¿De verdad no quiere que le siga contando la historia de «El Sótano» y olvidemos la mía? ¡Plasta de hombre, oiga! A usted no debe haber mujer que se le niegue, aunque no sea más que por puro aburrimiento.
Ya le conté que Abigail me dejó algún dinero en el Banco. No mucho, es cierto, pero más que suficiente teniendo en cuenta que me había ido a vivir a una de las habitaciones del refugio, pared por pared con la que ocupaban Ramiro y la «cholita», y tan sólo a partir de ese momento comprendí la razón por la que aquella buena mujer era siempre tan callada.
Todo el resuello se le iba de noche, dando unos alaridos que helaban la sangre, pues obligaban a creer que el bueno de Ramiro, en lugar de meterle lo que sin duda le metía, la estuviera «jurungando» con un machete que le rajara las entrañas.
¡Y parecían tontos, siempre tan modositos...! Me ponían a cien, y aunque jamás se me pasó por la mente la idea de aspirar más de cerca aquel tufo a cebollas, lo cierto es que en más de una ocasión me vi en la necesidad de saltar de la cama, y largarme por esos mundos de Dios en busca de que un alma caritativa me recompusiera un cuerpo que había quedado tan inquieto.
Almas caritativas no quedan muchas en Bogotá, usted debe saberlo, pero lo que si hay son muchos cuerpos que no dan nada gratis, y justo es que le confiese que en ellos, y en ron, se iba la mayor parte del dinero que sacaba del Banco.
Luego ¡estúpido de mí!, comencé a perder a la ruleta.
Me sentaba allí, a observar cómo la puta bola caía siempre en otro número, preguntándome una y mil veces por qué carajo me quedaba sabiendo que jamás conseguiría recuperar lo que había perdido, pero era como si me hubieran clavado los cojones a la silla, sin que me desclavaran hasta que había dejado en la mesa el último peso.
¡Vicio pendejo ése como quiera se mire! Pendejo y sin el más mínimo provecho.
Pero podría decirse que aquélla fue una época en que me empeciné en hacer el pendejo de todas las formas imaginables, y créame si le digo que en gran parte se debió a la tremenda frustración que me invadía por culpa de un jodido Abigail que nos había dejado en la cuneta.
Ramiro se refugió en sus libros, en administrar al céntimo los asuntos de «El Sótano», y en pasarse las noches escuchando los aullidos de la Herminia pero yo no tenía más que la televisión, el ron, las putas y una acidez de estómago que imagino que no debía ser en realidad más que rabia e impotencia.
Fue en el casino donde me tropecé de nuevo con
Marrón
Morales.
Yo conocía a Román del tiempo en que trabajé para
el Lindo Galindo,
y recuerdo que por aquel entonces era un «niño bien» que vestía siempre de marrón —lo que le dio su apodo— con pesadas cadenas de oro y gruesos anillos de enormes esmeraldas.
Ahora andaba en la «carraplana», más limpio, que niño en día de Primera Comunión, enganchado a tal punto en el juego, que se pasaba las horas observando cómo giraba la ruleta aunque no tuviera una sola ficha que apostar.
Extraña vida ésta en la que alguien que ha nacido en la opulencia y lo ha tenido todo, coincide en la barra de un casino con quien como yo se crió en las cloacas, y entre los dos no alcanzan ni para pagar un trago.
Pero tenía una cosa a su favor que me agradaba: jamás acusó a nadie de su desgracia, aceptando con un grado de honradez poco corriente, que había sido un completo inútil y un parásito.
—Derroché mi fortuna en alcohol, juego y mujeres, y el resto lo «malgasté» —solía ser su frase preferida—. Y el único error que en verdad me atribuyo es el de no haber estirado la pata el día en que perdí mi último peso.
Demasiado cobarde para suicidarse, culpaba a la Naturaleza de no haber permitido que su primer infarto le hubiese dejado frito en el momento justo, convirtiendo su vida en un encaje de bolillos y evitándole miserias.
Cinco generaciones de Morales-Bonfante se habían desriñonado desbrozando la selva y sembrando cafetales sin permitirse tan siquiera un capricho, para que el último miembro de su estirpe lo dilapidara en diez años, pero curiosamente Román
Marrón
no experimentaba el más mínimo remordimiento de conciencia, jurando y perjurando que su padre y su abuelo habían disfrutado muchísimo más al atesorar ávidamente sus centavos, de lo que pudo disfrutar él tirándolos por la borda.
—No eran mala gente —decía—. Pero no supieron calcular lo que yo sería
capaz
de gastar si me dejaban.
Tenía docenas de amigos que le invitaban a todo, menos a jugar a la ruleta, e incluso algunas putas de lujo le fiaban, más como agradecimiento por lo bien que les pagara antaño, que porque confiaron en cobrar el día de mañana.
Me caía bien, ¿qué quiere que le diga? Sin duda representaba todo lo malo de un país que ofrece tan tremendos contrastes, pero como él mismo decía, su dinero sirvió de mucho más cuando lo puso a circular, aunque tan sólo fuera entre las putas, que mientras estuvo encerrado en las arcas de un Banco.
Una noche de abril me lo encontré jugando fuerte y al instante me ofreció un montón de fichas para que yo también probara suerte.
—Luego hablamos —fue todo lo que dijo.
Estábamos de racha y salimos de allí con más dinero del que habíamos visto junto en los últimos meses.
—¡Buena señal! —exclamaba una y otra vez—. ¡Buena señal! El negocio será un éxito.
Por fin me explicó que el tal «negocio» consistía en hacer de «mulas» de cincuenta kilos de «coca».
Cincuenta kilos, al precio que estaba en aquel tiempo en el mercado, significaba una inversión de millón y medio de dólares, y me negué a aceptar que alguien fuera tan loco como para poner en manos de un tipo como Román Morales semejante fortuna.
—Tengo amigos —dijo—. Amigos muy importantes, y si me ayudas a transportar la «mercancía» te tocarán cien mil dólares.
Si hay algo a lo que yo no sepa resistirme, señor, es a una tentación.
Sobre todo a una tentación de cien mil dólares.
No le niego que en un principio abrigué el convencimiento de que todo aquel asunto era pura «paja» y
el Marrón
fantaseaba, pero cuando empezó a soltar billetes, se compró ropa nueva, e incluso me adelantó treinta mil pesos «para los primeros gastos», llegué a la conclusión de que la cosa iba adelante.
Resultaba evidente que contaba con respaldo económico y aunque me aseguró que el plan era perfecto, no quiso decirme una palabra sobre él, y ahora me consta que no lo hizo porque en realidad tampoco lo conocía.
Por mi parte me libré muy mucho de contarle nada a Ramiro, pues no necesitaba conocerle tanto como le conozco, para saber que antes me rompería una pierna que permitir que me metiera en un «negocio» semejante.
Él seguía a rajatabla la máxima de Abigail según la cual no hay que salirse nunca de la franja de seguridad que amortigua los golpes con dinero, y estaba claro que al prestarme a hacer de «mula» de semejante mercancía me estaba lanzando de cabeza al abismo.
Me limité a decirle por tanto que me había salido un trabajo como guardaespaldas de un banquero que viajaba a Cartagena por cuestión de negocios y aunque no estoy seguro de que se creyera el cuento, tampoco era mi padre, ni nadie que pudiera prohibir que me fuera al infierno.
La primera escala era, en efecto, Cartagena, a la que llegamos como simples turistas, puesto que al parecer era allí donde se nos haría la entrega del material, y se nos indicaría la forma de transportarlo.
¿Conoce Cartagena de Indias? ¡El Paraíso oiga! La primera sucursal del Paraíso.
El mar es allí de un color azul turquesa, cálido y transparente, no como el del Perú, frío y sucio, siempre gris y agitado, y es que en Cartagena el agua llega hasta las playas como si únicamente pretendiera susurrar cosas lindas; sin gritos ni violencia; sin aquel oleaje, ni aquel estruendo y espumerío del Pacífico.
Y como la arena es muda, son las palmeras las que responden a esos susurros, y así hablan día y noche contándose mil cosas siempre nuevas desde hace milenios.
Quisiera morir en Cartagena, señor, se lo aseguro. Y si no fuera posible, quisiera que me enterraran al pie de sus murallas, cara al mar, y donde me llegue el son de esa «cumbia» que siempre parece flotar sobre sus calles y sus plazas.
Quisiera haber nacido en Cartagena, señor, donde el sol siempre calienta, donde no corren vientos gélidos, la gente sonríe a todas horas, y ningún niño duerme jamás en las cloacas.
Es Colombia, señor. Aunque le cueste creerlo, Cartagena es Colombia.
Admito que lo dude, pero Cartagena de Indias es como un oasis de paz perdido en el desierto de tantísima violencia como azota a mi patria.
Allí todo es distinto.
Distinto y prodigioso.
La mayor fortaleza que se haya construido jamás en parte alguna, domina una ciudad levantada entre el mar, una enorme bahía y una laguna, de tal forma que por donde quiera que se la intente atacar resulta inexpugnable, pues era allí donde los españoles atesoraban el oro, la plata, las esmeraldas, los diamantes e incluso las especias que arramblaban en todo el continente, para enviarlas más tarde a Sevilla a bordo de una inmensa flota.
Cuentan que en determinadas épocas del año eran tantos los tesoros que guardaba la fortaleza, que no había pirata, rey o corsario que no soñase con asaltar Cartagena, pero nadie lo consiguió a todo lo largo de la Historia, y me han asegurado que es el único lugar del planeta que jamás ha sido conquistado.
Pero al fin y al cabo ése es un tema que carece de importancia.
La Historia no es cosa que me ataña.
Lo que importa es que durante todos esos siglos, no sé cuántos, en los que Cartagena fue como la caja fuerte de los conquistadores en América, floreció de tal modo y albergó a tanta gente importante, que la ciudad se convirtió en una delicia que los «costeños», ¡benditos sean!, se han esforzado por conservar intacta.
Ya me conoce y sabe que para mí las calles eran lugares por los que correr, mendigar, robar, asaltar o incluso asesinar buscando siempre una cloaca en que esconderme, pero de pronto descubrí que existía otro tipo de calles.
En Cartagena las calles están para que la gente pasee a la luz de las farolas, sin miedo a que les asalten y les violen, saludando a quienes se sientan a tomar el fresco a la puerta de sus casas, o deteniéndose a escuchar a un grupo de amigos que toca la guitarra y las maracas o canta muy bajito en el rincón de una plaza.
En el Caribe; la sangre caribeña; sangre negra y caliente, pero a la vez espesa y dulce; sangre de gente alegre, siempre metida en farra y poco amiga de ver sangre. ¡Sangre distinta! A los tres días se me aplacó la ira.
Más de veinte años de rencor y amarguras; de odiar a un mundo que por su parte me odiaba, y de estar en eterna tensión aguardando un
zarpazo,
se esfumaron de pronto como si el simple hecho de mojarme los pies en aquel mar transparente hubiera bastado para disolver como azúcar todas mis rabias.
Román Morales lo achacó a una súbita bajada de tensión muy lógica en gente recién llegada de la sierra, pero en mi opinión fue más bien impresión que me produjo descubrir que existía un lugar en el que sus habitantes parecían en verdad seres humanos.
¡Cómo le hubiera gustado a Abigail! Cómo hubiera disfrutado paseando en un coche de caballos a la luz de una luna color malva, que es el color de la luna caribeña cuando la bruma del mar la cubre apenas en el momento en que empieza a alzarse en el horizonte.
¡váyase a Cartagena, señor, se lo aconsejo! váyase a Cartagena a disfrutar del mar y de una linda mulata, y olvídese de cosas que a nadie le interesan, pues el personal debe estar ya más que harto de oír calamidades.
¿Por qué se empeña? ¿Es que acaso no le gustan el mar o las mulatas? Del mar guardo espantosos recuerdos, eso es muy cierto; los más horrendos que haya podido guardar persona alguna, pero de las mulatas de Cartagena, señor, de ellas sí que me gustaría estarle hablando con pasión durante cuatro años.
La que yo tanto amé se llamaba María Luna, aunque nadie la conoció nunca más que por Luna, a secas, y desde el primer momento su nombre se me deshizo en la boca como un mango maduro.
Me enamoré al instante, y le juro que fue como si toda mi vida hubiese estado esperando que tal cosa ocurriera, o que al quedarme de improviso tan vacío de odios y rencores, hubiera dejado harto espacio en mi interior para que María Luna lo ocupara.
Amé su risa antes aún que a ella, pues me hizo vibrar su modo de reír antes incluso de verla, ya que cada una de sus divertidas carcajadas era como el repicar de mil campanas de iglesia.
Hacía reír sólo de oírla reír, y aún no me explico cómo demonios conseguía contagiar de inmediato hasta a los curas, y eso es tan cierto que al poco me confesó que siendo niña le prohibieron acudir a los rosarios del colegio porque no podía evitar que terminaran siempre en juerga.
Incluso su confesor acabó por echarla a patadas, y le juro, señor, que durante el tiempo que conviví con Luna, o me dolía el estómago de tanto desternillarme, o me atacaba un hipo que me amargaba el día.
Y es que me hacía reír incluso en pleno orgasmo, pues ni siquiera en esos momentos paraba de soltar disparates, y le juro que en más de una ocasión me caí de la cama y tuve que renunciar contra mi voluntad a seguir la faena.
Nunca sabría explicárselo.
No es que contara chistes, ni que estuviera buscando la oportunidad de decir algo gracioso; es que era un ser absolutamente absurdo, como Cantinflas o los Hermanos Marx con faldas.
Si yo le repito aquí cualquier cosa que dijera, le parecería una estupidez sin gracia alguna, pero lo que importaba en ella es que se le escapaba siempre la palabra justa en el momento exacto, como si la tuviera en la punta de la lengua pensada desde hacía un año.
Una noche un camarero sufrió tal ataque de risa que nos dejó caer encima toda la cena, y en más de una ocasión me vi en la obligación de rociar de cerveza a quien tuviera enfrente, e incluso recuerdo el día en que me atraganté hasta el punto de acabar por devolver todo el almuerzo.
¡Era un peligro, oiga! Un auténtico peligro, pues cuando andabas con Luna corrías más riesgo de morirte de risa, que de que te aplastara un carro.
¡Y yo me había reído tan poco en esta vida! No era demasiado bonita, ¿por qué voy a mentirle? Pequeña y frágil, tenía cuerpo de niña a punto de florecer sin acabar de hacerlo; con un color de piel entre de negra y «china», pero terso y brillante.