Read Serpientes en el paraíso Online
Authors: Alicia Giménez Bartlett
Enarqué una ceja dirigida al hombre más divertido de Barcelona. ¿Había sido aquella noche?, ¿entró Garzón en la habitación de Emilia por error? Desvió la mirada y aplicó una diplomática medida cautelar:
—Amigas, estamos aburriendo a mi jefa contando cosas que ella no presenció.
—Es verdad —replicó Concepción volviendo a sus deberes de anfitriona, y pidió a la doméstica que trajera la carne.
Cuando tuvimos ante nosotros una apetitosa bandeja de rosbif creí llegado mi momento.
—¿Ustedes dos a qué se dedican? Su amigo Fermín ni siquiera lo sabe.
—Mi hermana y yo somos accionistas de una clínica privada. Organon es su nombre. La fundó nuestro padre y nosotras, al heredarla, la vendimos a un
lobby
americano. Conservamos un paquete de acciones suficientes como para poder vivir con comodidad.
Organon era una importante clínica ginecológica situada en la parte alta de la ciudad que todo el mundo conocía.
—Yo estudié Enfermería, pero mi padre no me dejó ejercer. Eran otros tiempos. Me casé con un médico y luego enviudé —dijo Concepción con un aire melancólico.
—O sea, que están ustedes perfectamente enraizadas en esta ciudad.
—Ya lo ve. Aquí nacimos y aquí moriremos, aunque cuanto más tarde, mejor.
—¡Qué caso tan diferente del suyo!, ¿verdad, subinspector? —dije mirándolo filosóficamente—. Usted sólo está pensando en jubilarse para poder vivir en Nueva York.
La cara de las dos mujeres se contrajo de sorpresa, y la de Garzón también.
—¿En Nueva York? —exclamaron a coro las Enárquez.
—El subinspector tiene un hijo médico en Nueva York, ¿no se lo había contado?
—¡Sí, pero no que pensara establecerse en esa ciudad!
—Garzón es un enamorado de esa ciudad. ¡Pero es absurdo que hable yo, cuéntelo usted, Fermín!
Se quedó mirándome con cara de alelado. Le arreé una patada por debajo de la mesa. La dureza que encontró mi pie indicaba que debí de darle en la rodilla. Al fin reaccionó.
—¡Ah, sí, Nueva York, una ciudad fantástica, la Quinta Avenida, Central Park, la estatua de la Libertad! Sí, estoy deseando fijar mi residencia allí en cuanto sea posible.
Pensé que nadie contrataría a mi subordinado como actor. ¿No podía insuflarle un poco de verosimilitud a la réplica? En cualquier caso daba igual, las dos hermanas ya habían recibido el dardo cargado de información. Me detesté a mí misma cuando la pobre Emilia dijo con cara de circunstancias:
—Es verdad, una ciudad de ensueño. Sólo que está un poco lejos, ¿verdad?
—Nada que no pueda superarse con unas pocas horas de avión —replicó Concepción, que era más obcecada y peleona.
Pero el globo parecía pinchado. Hubo unos instantes de titubeo en los que se hizo patente la desilusión, aunque triunfó el
savoir-faire
de las Enárquez.
—¿Qué les parece si regamos el postre con una botellita de champán? —propuso Concepción con sonrisa forzada.
El riego se produjo, y fue abundante y caudaloso, tanto que se abrieron dos botellas para calmar nuestra sed. Incluso llegué a deducir que nuestras anfitrionas necesitaban la bebida para superar el mal trance. Mi estratagema había dado resultado, un hombre que planea retirarse en Nueva York no está pensando en el matrimonio. Y aunque así fuera, la disparidad de proyectos de futuro haría imposible cualquier unión duradera. Punto y final. Me odié. Me odié por hacer de contracelestina, por meterme en camisa de once varas, por servir de correveidile a un añejo seductor de pacotilla que se desmanda en vacaciones sin prevenir las consecuencias.
A la una de la madrugada abandonamos la casa de las Enárquez. Estábamos muy bebidos. Creo que en aquella maldita cena habíamos abusado del alcohol por diversas razones: al principio por nerviosismo, después por tirantez y al final por vergüenza. No me sentía muy orgullosa de mí misma mientras me tambaleaba junto al subinspector. De repente me vi invadida por un arrebato de violencia.
—Esto es una canallada que he hecho por su culpa y no se la perdonaré.
—Inspectora, es usted injusta conmigo, ¡injusta!
—¡Dígame si no es verdad que le prometió matrimonio a esa mujer!
—¡No lo hice!
—¡No mienta!
—¡Le juro que...!
Alguien desde detrás me puso una manaza en el hombro. Me volví como un rayo y descubrí al juez García Mouriños sonriendo con cara beatífica.
—¡Va la Santa Compaña!
—¡Juez!, ¿qué
coño
hace aquí?
—¡Cuánta agresividad! Sólo salgo del cine. Sesión doble. ¿Y ustedes?
—Venimos de cenar —apuntó Garzón.
—¿Cómo llevan el caso Espinet? Ya sabrán que me han encomendado la instrucción.
—Me lo imaginé. El caso lo llevamos fatal, juez, fatal.
—Todo se andará, mi querida Petra. Hoy no están de servicio, ¿verdad?
—No, ¿por qué?
—Porque apestan a alcohol —dijo riendo.
—¿Quiere tomar la última copa con nosotros? Mire, vamos a ir a aquel bar —exclamé señalando a boleo un bar corriente y normal que permanecía abierto a aquellas horas.
—Gracias, señores, pero me largo a dormir, me llevan demasiadas copas de ventaja. Les recomiendo moderación. Y también les recomiendo la última película de los hermanos Cohen, ¡es sencillamente genial! ¡Buenas noches!
Se alejó soltando carcajadas cavernosas. Nos quedamos silenciosos y expectantes. El fragor de la discusión se había disipado ya, pero me encontraba incómoda y nerviosa todavía.
—¿Cree que estamos borrachos, Fermín?
—Creo que sí.
—Eso sólo se arregla tomando la última copa. Venga, vamos a ese puto bar.
Entramos en el bar corriente y normal y nos acodamos en la barra. Ambos contestamos «whisky» a la pregunta «¿qué va a ser?». Junto a nosotros había un pequeño grupo de jóvenes bebiendo cerveza. Pelo rapado, estética punk, vocabulario grosero y tono de voz alto. Los detesté, pero estaba demasiado bebida para proponer un cambio de local.
—¿Sabe lo que le digo, Fermín?
—No, ¿qué me dice?
—Le digo que no estoy muy orgullosa de mí misma.
—Déjelo ya, inspectora, nunca he tenido intención de formar otra familia, ni con Emilia Enárquez, ni con nadie. Con la familia que tuve una vez ya anduve apañado.
—Pues quizá es algo que se pierde. ¿Sabe lo que hizo el otro día su amiga Dolores Carmona?
—¿La gitana? No sé si quiero saberlo.
—Me echó la buenaventura. Me tomó la mano, la miró y dijo que había dejado pasar cosas en mi vida que ya no volvería a recuperar.
—¡Joder, para decir eso no hacen falta muchas bolas de cristal!
—Sí, pero es que llevaba razón, y lo más indignante es que no me había dado cuenta hasta hace poco. Uno vive, trabaja, se enamora, come, duerme y siempre tiene la impresión de que está a tiempo aún de acometer cualquier cosa, pero no es verdad. Un buen día te percatas de que el camino que has emprendido anula para siempre ciertas posibilidades.
—¿Como cuáles, aprender a bailar ballet, irse de misionera a Mozambique, o se refiere a esa historia que ahora le ronda por la cabeza sobre tener un niño?
Me miraba con una sonrisa alcoholizada impresa en el rostro. Recibí un pequeño empujón en la espalda de uno de los rapados con los que compartíamos la barra. Garzón me observaba impertérrito. Debió de notar en mi expresión una tristeza o un cabreo inmenso porque, incluso borracho, rectificó sus palabras diciendo:
—Perdóneme, inspectora, no pretendía ser tan bruto. Dígame si hay algo que pueda hacer por usted y lo haré.
Sentía un nudo en mi garganta de volumen tan desusado que hasta me impedía hablar. En cualquier momento un surtidor de lágrimas podía inundarme por completo. Garzón, percibiendo la delicadeza de la situación, se mostraba angustiado. Intenté reponerme. Di un trago al whisky mientras los bárbaros juveniles reían y vociferaban como monos salvajes. Me tragué las lágrimas.
—Sí... —dije por fin—. Hay algo que puede hacer por mí.
—Quiero que me lo diga inmediatamente.
—¿Sabe cuál es una de las cosas que siempre he deseado hacer y nunca me he atrevido y que a lo mejor me muero sin cumplir?
—No, vamos, dígamelo; si yo puedo ayudarla, no lo dudaré ni un segundo —respondió con resolución.
—Enzarzarme en una buena pelea, Fermín, una pelea tumultuosa, en un bar, a puñetazos, a hostia limpia. Nunca he llegado a participar en algo así, y sospecho que es sólo porque soy una mujer.
Por un momento, la sobriedad se reinstaló en su mirada.
—¿Está segura?
—Sí.
Hizo un gesto de asentimiento concienzudo.
—Nada más fácil. Por ejemplo, ¿le molestan estos pelmazos de atrás, Petra?
—Me molestan una barbaridad.
—Bien.
Miró hacia el grupo de jóvenes, apretó las mandíbulas y fue hacia ellos.
—Chicos, estáis molestando a la señora.
Quedaron completamente desconcertados. Uno de ellos, en tono chulesco, se encaró con el subinspector:
—¿Ah, sí?, ¿y por qué?
Una pregunta tan razonable, tan lógica como aquélla, fue contestada con un puñetazo dilecto al estómago por parte de Garzón. El tipo se dobló sobre sí mismo y cayó al suelo. Gritos y exclamaciones de toda clase empezaron a alborotar el aire. Sentí que la sangre me burbujeaba, que un ramalazo máximo de excitación hacía presa en mí. Me acerqué, cogí a uno de aquellos chicos vociferantes por la solapa de su cazadora de piel y lo golpeé en la cara con toda la fuerza de que fui capaz. ¡Ah, qué sensación maravillosa! Un dolor increíble me subió desde los dedos de la mano hasta el codo, pero daba igual, me notaba parcialmente anestesiada, preparada para devolver cualquier agresión. Volví a golpear, esta vez a otro joven. Veía de reojo cómo Garzón forcejeaba a mi lado con un tercero. El griterío crecía. El dueño del bar emitía berridos inhumanos. Bajé un instante la guardia y un fornido mozo bastante más alto que yo me atizó un terrible puñetazo en las costillas. Se me cortó la respiración, pero no me dolía. Iba a devolverle el golpe cuando me sentí sujetada desde atrás.
—¡Quietos, todos quietos!
Hubo un silencio repentino. Me volví y descubrí con enorme sorpresa que era el juez García Mouriños quien me tenía atenazados los brazos.
—¡¿Qué coño pasa aquí?! —tronó.
Un montón de explicaciones atropelladas siguieron a su voz como un eco. Las atajó con tono jupiterino:
—¡Basta ya, soy policía!
El dueño del bar se dirigió presuroso hacia él señalándonos a Garzón y a mí con dedo acusador.
—Han sido estos dos. Ellos han empezado. Había tranquilidad y...
García Mouriños lo interrumpió con su imponente autoridad. Nos miró con gesto fiero y sañudo.
—Conque ésas tenemos, ¿eh? Hagan el favor de acompañarme inmediatamente. ¡Venga, en marcha! ¡En comisaría me lo contarán!
Sin añadir una palabra más nos empujó hacia la salida. Obedecimos en silencio, dejando a nuestras espaldas una asamblea estupefacta. Una vez en la calle, el juez empezó a meternos prisa.
—Vámonos de aquí antes de que estos tipos reaccionen y llamen a la policía de verdad. ¿Pero se puede saber qué demonios...? ¡Pueden dar gracias a que la gente desconoce sus derechos, porque...! ¡Dios Santo, no me lo puedo creer! El caso es que lo intuí, por eso he vuelto a buscarlos, pensé que en el estado en que se encontraban podían tener alguna dificultad, pero ¡esto, señores... supera todo lo imaginable! ¿Se dan cuenta de las consecuencias que podría tener?
Garzón y yo lo seguíamos sin abrir la boca, como estudiantes que reciben una reprimenda de su profesor convencidos de que la merecen.
—Será mejor que vengan a mi casa. Vivo cerca de aquí.
Tenía un piso antiguo bien acondicionado en la calle Valencia. El salón estaba presidido por una pantalla gigante de televisión. Las estanterías, que casi cubrían por completo las paredes, se hallaban llenas de películas de vídeo.
—Voy a prepararles un café —dijo amablemente—. Si quieren arreglarse un poco, el baño está al final del pasillo.
Aproveché el ofrecimiento y me lavé la cara, me peiné. Después me miré en el espejo. Una sombra enrojecía mi pómulo, algo hinchado. Había apretado tanto los dientes que las mandíbulas me dolían, pero nada comparable al dolor agudo y penetrante que sentía en las costillas. Lamenté no llevar polvos compactos en el bolso para darme un toque reparador.
A mi vuelta, García Mouriños y Garzón servían el café. Me senté. No había pronunciado aún ni una sola palabra.
—Bueno, y ahora cuéntenme, ¿cómo un par de policías adultos y experimentados como ustedes se dejan atrapar por una provocación de bar?
Garzón removía su taza silencioso. No quería delatarme. Contesté yo.
—No hubo ninguna provocación, yo tenía ganas de pelea.
El juez me miraba sin comprender. Mi compañero terció:
—La inspectora tenía un capricho.
La cabeza ordenada de un hombre de leyes no acababa de representarse la situación. Me lancé a una explicación con la misma vehemencia con la que había participado en la refriega.
—No era un capricho, señores. Me sentía mal y decidí reaccionar de forma masculina. Los hombres beben, luchan, lo sacan todo al exterior sin miedo. ¿Y saben qué hacemos las mujeres cuando hay algo que nos corroe, lo saben?
Se miraron el uno al otro con seriedad y prevención.
—¡Pues callar y aguantar, eso es lo que hacemos, interiorizar! A veces le hacemos confidencias a una amiga, o vamos al psiquiatra, o tomamos tranquilizantes, o lloramos a moco tendido. Así que esta vez me apetecía meterme en un buen folclore, y no ha estado mal del todo. No hay más. Aquí se acaba la explicación. Me apetecía una pelea de bar.
Ambos varones intuyeron que, de ahí en adelante, íbamos a movernos en terrenos pantanosos. Guardaron silencio. Respetaron mi perorata por muy absurda que les pareciera. Entonces, el gallego se levantó y buscó entre sus tesoros cinematográficos. Escogió una cinta de vídeo.
—¿Quieren ver una buena refriega en un bar? Las mejores pertenecen al western. Ésta les gustará.
Acabamos la extraña velada viendo cortes de célebres películas de Hollywood en las que un montón de extras se arreaban atléticos puñetazos en medio de grandes algaradas. Estuvo bien. Me di cuenta de que tenía mucho que aprender, sobre todo del modo en que los actores conseguían que los golpes sonaran contundentes y secos. En mi caso no había sido así. Además, notaba que mi mano derecha estaba tumefacta y todo el cuerpo había empezado a dolerme seriamente. ¿Había resultado aquél un buen sistema para librarse de los fantasmas interiores? Me negué a reflexionar sobre ello en aquel momento. Mejor otro día. Le pedí un par de aspirinas al juez y él, que era un santo varón, me las trajo con un vaso de leche.