Sepulcro (88 page)

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Authors: Kate Mosse

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: Sepulcro
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—Hay muchísimos —murmuró—. ¿Cómo ha logrado poner a toda la población en contra de nosotros?

—Se ha servido de sus supersticiones naturales —replicó Baillard con sosiego—. Sean republicanos o monárquicos, todos ellos han crecido oyendo cuentos que se refieren al demonio que ronda por estos parajes.

—Asmodeus.

—Hay distintos nombres en diferentes momentos, pero siempre tiene el mismo rostro. Y si las buenas gentes del pueblo afirman no creer en esos cuentos cuando brilla la luz del día, de noche sus almas profundas, sus almas ancestrales, les susurran en la oscuridad. Les hablan de seres sobrenaturales que rasgan, arañan y desfiguran y a quienes no es posible matar, de oscuros e inhóspitos lugares en los que tejen las arañas sus telas.

Léonie supo que estaba en lo cierto. Recordó en un instante la noche de la revuelta en el palacio Garnier, en París. La semana anterior, el odio se reflejaba a las claras en los rostros de personas que ella había conocido en Rennes-les-Bains. Sabía con qué velocidad y con qué facilidad podía la sed de sangre apoderarse de la multitud.


¿Madama?
—interpeló Pascal con apremio.

Léonie vio que las llamaradas lamían el negro aire de la noche, reflejándose en las hojas húmedas de los altos castaños que jalonaban la avenida.

Corrió la cortina y se alejó de la ventana.

—Acosar como los perros a mi hermano y a Isolde incluso en sus tumbas…, ni siquiera eso les parece suficiente —murmuró. Miró veloz a Louis-Anatole, su cabeza de cabello negro y rizado apoyada contra ella, y tuvo la esperanza de que no lo hubiera oído—. ¿No podemos hablar con ellos? —preguntó—. ¿No podemos decirles que nos dejen en paz?

—La hora de hablar ha pasado, amiga mía. Siempre llega un momento en que el deseo de pasar a la acción, por malévola que sea la causa, es más poderoso que el deseo de escuchar a nadie.

—¿Vamos a tener que luchar? —preguntó.

Baillard sonrió.

—Un buen soldado sabe cuándo ha de presentar batalla, cuándo ha de dar la cara ante sus enemigos, y cuándo, en cambio, es el momento de batirse en retirada. Esta noche no hemos de luchar.

Louis-Anatole asintió.

—¿Nos queda alguna esperanza? —susurró Léonie.

—Siempre queda esperanza —replicó él con suavidad.

Y entonces se endureció su expresión. Se volvió hacia Pascal.

—¿Está listo el coche?

Asintió.

—Listo y a la espera en el calvero que hay junto al sepulcro. Tendría que ser una distancia suficiente para pasar desapercibidos de la muchedumbre. Tengo la esperanza de que podamos salir de aquí sin que nadie repare en nosotros.


Ben, ben.
Saldremos por la parte de atrás y acortaremos por el camino que lleva al bosque. Ojalá sea la casa lo primero que decidan asaltar.

—¿Y los criados? —preguntó Léonie—. Es preciso que ellos también salgan.

Un denso sonrojo cubrió el rostro ancho y honesto de Pascal.

—No lo harán —dijo—. Su deseo es defender la casa.

—No quiero que nadie sufra el menor perjuicio por mí, Pascal —insistió Léonie.

—Se lo diré a todos ellos,
madama,
pero no creo que eso cambie en nada su resolución.

Léonie vio que él tenía los ojos húmedos.

—Gracias —susurró ella en voz baja.

—Pascal, tomaremos a nuestro cuidado a Marieta hasta que te reúnas con nosotros.

Pascal asintió.


Oc, sénher
Baillard.

Calló unos instantes y besó a su mujer antes de salir de la estancia.

Nadie dijo nada durante unos instantes. Acto seguido, la urgencia de la situación volvió a ser opresiva para todos ellos, y pasaron a la acción.

—Léonie, traiga sólo lo que estime absolutamente esencial. Marieta, recoja la maleta y las pieles de
madama
Léonie. El viaje será largo y hará frío.

Marieta contuvo un sollozo.

—En mi maleta, que ya está preparada, hay una pequeña cartera con papeles, dentro de mi costurero. Son cuadros, más o menos de este tamaño —Léonie dibujó con las manos un cuadrado del tamaño de un misal—. Coge el costurero, Marieta, y ponlo en lugar seguro. Pero quiero que me traigas la cartera con los papeles, por favor.

Marieta asintió y salió veloz al vestíbulo.

Léonie esperó a que se hubiera marchado, y entonces se volvió de nuevo hacia monsieur Baillard.

—Ésta tampoco es una batalla que usted deba librar, Audric —dijo ella.

—Sajhé —dijo él con dulzura—. Mis amigos me llaman Sajhé.

Ella sonrió, honrada por la inesperada muestra de confianza.

—Muy bien, Sajhé. Una vez, hace muchos años, me dijo usted que son los vivos y no los muertos los que habían de tener más necesidad de mis servicios. ¿Lo recuerda? —Bajó los ojos para mirar al niño—. Él es todo cuanto ahora importa. Si usted acepta hacerse cargo de él, al menos sabré que no he fallado en el cumplimiento de mi deber.

Él sonrió.

—El amor, el amor verdadero, resiste siempre, Léonie. Su hermano, Isolde y su propia madre lo sabían muy bien. Ninguno de ellos se ha perdido del todo para usted.

Léonie recordó las palabras que le dijera Isolde aquel día en que tomaron asiento en el banco de piedra, en el promontorio, al día siguiente de la cena de gala celebrada en el Domaine de la Cade. Le había hablado del amor que tenía por Anatole, aunque Léonie no pudo llegar a saberlo entonces. Un amor tan fuerte que, sin él, a Isolde la vida terminó por resultarle intolerable. Ella hubiera querido vivir un amor como ése.

—Si las cosas se tuercen —dijo ella—, quiero que me dé su palabra de que se llevará a Louis-Anatole a Los Seres. —Calló un instante—. Además, no me perdonaría nunca si algo malo le sucediera a usted.

Él negó con un gesto.

—Todavía no es mi hora, Léonie. Son muchas las cosas que debo hacer antes de que se me permita emprender ese viaje.

Ella echó un vistazo al ya conocido pañuelo amarillo, un cuadrado de seda, apenas visible en el bolsillo de su chaqueta. Apareció Marieta en el umbral, con la ropa necesaria para Louis-Anatole.

—Ten —le dijo—. Vamos, deprisa.

El chiquillo se acercó a ella obediente y se dejó vestir sin rechistar. De pronto, se alejó corriendo cuando ya estaba listo en dirección al vestíbulo.

—¡Louis-Anatole! —lo llamó Léonie.

—Tengo que ir a recoger una cosa —gritó, y volvió en pocos momentos con la hoja de música para piano en las manos—. No querremos quedarnos sin música en el lugar al que nos marchamos —añadió muy serio, mirando los rostros de los adultos—. Seguro que no.

Léonie se agachó a su lado.

—Tienes toda la razón, pequeño.

—Aunque… —le falló la voz— no sé adonde vamos.

Fuera de la casa se oyó un grito. Un llamamiento para el combate.

Léonie rápidamente se puso en pie, al tiempo que la mano de su sobrino se deslizaba en la suya.

Impulsados por el miedo, por la oscuridad, por el terror de todo lo que se había desatado aquellos días precedentes a la Noche de Difuntos, los hombres armados con teas, estacas y escopetas de caza comenzaron a avanzar hacia la casa.

—Así ha de comenzar —dijo Baillard—. Sea valiente, Léonie.

Se miraron a los ojos. Despacio, como si incluso en ese instante no quisiera hacerlo, le hizo entrega de la baraja de cartas del tarot.

—¿Recuerda los escritos de su tío?

—Perfectamente.

El esbozó una ligera sonrisa.

—¿Aun cuando devolvió el libro a la biblioteca y me dio a entender que nunca había vuelto a abrirlo? —la reprendió con amabilidad.

Léonie se puso colorada.

—Es posible que una o dos veces haya vuelto a echar un vistazo a su contenido.

—Tal vez sea una suerte. Los viejos no siempre son sabios. —Hizo una pausa—. Sin embargo, ¿entiende usted que su destino está ligado a todo esto? Si decide usted dar vida a las ilustraciones que ha compuesto, si invoca al demonio, ¿sabe que él se la llevará también a usted?

El miedo destelló en sus ojos verdes.

—Lo sé.

—Muy bien.

—Lo que no entiendo es por qué el demonio Asmodeus no se llevó a mi tío.

Baillard se encogió de hombros.

—El mal atrae al mal —dijo—. Su tío no deseaba renunciar a esta vida y plantó cara al demonio. Pero quedó marcado ya para siempre.

—¿Y si yo no puedo…?

—Por ahora ya es suficiente —dijo él con firmeza—. Todo quedará muy claro, en mi opinión, cuando llegue el momento oportuno.

Léonie tomó el envoltorio de seda negra, lo ocultó en el amplio bolsillo de su capa y corrió a la repisa de la chimenea para tomar una caja de cerillas que se encontraba al borde de la encimera de mármol.

De puntillas, le plantó un beso en la frente.

—Gracias, Sajhé —susurró—. Por las cartas. Por todo.

El vestíbulo estaba a oscuras cuando Léonie, Audric Baillard, Louis-Anatole y Marieta salieron del salón.

En cada rincón, en cada recoveco oyó Léonie e incluso vio signos de actividad.

Émile, el hijo del hortelano, un hombre alto y fuerte, estaba organizando al personal de la casa, a los que proveía de todas las armas que pudo improvisar. Un viejo mosquete, un sable tomado de una de las vitrinas, estacas. Los criados que se encargaban de la finca iban armados con escopetas de caza, rastrillos, palas y hoces.

Léonie vio que Louis-Anatole quedaba sobrecogido ante la transformación de los rostros que le habían acompañado hasta ahora. Le apretó con más fuerza la mano.

Ella hizo un alto y habló con voz clara y fuerte.

—No quiero poner en riesgo vuestras vidas —les dijo a todos—. Sois leales, sois valientes. Sé que mi difunto hermano y
madama
Isolde pensarían lo mismo que yo si estuvieran aquí para presenciar todo esto, pero es que ésta no es una lucha de la que podamos salir vencedores. —Miró en derredor, por el vestíbulo, reparando en las caras conocidas y en las que lo eran menos—. Por favor, os lo ruego: marchaos ahora que aún tenéis la oportunidad. Volved con vuestras mujeres y con vuestros hijos.

No se movió nadie. El cristal del retrato enmarcado en blanco y negro que colgaba encima del piano emitió un brillo que le llamó la atención. Léonie titubeó. El recuerdo de una tarde soleada en la plaza Pérou, tanto tiempo atrás: Anatole sentado, Isolde y ella de pie a su espalda, contentos los tres de estar en compañía de los otros dos. Por un instante tuvo la tentación de llevarse la fotografía, pero no olvidó el consejo de que era preciso llevar tan sólo lo que fuera esencial, de modo que no lo descolgó de la pared. El retrato permaneció donde siempre había estado, como si su cometido fuera vigilar la casa y todos los que en ella se encontraban.

Al darse cuenta de que no había nada que hacer, Léonie y Louis-Anatole se colaron por las puertas acristaladas de la terraza. Baillard y Marieta los siguieron. Entre el grupo que se había congregado tras ellos resonó una voz.

—Buena suerte,
madama
Léonie. Y también a ti,
Pichón.
Estaremos aquí, esperándote cuando regreses.

—Y también a vosotros —replicó el chiquillo con su dulce voz.

Fuera hacía frío. El aire escarchado les mordió las mejillas y les hizo daño en las orejas. Léonie se puso la capucha sobre la cabeza. Oyeron a la muchedumbre por el otro lado de la casa, todavía a cierta distancia, aunque aquel rumor sordo les asustó.

—¿Adónde vamos, tía Léonie? —preguntó Louis-Anatole con un susurro.

Léonie notó el miedo que teñía su voz.

—Vamos al bosque, donde nos está esperando Pascal con el coche —le respondió.

—¿Y por qué está esperando allí?

—Porque no queremos que nadie nos vea, no queremos que nadie nos oiga —añadió ella al punto—. Y luego, sin hacer ruido, tenlo en cuenta, viajaremos a las montañas, a la casa que allí tiene monsieur Baillard.

—¿Está muy lejos?

—Me temo que sí.

El chico calló un momento.

—¿Cuándo volveremos? —le preguntó.

Léonie se mordió el labio.

—Piensa que todo es como jugar al escondite. No es más que un juego. —Se llevó el dedo índice a los labios—. Pero ahora debemos darnos prisa, Louis-Anatole. Hay que ir deprisa y en silencio, sin hacer ningún ruido.

—Y ser muy valientes.

Los dedos de Léonie acariciaron la baraja de cartas que llevaba en el bolsillo.

—Oh, sí —murmuró—. Y ser valientes.

C
APÍTULO
95

M
ettez le feu!

Cerca del lago, al oír la orden de Constant, el gentío arrimó las antorchas a la base leñosa de los setos. Pasaron los minutos y prendieron las llamas, ardiendo primero el entramado de ramas y luego los troncos, crepitando y escupiendo como los fuegos de artificio en las murallas de la Cité. El fuego fue en aumento.

Luego, una voz heladora se oyó de nuevo.


Á l'attaque!

Los hombres pasaron como un enjambre por encima de las extensiones de césped, por ambos lados del lago, pisoteando los macizos de flores. Subieron a saltos los peldaños de la terraza, tirando a su paso los tiestos de plantas ornamentales.

Constant seguía a cierta distancia, con un cigarrillo en la mano, pesadamente apoyado en un bastón, como si presenciara un desfile por los Campos Elíseos.

A las cuatro de la tarde, cuando estuvo seguro de que Léonie Vernier se encontraba de viaje a Coustaussa, Constant ordenó asesinar a otro niño, causando de nuevo un gran tormento a su familia. Su criado había llevado el cadáver desfigurado en una carreta hasta la plaza Pérou, donde estaba él sentado. No había hecho falta demasiada destreza, incluso para alguien enfermo como él, para llamar la atención de los lugareños. Unas heridas tan terribles como aquéllas no podía habérselas infligido un animal; sólo podían ser obra de algo sobrenatural o antinatural. Una criatura escondida en el Domaine de la Cade. Un diablo, un demonio.

Uno de los mozos del establo de la finca se encontraba en Rennes-les-Bains en aquellos momentos. La muchedumbre se volvió hacia él y le exigieron que confesara cómo se controlaba allí a aquella criatura, dónde se la tenía encerrada. Aunque no hubo nada que finalmente le llevara a reconocer las absurdas acusaciones de brujería, su negativa sólo sirvió para inflamar los ánimos de las gentes del pueblo.

Fue el propio Constant quien sugirió en persona que tomasen la casa al asalto para verlo todo con sus propios ojos. En muy pocos minutos la idea arraigó entre el gentío, que se apropió de ella. Poco después les permitió creer que lo habían convencido a él para que organizase el ataque contra el Domaine de la Cade.

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