Ser Cristiano (97 page)

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Authors: Hans Küng

Tags: #Ensayo, Religión

BOOK: Ser Cristiano
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Bajo este punto de vista funcional e histórico puede aceptarse la sucesión apostólica específica en los servicios directivos encaminados a fundar y dirigir Iglesias, pero sólo bajo los siguientes presupuestos:

  • Los dirigentes eclesiásticos, como específicos sucesores de los apóstoles, están en la Iglesia, por principio, rodeados de los otros dones y servicios, sobre todo de los sucesores de los profetas y maestros neotestamentarios, los cuales, en su colaboración con los dirigentes de la Iglesia, gozan de una autoridad originaria propia.
  • La sucesión apostólica de los dirigentes eclesiásticos mediante la imposición de manos no se efectúa de modo automático o mecánico, Presupone la fe y exige la fe, esa fe que se expresa activamente en el espíritu apostólico. No excluye la posibilidad de faltas y errores y, por ello, necesita el discernimiento efectuado por la totalidad de los fieles.
  • La sucesión apostólica de los dirigentes eclesiásticos debe realizarse en la comunión del mutuo servicio a la Iglesia y al mundo. La incorporación a la sucesión apostólica en los servicios directivos debería efectuarse normalmente, según el concepto neotestamentario de Iglesia, a través de la acción conjunta —posible de muy distintas formas— de presidentes y comunidades. El procedimiento normal, aunque no exclusivo, sería la designación por parte de los dirigentes con participación de la misma comunidad. Hay que salvaguardar tanto la responsabilidad y autonomía del dirigente de la comunidad al servicio del evangelio como la función controladora de la comunidad frente a él
    [18]
    .
  • Teniendo en cuenta la constitución de las Iglesias paulinas, de origen pagano-cristiano, deben quedar abiertos —especialmente para casos de emergencia— otros accesos al servicio directivo y a la sucesión apostólica de los dirigentes eclesiásticos. En principio, uno puede llegar a ser dirigente en virtud de la designación efectuada por otros miembros de la comunidad o en virtud de un carisma espontáneo para la dirección o fundación de comunidades.
  • La constitución presbítero-episcopal, que de hecho se impuso justificadamente en la Iglesia en la época posapostólica, debe estar abierta también hoy, al menos en principio, a otras posibilidades, que ya tuvieron cabida en la Iglesia neotestamentaria. Esta observación tiene importantes consecuencias: respecto a las misiones: en principio es posible una celebración eucarística válida en China o en Sudamérica, por ejemplo, incluso sin presbítero; respecto al ecumenismo: es necesario reconocer la validez de servicios y sacramentos de aquellas Iglesias cuyos dirigentes no se hallan históricamente dentro de la específica línea de la «sucesión apostólica»; respecto al ámbito interno de la Iglesia: resulta inexcusable hacer una valoración teológica imparcial de los grupos de oposición en conflicto con el gobierno de la Iglesia (validez de servicios y sacramentos).

4.
Constantes y variables
. Por lo que respecta al desarrollo ministerial de la Iglesia, ni el tránsito al servicio institucional puede pretender ser normativo, ni la variación del ordenamiento originario constituye de por sí una pérdida. Los datos neotestamentarios son terminantes: en el Nuevo Testamento se encuentran diversos modelos de ordenamiento y dirección de la comunidad que de ninguna manera pueden reducirse los unos a los otros, por más que con el tiempo llegaran a mezclarse. Lo cual quiere decir que el Nuevo Testamento no autoriza la canonización de un solo modelo de comunidad. Y ello no constituye ningún drama para la Iglesia actual. Al contrario, le da la libertad de marchar al paso del tiempo y la capacidad de desarrollar y configurar nuevas formas de servicio eclesiástico para el bien de los hombres y de las comunidades. No se trata de imitar modelos neotestamentarios concretos, sino de salvaguardar y hacer valer en las más distintos circunstancias, al menos mientras se tenga la pretensión de ser cristiano, los elementos neotestamentarios esenciales.

Para el servicio directivo de la comunidad es decisivo, según el Nuevo Testamento, lo siguiente: el servicio de dirección tiene que ser servicio a la comunidad, ajustado al criterio de Jesús (que no tolera relaciones de poder) en estrecha dependencia del testimonio apostólico originario, y dentro de una pluralidad de distintas funciones, servicios y carismas.

Sobre la base de estos datos neotestamentarios es posible dar respuesta a tres preguntas nada sencillas
[19]
:

  • ¿Cuáles son las constantes del servicio de dirección eclesial? Al lado de otros servicios, toda comunidad o Iglesia necesita una dirección, ejercida individual o colegiadamente. A ella compete la tarea de tutelar públicamente, en el plano local, regional o universal, los intereses comunes: dirigir ininterrumpidamente, en virtud de una vocación especial, la comunidad cristiana en el espíritu de Cristo Jesús. Esto implica estimular, coordinar e integrar, así como representar a la comunidad de cara al exterior y ante los miembros individuales. Tales tareas se efectúan fundamentalmente mediante el anuncio de la palabra, mediante la administración de los sacramentos y el compromiso activo en la comunidad y en la sociedad.
  • ¿Cuáles son las variables del servicio de dirección? La estructuración concreta de los servicios eclesiásticos tiene que ser siempre funcional y, por tanto, flexible. Cuando una determinada forma de ministerio nacida en el pasado deja de ajustarse a la función actual del servicio correspondiente, hay que cambiarla. Los ministerios eclesiásticos pueden ser ejercidos, según la particularidad de las tareas, circunstancias y aptitudes, como profesión principal o secundaria, por un tiempo o durante toda la vida, por varones o por mujeres, por casados o por solteros, por personas con estudios superiores o sin ellos. La desintegración actual del «estado» clerical no implica la desaparición del servicio de dirección como tal.
  • ¿Qué es la ordenación? La ordenación es la llamada al ministerio, tradicionalmente hecha a través de la oración y la imposición de manos, que no tiene sentido si no es vinculada a la misión de toda la Iglesia y como participación de la misión de Cristo. A diferencia del sacerdocio común de los fieles, la ordenación confiere la potestad de realizar públicamente aquella misión privativa de Cristo, cuyas tareas centrales son el anuncio de la palabra y la administración de los sacramentos. Esta potestad puede ejercerse a través de diversas funciones especializadas. Según los casos, la ordenación puede significar para el ordenado y para la comunidad la confirmación de un carisma o designación con la promesa del carisma. Si la ordenación se debe definir como sacramento o no, es un problema de lenguaje.

Pero todavía está sin zanjar una cuestión de suma importancia para el ecumenismo y, por desgracia, más enojosa que todas las demás: al lado de todos los otros servicios de dirección, ¿necesita la cristiandad de un servicio de dirección universal, de un papa?

e) ¿Un servicio de Pedro?

Hoy, 900 años después de la separación de las Iglesias oriental y occidental y pasados 450 años desde la Reforma protestante, fenómenos ambos esencialmente relacionados con el pasado romano, ¿no debería ser posible e incluso necesario hablar sobre esta cuestión con objetividad y sin prejuicios? Para esclarecer el problema echemos primero una rápida ojeada a la historia y, luego, al presente y al futuro
[20]
.

1. La ambivalencia de la historia
. Nadie puede discutir las aportaciones del primado romano en favor de la unidad de la Iglesia, de su fe y del Occidente
[21]
. Sería tanto como desconocer la inmensa deuda que en la época de las emigraciones masivas de los pueblos del Norte, de total desintegración del Estado y del hundimiento de la antigua capital del Imperio contrajeron los jóvenes pueblos occidentales con este servicio de la
Cathedra Petri
, casi el único baluarte que entonces se mantuvo, como sólida roca, intacto y firme. Sólo un papa, León Magno, pudo preservar a Roma de Atila y Genserico. La sede prestó a las jóvenes Iglesias un servicio de inconmensurable valor en aquellos tiempos críticos y borrascosos en que se estaba formando la nueva comunidad de pueblos occidentales. Y ello no sólo en el orden cultural, conservando la herencia inapreciable de la Antigüedad, sino en el orden auténticamente pastoral, levantando y manteniendo esas Iglesias: su liturgia y sus estructuras jurídicas. La Iglesia católica de entonces, como la de tiempos posteriores, tiene que agradecer al papado el no haber caído en manos del Estado y haber podido, mejor que otras Iglesias, mantener su libertad frente al cesaropapismo de los emperadores bizantinos, frente al eclesialismo particular de los príncipes germanos y frente a los modernos sistemas absolutistas y totalitarios. El suyo ha sido un verdadero servicio a la unidad de la cristiandad.

Si de ningún modo se pueden pasar por alto los méritos indiscutibles del primado romano en orden a la unidad de la Iglesia occidental en la Antigüedad tardía como en la alta y baja Edad Media, tampoco se debe silenciar la constatación de este otro hecho penoso: que la consolidación de la unidad de la Iglesia por procedimientos cada vez más centralistas y absolutistas también se ha pagauo con la
escisión de la cristiandad
, que toleraba cada vez menos este sistema absolutista y sus abusos. Primero, el Oriente ortodoxo y, luego, también el Norte protestante. ¡Es lamentable que estas escisiones no fueran evitadas con una oportuna mirada retrospectiva a los orígenes, como muchos reclamaban! Mas justamente eso es lo que la Iglesia postridentina y el papado de la Contrarreforma tomaron en muy escasa consideración. Los bastiones del poder no fueron desmontados, sino ampliados con toda clase de medios. Hubo, sí, fuertes oposiciones intramuros, incluso en Roma (piénsese en hombres como Contarini y algunos otros cardenales y en el círculo de Viterbo, con Miguel Ángel y Vittoria Colorína). Las antiguas ideas de la constitución de la Iglesia siguieron actuando posteriormente, aunque bajo formas excesivamente politizadas, en los galicanos, en los episcopalianos y, finalmente (ya en el siglo XIX), en la escuela católica de Tubinga y en especial en el joven J. A. Mohler. Pero la rigidez siguió en aumento, si bien en la época moderna no dejaron de ser importantes los méritos del papado en orden a la unidad y libertad de la Iglesia católica y de manera especial frente al absolutismo estatal.

A partir de la Edad Media y durante toda la época moderna la eclesiología (doctrina sobre la Iglesia) católica oficial ha sido una eclesiología apologética y reaccionaria. Contra el primer galicanismo y los legistas de la corona francesa: una teología de la autoridad jerárquica, papal ante todo, y una concepción de la Iglesia como reino organizado. Contra las teorías conciliaristas: una acentuación renovada del primado papal. Contra el espiritualismo de Wyclef y Huss: el carácter eclesial y social del mensaje cristiano. Contra los reformadores: la significación objetiva de los sacramentos, la importancia de los poderes jerárquicos, del sacerdocio ministerial, del ministerio episcopal y, otra vez, del primado. Contra el jansenismo, aliado del galicanismo: especial acentuación del magisterio del papa. Contra el absolutismo del Estado en los siglos XVIII y XIX y contra el laicismo: la Iglesia como «sociedad perfecta», dotada de todos los derechos y todos los medios. Todo esto llevó lógicamente al
Concilio Vaticano I
, desarrollado bajo el signo del antigalicanismo y antiliberalismo, y a su definición del primado e infabilidad del papa en 1870
[22]
.

Si el Vaticano I no hubiera definido el primado y la infabilidad del papa, ¿los habría definido el Vaticano II? Juan XXIII no era Pío IX. A diferencia del Vaticano I, el Vaticano II no quiso definir ningún nuevo dogma, evidentemente por la convicción, expresada por Juan XXIII, de que nuevas definiciones de verdades antiguas no sirven de ayuda a la Iglesia para la predicación de la fe en el mundo moderno. Finalmente, el Vaticano II se caracterizó por una viva conciencia de la comunidad, la colegialidad, la solidaridad y el servicio. Una conciencia en ostensible contraposición con la mentalidad de fondo de la mayoría de los participantes en el Vaticano I, que, como es natural, estaba condicionada por el entorno político, cultural y religioso del tiempo de la restauración, del tradicionalismo romántico y del absolutismo político.

2.
La legitimidad superior
. En este contexto no tendría mucho sentido exponer una tras otra las múltiples objeciones contra la fundamentación bíblico-histórica del primado jurisdiccional y doctrinal de Pedro y los obispos de Roma, que los protestantes y los ortodoxos presentan y los católicos, por su parte, apenas resuelven satisfactoriamente. Todas las dificultades se reducen a estas tres cuestiones, cada una de las cuales presupone la solución de la anterior: ¿se puede fundamentar un primado de Pedro? ¿Es un primado que perdura? ¿Se continúa tal primado en el obispo de Roma?

Quien no trate de resolver estos problemas, que sin duda son históricos, refugiándose en postulados dogmáticos históricamente indemostrables, tendrá que tomarse grandes molestias para allanar las dificultades que entrañan, como pone de manifiesto la abundante bibliografía sobre el tema
[23]
.

No obstante, sea cual fuere la actitud a este respecto, hay algo que los teólogos ortodoxos y protestantes, que no encuentran convincente la argumentación católica, no pueden negar: el primado de servicio de una sola persona en la Iglesia no está
a priori
en
contradicción con la Escritura
. Independientemente del juicio que merezca su fundamentación, en la Escritura no hay nada que excluya dicho primado de servicio. Por consiguiente, tal primado
no
es
en principio contrario a la Escritura
. Los mismos teólogos ortodoxos y protestantes probablemente concederán que tal primado de servicio
podría ser conforme a la Escritura
, cuando menos si se fundamenta, ejerce, practica y aplica conforme a la Escritura. Así lo admitieron la mayoría de los reformadores, desde el joven Lutero hasta Calvino, pasando por Melanchton. Y también hoy lo admitirán muchos teólogos ortodoxos y protestantes.

Pero lo decisivo no es la demostración histórica de la sucesión, ni en el caso del servicio de Pedro ni en el de otros servicios directivos. Lo
decisivo
es la
sucesión en el Espíritu
, es decir, en la misión y tarea de Pedro, en su testimonio y servicio. En concreto: supuesto que uno pudiera demostrar irrefutablemente que su predecesor y el predecesor de su predecesor, y así sucesivamente, es al fin el «sucesor» del único Pedro, supuesto que pudiera probar incluso que el predecesor de sus predecesores fue «designado» sucesor con todos los derechos y obligaciones por el mismísimo Pedro, pero no cumpliera la misión de Pedro, ni realizara su tarea, ni diera su testimonio, ni prestara su servicio, ¿de qué le serviría a él, de qué le serviría a la Iglesia toda esa «sucesión apostólica»? Y, al contrario: supuesto que otro tuviera dificultades para probar su sucesión apostólica al menos respecto a los primeros tiempos y no pudiera aducir un acta notarial de su «designación» hace dos mil años, pero viviera de acuerdo con la misión de Pedro descrita en las Escrituras, cumpliera su tarea y su mandato y prestara a la Iglesia su servicio, ¿no sería una cuestión en definitiva secundaria, aunque importante, determinar si está en orden el «árbol genealógico» de este auténtico servidor de la Iglesia? Tal vez no sería irreprochable su línea de sucesión, pero tendría el carisma de dirección
(kibernesis)
, y esto, en el fondo, bastaría.

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