran muy buenos, pero que sin embargo un buen día los dejaron esperando en un banco del parque para no volver nunca.
Ricardito contaba que fue la noche en que comprendió que los habían abandonado en la ciudad, cuando se le cayó de pronto el pelo y no le volvió a crecer ni aunque le frotáramos el melón con mierda de burro.
no se sorprenda; conozco miles de casos en los que padres aparentemente normales dejan de pronto a sus hijos y desaparecen sin dejar rastro.
Y es que, pese a todo cuanto se diga, señor, el principal problema de mi país no se centra en la falta de recursos económicos, el «narcotráfico» o su desmesurada violencia, sino en el hecho innegable de que casi la mitad de sus habitantes no tienen la menor idea de lo que significa ser un padre mismamente responsable.