Los ojos azules de Asmodeus se clavaron en ella. Léonie se adentró un poco más en la nave. Los cuadros de los muros parecían tener un pulso propio, parecían balancearse y moverse hacia ella, a la vez que caminaba despacio en dirección al altar. El polvo y la tierra sobre las losas arañaban las suelas de sus botas, con lo que hizo ruido al caminar en el silencio de la tumba.
No estaba muy segura de qué era lo que debía hacer primero. Con una mano acariciaba las cartas que llevaba en el bolsillo. En la otra llevaba la cartera de piel en la que se encontraban los papeles doblados, los retratos que había intentado hacer, de sí misma, de Anatole, de Isolde, de los que no quiso despedirse.
Por fin había reconocido ante monsieur Baillard que después de ver las cartas con sus propios ojos había vuelto a examinar el volumen de su tío, en la biblioteca, en varias ocasiones, y que había estudiado el texto manuscrito hasta que se lo llegó a saber casi palabra por palabra. A pesar de ello, persistía una duda en torno a la explicación que le diera monsieur Baillard sobre el modo en que las vividas representaciones que contenían las cartas, y la música que portaba el viento, podrían obrar unas en la otra, y viceversa, para invocar a los espectros que habitaban aquel centenario lugar.
¿Podría ser así?
Léonie entendió que no eran las cartas por sí solas, ni la música, ni tan sólo el lugar, sino la combinación irrepetible de los tres elementos dentro del recinto del sepulcro.
Y comprendió entonces, incluso en medio de la bruma de sus dudas, que si los mitos fueran una verdad literal, no habría vuelta atrás, ni forma de regresar. Los espíritus la reclamarían a ella. Ya lo habían intentado una vez y fracasaron en el empeño, pero esta noche estaba dispuesta a dejar que se la llevasen, con tal de que se llevasen también a Constant.
Y
Louis-Anatole estará a salvo.
De pronto oyó un arañazo, unos golpes, algo que rascaba en algún lugar, y dio un respingo. Miró en derredor en busca del origen del ruido, y con un suspiro de alivio comprobó que eran tan sólo las ramas desnudas de un árbol que rozaban la vidriera.
Dejó el farol en el suelo y encendió una segunda cerilla, y luego varias más, para prender las viejas velas de sebo que estaban colocadas en unas pletinas de metal, en el muro. Las gotas de grasa comenzaron a caer por las velas y a solidificarse en el frío soporte de metal, pero poco a poco prendieron, y el sepulcro se iluminó con una luz amarillenta, titilante.
Léonie avanzó con la sensación de que los ocho retablos del ábside estaban contemplando cada uno de sus movimientos. Encontró el espacio, delante del altar, en el que muchos años antes de ese momento Jules Lascombe había deletreado el nombre del Domaine inscribiéndolo en las losas del suelo de piedra. C, A, D, E.
Sin saber si estaba haciendo lo que debía o si incurría en un error, tomó las cartas del tarot del bolsillo, las desenvolvió y colocó toda la baraja en el centro del cuadrado, mientras resonaban en su
cabeza
las palabras de su difunto tío. Su cartera de piel la colocó junto a la baraja, soltando los nudos que la cerraban, pero sin sacar las ilustraciones que había pintado.
Por el poder de la cual he de adentrarme en otra dimensión.
Léonie alzó la cabeza. Hubo entonces un momento de quietud absoluta. A la entrada de la cámara oyó que el viento susurraba entre los árboles. Aguzó el oído. El humo ascendía lentamente de todas las velas que había encendido, si bien creyó que le era posible discernir entonces el sonido de una música, notas finas, agudas, un silbido melodioso que jugaba con las ramas de las hayas y los tejos que formaban la avenida. Entró entonces una ráfaga, sigilosa, por debajo de la puerta, que se coló también por las rendijas existentes entre la emplomadura y las vidrieras de las ventanas.
Corría el aire de repente y tuve la impresión de no estar solo.
Léonie sonrió al recordar las palabras manuscritas en la página. Ya no sentía miedo: tan sólo sentía curiosidad. Y durante un momento fugacísimo elevó los ojos al ábside octagonal y creyó ver que tal vez se había movido el rostro de La Fuerza. Había asomado en la cara pintada la más tenue de las sonrisas. Por un instante, la muchacha se pareció a ella con toda exactitud, al igual que su cara, la que había pintado en la serie de copias de las imágenes del tarot. El mismo cabello cobrizo, los mismos ojos verdes, la misma mirada franca.
Mi propio yo y mis otros yoes, tanto pasados como todavía por venir, se hallaban presentes por igual.
A su alrededor Léonie tuvo entonces conciencia de que había movimiento. Fueran espíritus o fueran las cartas que habían cobrado vida, no habría estado en su mano decirlo con precisión. Los Enamorados, ante sus ojos esperanzados y bienintencionados, cobraron con toda claridad los rasgos tan queridos de Anatole e Isolde. Durante un fugaz instante Léonie creyó reconocer los rasgos de Louis-Anatole, que aleteaban tras la imagen de La Justicia, sentada con la balanza y una serie de notas musicales en torno al borde de sus largas faldas: el niño que ella conocía parecía dibujado en el perfil de la mujer de la carta. Por el rabillo del ojo, y sólo durante un instante, los rasgos de Audric Baillard, de Sajhé, parecieron grabarse en el rostro juvenil de El Mago.
Léonie permaneció completamente inmóvil y dejó que la música del viento volase a su alrededor. Los rostros, los trajes y los paisajes parecían moverse, cambiar de lugar, aletear, titilar como las estrellas, dando vueltas en el aire, como si los sostuviera la corriente invisible de la música. Perdió toda sensación de sí misma que pudiera tener. Las dimensiones, el espacio, el tiempo, la masa, se volatilizaron todas en la más absoluta insignificancia.
Las vibraciones, las ráfagas de aire, los espectros, supuso, rozaban sus hombros y su cuello, pasaban a escasa distancia de su frente, la rodeaban con amabilidad, con dulzura, sin llegar a tocarla del todo. Un caos silencioso iba en aumento, una cacofonía de susurros y suspiros insonoros.
Léonie extendió ambos brazos ante sí. Se sintió ingrávida, transparente, como si flotase en el agua, aunque su vestido seguía quieto en torno a su cuerpo, la capa sujeta a sus hombros. Estaban a la espera de que ella se sumase a todos ellos. Volvió los brazos extendidos y vio con toda claridad el símbolo del infinito en la palma de sus manos. Como la figura de un ocho.
Aïci lo tems s'en
va vers Veternitat.
Las palabras cayeron de sus labios como si fueran plata. Luego de haber esperado tanto tiempo, ya no cabía ninguna duda de su verdadero significado.
Aquí, en este lugar, el tiempo se desplaza hacia la eternidad.
Léonie sonrió y, dejando atrás todo pensamiento sobre Louis-Anatole, sobre su madre y su hermano y su tía, dio un paso adelante, y otro más, hacia la luz.
Los baches del terreno irregular le habían torturado, y se le abrieron varias de las llagas que tenía en las manos y en la espalda. Notó que el pus rezumaba en los vendajes.
Constant bajó del carruaje.
Sondeó el terreno con su bastón. Allí, recientemente, habían estado dos caballos detenidos. Las roderas hacían pensar en un coche, que parecía haberse alejado hacia el este, en vez de dirigirse al sepulcro.
—Espera aquí —indicó.
Constant sintió que la caprichosa fuerza del viento se insinuaba entre los apretados troncos que formaban una avenida jalonada por los tejos y conducían a la puerta del sepulcro. Con la mano libre, se sujetó las solapas del abrigo en torno al cuello para protegerse de las corrientes de aire, cada vez más intensas. Olisqueó. Prácticamente no tenía ya sentido del olfato, pero percibió sin embargo un olor desagradable, una peculiar mezcla de incienso y de aroma maloliente, de algas podridas en la orilla del mar.
Aunque tenía los ojos acuosos por efecto del frío, vio que brillaban unas luces en el interior. La idea de que el chiquillo pudiera estar escondido allí dentro lo lanzó hacia delante. Echó a caminar sin prestar atención a las oleadas de viento, casi como si fueran de agua, y tampoco reparó en los silbidos que emitía y parecían zumbar entre cables de telégrafo allí inexistentes, e incluso en la vibración de la vía al acercarse el tren.
Era casi como una música.
Se negó a dejarse distraer por los trucos que Léonie Vernier hubiera querido intentar, fueran de luz, de humo o de sonido.
Constant abordó la recia puerta de entrada y giró el pomo. Al principio no cedió. Al suponer que habría una barricada de muebles al otro lado, volvió a intentarlo con más fuerza, y esta vez cedió de inmediato. Constant por poco no perdió el equilibrio al entrar en el sepulcro.
La vio delante de él, de pie, dándole la espalda, ante un pequeño altar que se encontraba en un ábside octogonal. No intentaba, curiosamente, esconderse de él. Del chiquillo no vio ni rastro.
Con el mentón adelantado y los ojos mirando veloces a derecha e izquierda, Constant recorrió la nave, tanteando con el bastón las losas de piedra a la vez que daba un paso y otro más. Había una base de columna vacía nada más franquear la puerta, desigual en la parte superior, como si la estatua que lo ocupase hubiera sido arrancada de cuajo. Los habituales santos de yeso, esparcidos a lo largo de las modestas filas de bancos vacíos, marcaron su tránsito al acercarse hacia el altar.
—Mademoiselle Vernier —la llamó con voz cortante, irritado por su evidente desatención. Y ella siguió sin moverse. Parecía, en efecto, ajena del todo a su presencia. Constant se detuvo y miró las cartas amontonadas en el suelo de piedra, delante del altar—. Pero… ¿qué absurdo es éste? —dijo, y entró en el cuadrado.
Fue entonces cuando Léonie se dio la vuelta para plantarle cara. Cayó la capucha con que se cubría la cabeza. Constant levantó ambas manos para protegerse los ojos de la luz. Se le desdibujó la sonrisa que traía en los labios. No entendió nada. Vio los rasgos de la muchacha, la misma mirada franca y directa, el cabello suelto, como si fuera el retrato que había robado él en la calle Berlín, pero al mismo tiempo se había transformado en otra cosa. Silueta sin color, perfil sin forma.
Allí de pie, cautivado y cegado, ella comenzó a cambiar. Los huesos, las articulaciones, el cráneo incluso empezaron a asomar por debajo de su piel.
Constant pegó un alarido.
Algo descendió entonces sobre él, y el silencio que no había reconocido como tal silencio se quebró en una cacofonía de chillidos y alaridos. Quiso taparse los oídos con ambas manos para impedir que aquellos seres entrasen en su cabeza, pero los dedos le fueron apartados por las garras, aun cuando no quedara en él ni una sola huella, ni un arañazo.
Era como si las figuras pintadas hubieran bajado del muro y se hubieran transformado todas ellas en versiones más siniestras de lo que antes habían sido. Las uñas se tornaron garras, los ojos, fuego y hielo. Constant quiso ocultar la cara contra el pecho y dejó caer su bastón cuando se cubrió con los brazos para protegerse.
Se hincó de rodillas y trató de respirar a la vez que su corazón perdía el ritmo de sus latidos. Quiso dar un paso adelante, salir del cuadrado dibujado en el suelo, pero una fuerza invisible, como un viento al que era imposible hacer frente, lo mantenía allí clavado. Los aullidos, la vibración de la música en el aire, aumentaban de volumen sin cesar. Era como si procediese al mismo tiempo de fuera y de su interior, o como si el eco resonara en su cabeza. Como si fuera a partirle en dos el cerebro.
—¡No! —vociferó.
Pero siguió en aumento el volumen y la intensidad de las voces. Sin entender nada de lo que ocurría, buscó con la mirada a Léonie. Ya no pudo verla en ninguna parte. La luz era demasiado fuerte, el aire en derredor bullía mezclado con un humo incandescente.
A su espalda, o más bien bajo la superficie misma de su piel, oyó un ruido distinto. Algo que arañaba, las garras de un animal salvaje que rascaba la superficie de sus propios huesos. Se encogió, quiso esquivarlo, clamó desesperado y cayó al suelo con una nueva ráfaga de viento.
Y de pronto, acuclillado sobre su pecho, con un fuerte hedor a pescado y a pólvora quemada, apareció un demonio macilento, retorcido, con la piel roja y correosa, cuernos en la frente, unos ojos extraños, azules, penetrantes. El demonio que siempre había creído que no podía existir. Que no existía. En cambio, allí estaba el rostro de Asmodeus, mirándolo de cerca.
—¡No! —Su boca se abrió en un último alarido antes de que el diablo se lo llevase.
En el acto, en todo el sepulcro reinó la calma. Los susurros, las visiones, los espíritus se tornaron más tenues, hasta que ni Léonie ni aquellas piedras ancestrales oyeron ya nada más. Las cartas quedaron esparcidas por las losas del suelo. Los rostros de los muros volvieron a ser planos, bidimensionales, aunque sus expresiones y actitudes habían cambiado ligeramente. Cada una ostentaba un parecido inequívoco con quienes habían vivido y habían muerto en el Domaine de la Cade.
Fuera, en el calvero, el criado de Constant se resguardó del viento, del humo, de la luz. Oyó el alarido de su señor, volvió a oírlo de nuevo. Aquel sonido inhumano lo dejó petrificado. No pudo moverse.
Sólo entonces, cuando todo volvió a quedar en silencio, cuando se aquietaron las luces del interior del sepulcro, se armó de valor y salió de su escondite. Lentamente se acercó a la recia puerta de entrada, que encontró ligeramente entreabierta. No halló resistencia al abrirla del todo.
—¿Monsieur?
Entró.
—¿Monsieur? —volvió a llamar.
Una racha de viento, como una exhalación, vació de humo el sepulcro en un único y helador aliento, dejando encendida una sola luz en la pared.
Vio de inmediato el cuerpo de su señor. Yacía boca abajo sobre las losas, delante del altar, con las cartas de una baraja esparcidas a su alrededor. El criado se abalanzó y dio la vuelta a su demacrado señor para ponerlo boca arriba, momento en el cual retrocedió aterrado. Sobre el rostro de Constant había tres heridas largas, profundas, desgarradas, como las huellas de un animal salvaje.
Como si se tratara de una garra. Como las huellas que había dejado él intencionadamente en los niños que habían asesinado.
El hombre se santiguó mecánicamente y se inclinó a cerrar los ojos despavoridos de su señor. Se le quedó la mano quieta al ver la carta rectangular sobre el pecho de Constant, sobre su corazón. El Diablo.