Read Serpientes en el paraíso Online
Authors: Alicia Giménez Bartlett
Salí a la calle. La Jarra de Oro estaba cerrando. No quería volver a casa aún, tenía la certeza de que, en cuanto traspasara el umbral de la puerta, los pensamientos autopunitivos volverían a mí. La solución era andar, una larga caminata a la luz de una luna que no se ve en la ciudad. Y así lo hice, caminé y caminé hasta que las piernas me dolieron y la espalda me crujió.
A las tres de la madrugada regresé. Entré en casa sigilosamente, como si mi intranquilidad durmiera en alguna parte y no quisiera despertarla. Fui hasta el dormitorio, colgué la ropa en el armario y me metí desnuda en la cama. La frialdad de las sábanas me sobresaltó. Adopté la postura fetal, acurrucándome como un polluelo en el nido, y probablemente alguna gallina amable y maternal me dio su calor, porque en seguida caí en el sueño.
La mañana siguiente amaneció lluviosa. Me sorprendió a mí misma comprobar hasta qué punto había dormido profundamente, de un tirón. Abrí los ojos y sin moverme de la cama observé cómo el agua corría por los cristales. No tenía ganas de levantarme, en la cama se estaba bien. La cama es una isla donde uno se refugia, a salvo del mundo exterior. Encendí la radio y escuché las noticias de actualidad mezclándose con el sonido de la lluvia, como si ambas cosas no me afectaran lo más mínimo. El reloj marcaba las nueve en punto. Sonó el teléfono. Lo dejé sonar. Después contesté. Era el subinspector. Ya tenía los datos de inmigración. Las sospechas se confirmaban, Malena había tramitado el expediente de Lali. Le di las gracias y colgué. Tomé la decisión que debía tomar. Volví a empuñar el teléfono y marqué el número de Malena Puig.
—¿Malena? Quiero hablar con usted.
—Supongo que se trata de algo profesional.
—Sí.
—De acuerdo, la espero. Haré café.
Tomé una ducha caliente. Me vestí muy despacio. Desayuné. No me permití ni una sola conjetura, ni un pensamiento, ni una cábala sobre el caso Espinet.
A las diez hice la que sería mi penúltima entrada en aquella maldita urbanización. Aparqué y me dirigí a pie hasta «Los Ibiscus». La lluvia había vaciado las avenidas y jardines. Se levantó un vientecillo helado que me estremeció.
Llamé al timbre de los Puig. Malena tardó un buen rato en abrir. Cuando lo hizo me sonrió, se apartó a un lado para dejarme paso, sin hablar. Miré mis pies, algo manchados de barro.
—No quisiera ensuciarle la casa.
—Da igual. Suba al estudio, inspectora, he preparado el desayuno allí.
—Malena, lo siento, pero creo que a estas alturas no deberíamos...
Me interrumpió con suavidad:
—Se lo ruego, será la última vez.
Pasó por delante de mí. Mientras subíamos pude ver que sus movimientos eran lentos, como trabados por alguna razón que no acertaba a comprender.
En el estudio había una bandeja con un termo, dos tazas y galletas, todo listo con el esmero con que Malena solía hacer las cosas.
—Siéntese, por favor.
Me miraba fijamente a los ojos. Saqué una grabadora. Noté que cada vez me resultaba más difícil respirar normalmente. Saqué un cigarrillo intentando que el pulso no me temblara.
—¿Me da uno a mí?
Lo extrajo de la cajetilla con mucho cuidado. Se lo encendí. Dio una chupada profunda y se echó hacia atrás en su asiento exhalando el humo con fuerza.
—Al final me lo ha puesto muy difícil, Malena. La investigación ha durado mucho más de lo que esperaba.
La sangre empezó a golpearme rítmicamente en las sienes.
—¿Qué quiere decir?
—No me haga montar un número final, Malena. Confiese ya, será más fácil para todos. Usted mandó matar a Juan Luis Espinet, usted sola. Rosa nada tiene que ver en esto.
Se puso en pie. Fue hacia la ventana y se quedó mirando la lluvia en silencio. Cuando se volvió tenía los ojos llenos de lágrimas.
—No siga más tiempo con esta locura. Confiese. Hemos encontrado el expediente de Lali Dizón que usted alteró.
Una lágrima le cayó por la cara, se la secó con un gesto torpe. Me miró.
—Estoy cansada, sí, no puedo más.
—Usted lo hizo.
—Sí.
—¿Dónde están Lali y Olivera?
—Pero, espere un momento, tengo que explicarle...
—¿Dónde están?
—En Castelldefels. Escondidos en un apartamento.
—Dígame dónde exactamente. En qué dirección.
—En el número 18 de la calle de la Floresta.
Llamé inmediatamente a Garzón.
—Subinspector, es urgente. Lleve una dotación y vayan inmediatamente al número 18 de la calle de la Floresta de Castelldefels. Lali Dizón y el guardia están escondidos allí. No, no, ahora no. Ya le contaré.
Miró a Malena. Se sentó, tranquila, con sus hermosos ojos pendientes de mis movimientos.
—Siéntese, no voy a escaparme, no voy a mentir. Voy a contárselo lodo, de verdad. He tomado un sedante, estoy bien.
—Usted mandó a Lali y a su novio que mataran a Juan Luis.
—Sí.
—¿Por qué?
—¡Lo quería tanto, inspectora, tanto! ¿Ha querido usted a alguien mucho alguna vez? Pero mucho hasta el límite, hasta el fin.
La observé sin abrir la boca.
—Seguro que no. Querer así sólo nos pasa a unos pocos. Y a mí me pasó.
—Eran amantes.
—¿No se ha fijado en Anita? Es igual que Juan Luis. Su mismo porte elegante, los mismos cabellos rubios y fuertes.
—¿Es hija suya?
—Sí, pero Juan Luis no pensaba dejar a Inés, desde luego que no. Inés era su estatus, su prestigio social, profesional. Si la abandonaba, se quedaba expuesto al escándalo y eso no podía permitírselo. Lo comprendí, ¿qué demonios iba a hacer? Además, siempre queda la esperanza cuando se está enamorada. Quizá más adelante, cuando los niños crezcan... Creí que él lo pasaba tan mal como yo. ¡Y tenía a su hija! Una niña de los dos. Era una especie de garantía. Él sabía que era su hija, seguramente algún día decidiera mandarlo todo al garete, decir la verdad...
—Pero un día apareció Rosa y le confesó que estaba embarazada de Espinet y que había abortado.
—¡Exacto! —Dio una risotada amarga—. Fue un mazazo. Como si me hubieran descerrajado un tiro en la cara. ¡Adiós, mi querido amor! Imagínese, la doliente enamorada que guarda su secreto porque sabe que la aman también en silencio. Pues no, Juan Luis se estaba acostando con Rosa, y encima la deja preñada, ¡ah, era una especie de semental!
Su risa resultaba patética, helaba la sangre.
—Me pregunté qué número de amante era yo: ¿la veinticinco, la treinta y tres? ¿Nos tendría numeradas o nos pondría nombres en clave? La ejecutiva, el ama de casa... yo sería el ama de casa, por supuesto, eso soy nada más.
—¿Qué hizo entonces?
—Acepté la confidencia de Rosa, la consolé, la escuché. Lo primero que se me ocurrió entonces fue ir a pedirle cuentas a mi enamorado: ¡Oh, mal hombre, ¿por qué, si decías que me amabas?! Luego pensé en organizar un buen escándalo. Pero ¿para qué iba a salir perjudicada yo también? ¿Sabe lo que hice? Fui a ver a Juan Luis y sólo le dije: «Te mataré. Hagas lo que hagas no vas a salir vivo de ésta.» ¿Usted se lo habría tomado en serio?
—Supongo que no.
—Él tampoco lo hizo. Escurrió el bulto, se zafó, me ignoró. Yo ya formaba parte del pasado. Entonces fue cuando decidí matarlo de verdad.
Hizo una pausa y se puso a servir tranquilamente el café. Ahora sí parecía serena, como si aquello fuera una conversación intrascendente, el argumento de una película que estuviera contando.
—Lali me debía un cierto favor.
—Lo sé. ¿Por qué alteró las fechas de su expediente?
—Los dos primeros años que estuvo en el país ilegalmente ejerció la prostitución en un bar. Con esos antecedentes nunca habría logrado un trabajo normal. Es tan histérica y tan inculta que, sólo oír hablar de la posibilidad de verse expulsada del país, funcionó. ¡Y tenía su propia historia amorosa, además! Les prometí cinco millones de pesetas que yo tenía ahorrados. Dejaban pasar unos meses y se largaban a empezar en otro lugar, ¡juntos por fin! Funcionó, a ustedes no se les ocurrió que yo pudiera tener alguna cuenta con dinero propio.
—¿Cómo sabía que Juan Luis saldría de la casa después de cenar?
—Muy fácil, en un momento que estuvimos solos en la cocina le dije que le había dejado una carta debajo de la rueda de su coche. Por supuesto, temiendo que alguien la encontrara, fue a buscarla con la excusa de la botella.
—Fácil. Un robo y en paz. Pero la señora Domènech vio a Lali.
—Eso lo complicó todo. Salió estúpidamente para mirar por la puerta de atrás, inquieta por Olivera, y entonces la señora Domènech le soltó su frase: «¿Adónde vas, pajarito, quién eres tú?» Lali se asustó; mientras ustedes ya estaban por allí husmeando me lo contó, y yo, en una decisión errónea, le pedí que se lo contara a usted también. ¿Qué podíamos perder? En el caso de que la señora Domènech les dijera a ustedes que había visto a Lali, adelantarnos a la declaración de una mujer trastornada, encima con la frase ridícula del pajarito, alejaba toda sospecha.
—Y luego se encontró con Ana Vidal.
—Cuando me dijo que había visto a la señora Domènech pululando por el jardín la noche del crimen pensé... esos policías no acaban de largarse de aquí, ¿por qué no intentar inculpar a una mujer que nunca será condenada por la ley?
—Ahí empezó usted a jugar conmigo, ¿verdad, Malena?
—Me lo puso usted fácil, Petra. ¡Le gustaba tanto Anita...! Además, nos caemos bien, ¿verdad que nos caemos bien?
—No me joda con eso.
—Lo siento, además de la pastilla he tomado un poco de alcohol.
—El día que estaba aquí Inés y dijo delante de mí que Lali sólo llevaba tres años trabajando en su casa fue usted quien se asustó. Creyó que yo empezaría a atar cabos, que la interrogaría de nuevo, y los hizo huir a ambos.
—Sí, les pedí que alquilaran un apartamento en Castelldefels. Sabía que hay muchas urbanizaciones medio desiertas en invierno. Pasarían ahí un tiempo, hasta que ustedes dejaran de incordiar, y luego se fugarían a Filipinas o a cualquier otro lugar. Pero claro, la investigación se ha alargado demasiado y ahora me piden más dinero, dinero que no puedo darles. Y ya no aguanto más, Petra, estoy cansada, es demasiada tensión. Quiero que me encierren, que me dejen dormir.
—Ha llegado a encontrarse tan cercada que decidió entregarme a su amiga Rosa.
—Bueno, tenía que hacerlo con tiento, no soltando todo lo que sabía sino sólo una parte y confiar en que ustedes resolvieran el resto. Todo parecía que se había solucionado ya. Rosa, principal sospechosa, pero con pruebas tan poco definitivas que saldría libre. Dentro de los fallos no había quedado mal, pero... no, estaba usted como uno de esos perros cabezotas que no suelta la pieza jamás, que no abre la mandíbula, que prefiere destrozar el trofeo antes de librarlo.
—¿Cómo es posible que razone sobre todo esto con tanta frialdad?
—No sé, yo soy así. No maté personalmente a Juan Luis, ni siquiera lo vi muerto. Ha sido como un juego, un juego que ha salido mal.
—Lo va a perder todo, Malena, todo lo que tiene, su casa, sus niños... Anita. ¿Valía la pena?
Me miró con una fijeza que me desconcertó. Su voz se hizo grave, trascendental, seria:
—Todo, por una sola hora con Juan Luis lo habría dejado todo mil veces. Me da igual. Ahora se ha acabado el tormento, sé que mientras esté en la cárcel, él no está en ningún sitio, sólo en mi cabeza.
Se levantó y recogió las tazas con aire casual.
—Bueno, inspectora, supongo que tengo que irme con usted. Ya está todo organizado. Cuando los niños vengan, Azucena llamará a Jordi para decirle que regrese antes del despacho. Le ruego que, sobre las seis, le llame por teléfono usted y le cuente que estoy en comisaría, en los juzgados, en fin, dondequiera que esté, usted lo sabrá mejor. He telefoneado esta mañana a mi suegra, que vive en Burgos, y le he dicho que la necesitamos aquí. Tendrá que hacerse cargo de los niños hasta que Jordi sepa cómo va a montar su vida a partir de ahora.
—Todo perfectamente coordinado, ¿verdad, Malena?
—Ya lo ve, es mi rol. Siempre ha sido todo perfecto en mi casa, ¿por qué tendría que cambiar? ¿Puedo pedirle un favor? No le diga a Jordi que Anita no es hija suya. No hay ninguna necesidad de hacerlo sufrir más de lo que va a sufrir ya. ¡Es tan bueno! Me quedo tranquila, los niños estarán perfectamente con él.
Bajamos a la cocina. Dejó el servicio de café sobre una mesa y enjuagó las tazas. En el
hall
se puso el abrigo.
—¿Llueve aún? ¡Bah, no es necesario que cojamos paraguas!
Iba a cerrar la puerta, pero tuvo una vacilación.
—Espere un momento. Creo que voy a coger las pastillas de Trankimazin. No me gustaría que se me pasara el efecto y montar algún número en público. ¿Me las quitarán en comisaría?
—Supongo que, de momento... no.
Volvió atrás y reapareció tras un instante.
—Ya podemos irnos.
Llevaba uno de esos abrigos acolchados de aspecto deportivo, tejanos, botines de piel. Al ir a subir al coche mi teléfono sonó. Era el subinspector.
—¿Petra? Los tenemos.
—De acuerdo, Fermín.
—Ya vamos para comisaría. ¿Se puede saber dónde está usted y cómo ha sabido y...?
—Hablaremos después, Garzón. Estamos en camino.
—¿Estamos, quién va con usted?
—Después, subinspector, después.
No hablamos en todo el trayecto. Allí, en el coche las dos, mirando distraídamente el tráfico y la lluvia, parecíamos dos amas de casa que van de compras a la ciudad.
Le pedí a Garzón que se ocupara personalmente de los trámites con respecto a Lali Dizón y Pepe Olivera, no tenía muchas ganas de enfrentarme con ellos. Además, estaba convencida de que cuando el subinspector hubiera acabado con ellos, iba a hacerme una crónica pormenorizada de lo que sucediera, como en efecto así fue.
—Se abrazaron y no se apartaban el uno del otro, inspectora. ¡Eso sí que es amor! Comprendo que mataran si pensaban que los separarían. Y sin embargo, ya ve, ahora separados están.
—Parece que por amor el asesinato tenga justificación.
—No, pero dan un poco de pena. Son incultos, son pobres, están solos en el mundo, lo único que tenían era su amor.
—¿Quiere defenderlos en el juicio? Lo haría bien.
—No tienen nada que hacer, los condenarán a un montón de años. ¿Y sabe lo que pienso? Que la verdadera culpable, la única quizá, ha sido Malena. Ella sí sabía lo que hacía.