Este tipo fuma —pensó—. Está a punto de jubilarse. No está en forma para esto. Mills se detuvo y alzó la mirada hacia su compañero.
—¿Qué aspecto tiene? ¿Lo ha visto?
—Sombrero marrón —contestó Somerset entre jadeos y resoplidos—. Chubasquero marrón… bueno, una especie de… gabardina.
Mills se asomó a la barandilla para echar un vistazo al siguiente piso. Doe estaba allí de pie, con el arma apuntando hacia el cielo.
Mills retrocedió de un salto en el momento en que el disparo resonaba por la escalera. La bala alcanzó la barandilla a escasos centímetros de la mano de Somerset. La madera se astilló, y numerosos fragmentos cayeron por el hueco cavernoso.
Otra bala silbó junto a él y rebotó contra algún objeto varios pisos más arriba.
Mills se agazapó en el rellano a la espera del siguiente disparo, pero lo que oyó fue el sonido que produjo una puerta al abrirse y volverse a cerrar. Cinco —pensó mientras bajaba a toda prisa hasta el piso siguiente—. Cinco disparos hasta ahora.
El número 4 aparecía impreso en la pared junto a la puerta de la escalera de incendios.
—¡Cuarto! —le gritó Mills a Somerset—. ¡Cuarto piso!
Abrió la puerta de golpe y entró con el arma por delante, apuntando a izquierda y derecha. Al final del pasillo, John Doe estaba doblando la esquina. Mills echó a correr tras él. Dobló la misma esquina y de repente lo acometió el pánico; esperaba que Doe no estuviera allí esperándolo.
Pero Doe no estaba al acecho, sino que corría por el siguiente pasillo como alma que persigue el diablo.
Mills clavó los pies en el suelo con firmeza, agarró la pistola con ambas manos, cerró un ojo y apuntó a la espalda de Doe, listo para apretar el gatillo y abatir al hombre. Pero de repente un hombre en camiseta y calzoncillos salió de su piso y se puso en la línea de fuego.
—¡Al suelo! —rugió Mills—. ¡Al suelo! iAhora!
Pero el hombre quedó paralizado, demasiado asustado y confuso para retirarse. Mills pasó junto a él y lo empujó a un lado.
Más adelante, una mujer vestida con tejanos y un suéter blanco asomó la cabeza por la puerta de su apartamento en el instante en que John Doe se acercaba. El hombre se detuvo, la agarró por el cabello y la arrojó contra la pared del pasillo.
—¡Eh! —chilló la mujer.
Doe entró en su apartamento.
—¡Fuera! —gritó Mills—. ¡Policía! ¡No entre ahí!
Se acercó a la mujer corriendo y la empujó a un lado antes de abrir la puerta de una patada y entrar apuntando con el arma en todas direcciones. El espacio estaba distribuido como un vagón de tren, en una sucesión de habitaciones.
Consiguió ver cómo John Doe salía por la ventana que daba a la escalera de incendios, y por un instante se quedó paralizado, recordando la noche en que habían ido a buscar a Russell Gundersen, la noche en que Rick Parsons fue alcanzado por una bala en la escalera de incendios y cayó tres pisos, la noche en que Rick Parsons se convirtió en un inválido. Empezaron a temblarle las manos. Aquella otra noche él había estado en la misma posición, junto a la puerta principal, de cara a la ventana de la escalera de incendios.
—¡Policía! ¡Apártense! —ordenó Somerset en el pasillo.
Se estaba acercando. Mills no podía permitir que a Somerset le sucediera lo mismo que a Rick. Atravesó el apartamento en dirección a aquella ventana, resuelto a detener a Doe.
La puerta de la última habitación empezó a cerrarse a causa de la corriente que generaba la ventana abierta. Al pasar, Mills la golpeó y la hizo saltar de las bisagras. Las cortinas de encaje blanco ondeaban al viento. Se situó a un lado de la ventana, con el hombro apretado contra la pared. Con mucho cuidado se agazapó y se asomó al antepecho, estirando el cuello para poder ver el callejón. Un disparo convirtió en añicos la ventana abierta, y una lluvia de vidrios azotó la cabeza y el cabello de Mills, que se apartó.
Permaneció sentado con la espalda apoyada contra la pared, jadeando mientras pensaba: ¡Seis! ¡El sexto disparo! Ya no le quedan balas.
Mills regresó a la ventana con la pistola por delante, dispuesto a acribillar a aquel hijo de puta, cuando de repente sonaron tres disparos más que destrozaron los dos marcos correderos de la ventana.
—¡Mierda! —exclamó Mills al tiempo que se echaba al suelo—. Siete, ocho, nueve. Un revólver, ¿eh? Somerset Volvió a acercarse a la ventana, en esta ocasión con más tiento, pero lo que oyó fue el sonido de pasos que se alejaban.
Se asomó a la ventana y vio que Doe escapaba por el callejón.
—¡Mierda! —repitió Mills al bajar por la estrecha escalera de incendios—. ¡Se va a escapar!
Se asomó a la barandilla. Había un coche aparcado debajo de la escalera de incendios. ¡Qué coño!, pensó antes de saltar por la barandilla y caer los tres pisos y medio que lo separaban del capó del coche. El parabrisas se hizo pedazos y el capó se hundió, pero amortiguó la caída. Mills saltó al suelo y corrió hacia la boca del callejón, rezando por que aquel hijo de puta no hubiera logrado escapar.
Pero cuando llegó a la avenida le entraron ganas de gritar. Había gente por doquier: adolescentes apalancados en las aceras, niños pequeños corriendo en todas direcciones, ancianas que arrastraban los pies, madres empujando cochecitos, tipos que ocupaban espacio. Echó una mirada calle abajo, pero fue inútil. No había forma de distinguir una gabardina parda y un sombrero marrón entre el gentío. Se encaramó a una boca de incendios y se agarró a una señal de prohibido aparcar para mantener el equilibrio mientras entornaba los ojos y escudriñaba la calle.
De repente y aunque pareciera imposible, lo vio. Sombrero marrón y gabardina parda. Estaba en la última esquina de la calle, a la espera de que se hiciera un hueco entre el tráfico para poder cruzar en rojo.
Mills saltó al suelo y corrió hacia la calzada deteniendo los vehículos por señas. Los frenos empezaron a chirriar mientras los coches se arremolinaban a su alrededor.
—¿Se ha vuelto loco? —chilló un conductor.
Mills no le hizo caso, y cambió de carril para poder correr por la parte central de la calzada. Los coches y los camiones pasaban en ambos sentidos junto a él como una exhalación. Había demasiada gente en la acera, por lo que decidió que aquél era el camino más rápido.
Un camionero aminoró la velocidad con la intención de ponerlo verde.
—¡Sal de la puta calle, gilipollas de mierda! ¡Te vas a matar!
Mills hizo caso omiso de la advertencia. Tenía que concentrarse en John Doe, pues de lo contrario se le escaparía.
Pero Doe había oído el chirrido de los neumáticos y las bocinas, y además veía cómo Mills se iba acercando a él.
Cruzó la calle a la carrera, obligando a los coches a detenerse, y entró en otro callejón.
Mills cruzó con brusquedad para cortarle el paso, esperando que el tráfico se detuviera para dejarle paso. Una mujer en un Firebird blanco estuvo a punto de dejarlo sin piernas.
—Pero ¿qué narices le pasa, hombre? ¡Por Dios!
Mills no aflojó el paso, sino que corrió directo hacia el callejón. Era un lugar estrecho y oscuro, pues los edificios estaban muy juntos; en el otro extremo se distinguía una estrecha ranura de luz. El callejón estaba sembrado de contenedores de basura y cajas de frigoríficos, los hogares de los que no tenían hogar.
—¡Doe! —gritó—. ¡Policía!
No obtuvo respuesta. En el callejón no se oía ni un sonido, tan sólo sus propios pasos.
—¡Doe! ¡Queda dete…!
Surgió de la nada y lo golpeó en plena cara. Mills dejó caer el arma, que chapoteó en un charco, y cayó primero de rodillas y luego de bruces mientras el dolor se adueñaba de él con intensidad. Una puta tabla de cinco por diez, pensó. No la había visto venir, pero por el tremendo dolor que sintió en la cara, se lo podía imaginar. Doe debió de esconderse detrás de una de esas grandes cajas de cartón para esperarlo. El dolor se le extendió por el cráneo, haciéndose más intenso a medida que avanzaba. Cerró los ojos y se llevó las manos al rostro. Tenía la nariz rota, de eso estaba seguro. Tosió y escupió. La sangre empezaba a llenarle la garganta. Se volvió de costado y siguió escupiendo sangre.
Luchando por abrir los ojos, oyó el sonido que produjo la madera al chocar contra el pavimento, igual que un bate de béisbol que alguien hubiera arrojado al suelo. Cerca de él había unas piernas. Vio una mano que descendía para recoger su pistola del charco. Mills intentó alargar el brazo para recuperar el arma, pero no pudo moverse. El dolor lo tenía paralizado.
Empezó a toser de nuevo, de forma incontrolable, atragantándose con su propia sangre.
Cuando por fin dejó de toser, percibió un objeto metálico que le rozaba el rostro; era el cañón de su pistola, y le estaba acariciando la mejilla. Quedó paralizado, incapaz de hacer nada.
Con gran delicadeza, el arma trazó círculos alrededor de sus mejillas y ojos, se deslizó hacia el caballete de su na riz y perfiló la línea de su boca. A continuación se abrió paso entre los labios y con brusquedad lo obligó a separar las mandíbulas. Mills intentó mirar a Doe a la cara, pero la sangre le entraba en los ojos a raudales. Un sonido muy familiar estuvo a punto de detener el corazón desbocado de Mills: era el chasquido que producía el seguro al abrirse.
Mills tosió con el cañón metido en la boca… No pudo evitarlo. Un destello de luz blanca le azotó el rostro, y por un instante creyó que una bala le había atravesado el cerebro. Pero aún sentía el cañón en la boca, la sangre en los ojos. Seguía tosiendo. No estaba muerto.
Al cabo de un instante que se le antojó eterno, el arma se retiró lentamente de sus labios. Mills estaba temblando, incapaz de moverse, incapaz de ver nada. De repente sintió que algo le golpeaba el pecho, luego otro objeto, y otro, y otro. Balas. Le resbalaron cuerpo abajo y se esparcieron por el suelo. Aquel mal nacido le estaba descargando el arma. El revólver vacío se estrelló contra el asfalto y entonces oyó los pasos de Doe a medida que éste se alejaba más y más.
Mills se incorporó sobre un codo, jadeando, asustado y furioso. Se enjugó la sangre de los ojos con la manga y como un ciego buscó a tientas su revólver y las balas.
—¡Mills!
Somerset lo llamaba desde la boca del callejón. Mills le oyó acercarse corriendo a él.
—¿Se encuentra bien? —vociferó el teniente antes de llegar junto a él y arrodillarse—. Llamaré a una ambulancia.
—¡No! —replicó Mills al mismo tiempo que rodaba sobre sí mismo y se ponía de rodillas—. Estoy bien.
Hizo una mueca para ahuyentar el dolor y logró ponerse en pie.
—¿Qué ha pasado?
Mills se agachó para recoger el resto de las balas. Las introdujo en el cartucho, contándolas mentalmente mientras lo hacía, imaginándolas incrustadas en las tripas de John Doe.
—¿Mills? Diga algo. ¿Qué ha pasado?
Pero Mills se sentía demasiado furioso para hablar. Tenía que coger a aquel mal nacido. No había tiempo para explicaciones. Tenía que cogerlo inmediatamente. Empezó a trotar hacia el final del callejón, donde brillaba una ranura solitaria de sol como si de una señal del cielo se tratara. Corrió tan deprisa como pudo, ignorando el dolor, en la dirección que había tomado Doe. Iba a atrapar a aquel cabrón.
Juraba por Dios que iba a atraparlo y que se lo haría pagar caro. Lo haría sufrir sin piedad.
—¡Mills! ¿Adónde coño va!
Pero Mills no se detuvo ni miró atrás. Tenía una misión, joder.
—¡Mills!
Cuando Mills salió de estampida del ascensor en el sexto piso del edificio de John Doe, Somerset intentó agarrarlo por la manga, pero el joven sacudió el brazo y se zafó de él.
—Espere, Mills. ¿Me oye? ¡Mills!
Pero Mills siguió adelante sin decir palabra, mientras Somerset se esforzaba por no quedar rezagado. Por el camino, Somerset había intentado que Mills le explicara qué había sucedido en el callejón, pero no le había sonsacado nada. El chico estaba hecho una furia y a punto de hacer alguna estupidez; Somerset lo presentía.
El rostro de Mills estaba ensangrentado; tenía la nariz hinchada y unos hematomas bajo los ojos que empezaban a cobrar color. Se dirigía hacia la puerta acribillada del apartamento 6A, de John Doe.
—¡Mills! No toque esa puerta. ¿Me oye, Mills? —Somerset corrió hacia él y lo agarró por el brazo, esta vez sin dejarlo ir—. ¡Espere, maldita sea! ¡Espere, le digo!
Mills giró en redondo y se encaró con él.
—¿Por qué? —espetó—. ¡Es él, maldita sea! ¡Es nuestro hombre!
—No puede entrar ahí —dijo Somerset señalando la puerta.
—Y una mierda. Si entramos podremos detenerlo.
—Necesitamos una orden, y usted lo sabe.
—¡A tomar por culo la orden! —gritó Mills señalándose el rostro destrozado—. ¿Cuántas otras causas probables necesitamos, joder?
Intentó abrir la puerta de un empujón.
Pero Somerset no tenía intención alguna de soltarlo.
Cogió a Mills de la chaqueta y lo arrojó contra la pared.
—¡Piense un momento!
Mills pugnó por zafarse de él.
—¿Qué coño le pasa, hombre? ¡Suélteme!
Pero Somerset lo tenía bien agarrado.
—Piense en lo que tenemos aquí, Mills.
Se sacó el fajo arrugado de hojas impresas que les había proporcionado el hombre del FBI y lo apretó contra el pecho de Mills.
—No podemos contárselo a nadie. El FBI jamás reconocerá que controla las bibliotecas, así que no tenemos ninguna razón para estar aquí. No tenemos ninguna causa probable.
—Cuando consigamos la puta orden ya habrá muerto alguien más. Lo sabe, ¿verdad? —jadeó Mills.
—Piense, Mills, píense. Si entramos sin una orden de registro, nunca podremos utilizar nada de lo que encontremos.
Será inadmisible ante el tribunal. El tipo saldrá absuelto.
Mills agarró a Somerset por las solapas mientras intentaba soltarse.
—Otra persona morirá. ¿Podrá soportarlo? Yo no.
Somerset lo empujó contra la pared para intentar dominarlo, pero en el fondo sabía que Mills tenía razón. Sin embargo, también era cierto que si el asesino salía absuelto porque ellos la cagaban, mataría una y otra vez.
—Mire —dijo por fin—, tenemos que encontrar algún pretexto que justifique el hecho de que hayamos llamado a esta puerta. ¿Comprende lo que le digo?
—Vale, vale, lo entiendo —accedió Mills, ya más tranquilo.