A la hora del almuerzo, Isolde había avanzado considerablemente. Léonie le empapó la frente con gasas húmedas y abrió las ventanas para que penetrase en la habitación el aire fresco y el aroma del enebro y la madreselva de los jardines. Marieta le mojaba los labios con una esponja empapada en vino blanco dulce y miel.
A la hora de la merienda, y sin complicaciones, Isolde había dado a luz un niño de buena salud, dotado de unos pulmones impresionantes.
Léonie albergó la esperanza de que con el alumbramiento Isolde recuperase de un modo definitivo la buena salud. Confiaba en que se mostrase menos apática, menos frágil, menos aislada del mundo que la rodeaba. Léonie —en realidad, la totalidad de la casa— esperaba que ese hijo, el hijo de Anatole, trajera consigo el amor y la determinación que tanto necesitaba Isolde.
Pero una negra sombra cayó sobre ella a los tres días del parto. Preguntaba por la salud de su hijo, pero su prioridad era esforzarse por evitar una recaída en ese estado de abatimiento, de distanciamiento, que la había afectado tanto a raíz del asesinato de Anatole. Su hijo recién nacido, que era en gran medida la viva imagen de su padre, sirvió más para recordarle lo que había perdido que para darle una razón para seguir adelante.
Hubo que contratar los servicios de un ama de cría.
A medida que fue avanzando el verano, Isolde no dio muestras de mejorar. Se mostraba amable, cumplía con las obligaciones que tenía con su hijo cuando le correspondía, pero por lo demás vivía enclaustrada en un mundo puramente mental, incesantemente perseguida por las voces que oía en su interior.
En todo lo que Isolde se mostró distante, Léonie fue la encarnación del amor por el niño, al que quiso desde el primer día sin reservas y sin condiciones. Louis-Anatole era un niño de naturaleza sonriente, de cabello negro y largas pestañas como Anatole, y unos sorprendentes ojos grises, herencia de su madre. Deleitada por la compañía del niño, Léonie olvidó a veces durante varias horas la tragedia que había sobrevenido.
Fueron pasando los temibles y calurosos días de julio y agosto, y de vez en cuando despertaba por la mañana con una sensación de esperanza, con una liviandad en sus pasos, antes de recordar lo acontecido, antes de que la sombra de nuevo cayera sobre ella. Sin embargo, su amor y su determinación por impedir que nada malo pudiera sucederle al hijo de Anatole ayudaron a que se restableciera del todo su buen ánimo.
Domaine de la Cade
E
l otoño de 1892 desembocó en la primavera de 1893 y Constant siguió sin asomar la cara por el Domaine de la Cade. Léonie finalmente se permitió el lujo de pensar que había muerto, aunque hubiera agradecido muchísimo que se lo confirmaran.
Agosto de 1893, como el año anterior, fue tan seco y caluroso como en el desierto africano. A la sequía siguieron inundaciones torrenciales en todo el Languedoc, que se llevaron por delante no pocas tierras de las llanuras, dejando al descubierto cuevas tiempo atrás escondidas, tesoros ocultos bajo el fango.
Achille Debussy siguió manteniendo correspondencia constante con Léonie. En diciembre le envió una felicitación navideña en la que además le comunicó a Léonie que la Société Nationale iba a presentar en un concierto una interpretación de
Un apres-midi d'un faune,
una nueva composición suya, que quería que fuera la primera de una trilogía.
Mientras leía sus muy naturalistas descripciones del fauno en su arboleda, Léonie se acordó del calvero en el que años antes había descubierto la baraja de las cartas del tarot. Tuvo por un instante la tentación de regresar a aquel lugar y de comprobar si el tarot seguía estando allí.
No lo hizo.
Más que los bulevares y las avenidas de París, su mundo siguió estando limitado por los hayedos que había al este, la larga avenida hacia el norte, las extensiones de césped por el sur. Su mundo se sostenía tan sólo por el amor de un niño y por el afecto que profesaba a la hermosa y sin embargo desmejorada mujer, a quienes había prometido cuidar.
Louis-Anatole llegó a ser pronto el preferido de la casa, y también fue muy querido en el pueblo. Le pusieron por apodo
Pichón,
el pequeño. Era travieso, pero en todo momento encantador. Hacía preguntas sin cesar, y en esto se parecía más a su tía que a su difunto padre, aunque también era capaz de escuchar con atención. A medida que fue creciendo, Léonie salía con él por las sendas y los bosques del Domaine de la Cade. Si no, se iba a pescar con Pascal, quien también le enseñó a nadar en el lago. De vez en cuando, Marieta le permitía rebañar el cuenco en el que había mezclado algún pastel y lamer la cuchara de madera cuando había preparado un suflé de grosellas o una tarta de chocolate. Se mantenía en equilibrio sobre el viejo taburete de tres patas, apoyado en el canto de la mesa de la cocina, con un delantal blanco y almidonado de criada que le llegaba hasta los tobillos, y Marieta, de pie tras él, se aseguraba de que no se cayera al suelo mientras le enseñaba a amasar la harina para hacer el pan.
Cuando Léonie lo llevaba de visita a Rennes-les-Bains, su pasatiempo preferido era sentarse en la terraza del café que tanto le había gustado a Anatole. Con los rizos del cabello desordenados, la camisa blanca y arrugada, los pantalones de terciopelo de color nogal, sujetos en la rodilla, se sentaba en el alto taburete de madera aunque le colgasen las piernas. Tomaba sirope de cereza o el zumo de las manzanas recién exprimidas y pasteles de chocolate.
Con motivo de su tercer cumpleaños, madame Bousquet le regaló a Louis-Anatole una caña de pescar hecha de bambú. En las siguientes navidades,
maître
Fromilhague le mandó una caja de soldados de plomo y presentó de paso los cumplidos de rigor a Léonie.
El niño también empezó a ser un visitante asiduo de la casa de Audric Baillard, quien le contó historias de la época medieval y le habló del honor de los caballeros que habían defendido la independencia del Midi frente a los invasores del norte. Más que lanzar al niño a las páginas de los libros de historia que criaban polvo en la biblioteca del Domaine de la Cade, monsieur Baillard supo devolver el pasado a la vida. La leyenda preferida de Louis-Anatole era la del cerco de Carcasona, en 1209, y la de los valerosos hombres, mujeres y niños, algunos apenas mayores que él, que huyeron a refugiarse a las aldeas perdidas de la Haute Vallée.
Cuando tenía cuatro años, Audric Baillard le regaló una copia de una espada de la Edad Media, cuya empuñadura iba grabada con sus iniciales, L. V. Léonie le compró en Quillan, con la ayuda de uno de los muchos primos que tenía Pascal en la región, un poni de pelaje cobrizo, con las crines gruesas, blancas, al igual que la cola, y una mancha blanca en el morro. Mientras se prolongó aquel caluroso verano, Louis-Anatole fue un auténtico
chevalier
que combatía victorioso contra los franceses incluso en las justas imaginarias, derribando latas que Pascal colocaba en una valla de madera en los parterres de césped de la propiedad. Desde la ventana del salón, Léonie lo miraba y recordaba que, cuando era niña, también había visto a Anatole correr y esconderse y trepar a los árboles en el parque Monceau con la misma sensación de respeto por sus hazañas, aunque ligeramente teñida de envidia.
Louis-Anatole también demostró poseer un notable talento para la música, como si el despilfarro de aquel dinero invertido en las clases de piano que recibió Anatole en su juventud hubiera dado por fin buenos dividendos en el caso de su hijo. Léonie contrató a un profesor de piano en Limoux. Una vez a la semana, el profesor venía en una carreta traqueteante, con un pañuelo blanco al cuello, los calcetines a rayas, la barba descuidada, y a lo largo de dos horas dirigía los ejercicios de digitación y las escalas en que se aplicaba Louis-Anatole. Todas las semanas, cuando se marchaba, apremiaba a Léonie para que obligase al chiquillo a tocar el piano con sendos vasos de agua en equilibrio sobre el dorso de las manos, para que desarrollase mejor el sentido del tacto al pulsar las teclas. Léonie y Louis-Anatole se mostraban de acuerdo, y durante un par de días intentaban el ejercicio propuesto por el profesor. Pero cuando se derramaba el agua y empapaba los pantalones de terciopelo de Louis-Anatole o las faldas de Léonie, los dos reían y se ponían en cambio a tocar alegres y bulliciosos duetos.
Cuando estaba solo, el niño a menudo se iba sigilosamente al piano con ánimo de experimentar. Léonie permanecía en el rellano, arriba, sin que él la viese, y escuchaba las amables y obsesivas melodías que iba creando con sus dedos infantiles. Al poco de comenzar sus improvisaciones, el niño a menudo daba con la clave de la menor. Y en esas ocasiones Léonie se ponía a pensar en aquella música que tanto tiempo atrás había robado del sepulcro y que seguía escondida en el taburete del piano, preguntándose si tal vez fuese buena idea mostrársela. Pero la amedrentaba el poder de la partitura y lo que pudiera desencadenar en aquel lugar, de modo que se abstuvo de recuperarla.
A lo largo de todo este tiempo Isolde siguió viviendo en un mundo crepuscular, atravesando las estancias y los pasillos del Domaine de la Cade como si fuera una aparición. Apenas decía nada, era amable con su hijo y seguía gozando del cariño de todos los criados. Sólo cuando miraba a los ojos color esmeralda de Léonie, destellaba algo más profundo en los suyos. Durante un fugaz instante, la tristeza y el recuerdo ardían con fuerza en su mirada antes de que una capa de negrura cayera de nuevo sobre ellos. Algunos días se encontraba mejor que otros. En ocasiones, Isolde emergía de las sombras que la envolvían como el sol que sale tras las nubes. Pero comenzaba de nuevo a oír voces, se tapaba los oídos con ambas manos y era presa del llanto, con lo que Marieta de nuevo la llevaba dulcemente a la privacidad de su habitación, hasta que regresaran otros momentos mejores. Los periodos de paz se fueron espaciando y se fueron haciendo más cortos. La oscuridad que la rodeaba fue ahondándose. Por su parte, Louis-Anatole aceptaba a su madre tal como era. Nunca había llegado a suponer que fuera de otro modo.
En líneas generales, no era precisamente la vida que Léonie había imaginado llevar. Hubiera aspirado al amor, a tener ocasión de ver el mundo, de ser ella misma. Pero amaba a su sobrino y sentía una lástima infinita por Isolde, a la vez que, resuelta a cumplir la palabra que había dado a Anatole, no flaqueó en ningún momento y asumió la totalidad de sus deberes.
Tras los otoños cobrizos llegaba el frío intenso de los blancos inviernos, en los que la nieve llegó a acumularse sobre la tumba de Marguerite Vernier en París. Las verdes primaveras dejaron paso al dorado resplandor de los cielos en verano, a los pastos abrasados por el sol, y los brezos crecieron enmarañados sobre la modesta tumba de Anatole, en el promontorio desde el que se dominaba el lago del Domaine de la Cade.
La tierra, el viento, el agua y el fuego, el patrón inmutable del mundo natural siempre imponía su ley.
Su apacible existencia no iba a durar mucho más. Entre Navidad y Año Nuevo se sucedieron los signos, los presagios, las advertencias incluso, que anunciaban que el mundo estaba trastocado.
En Quillan, el hijo de un deshollinador cayó de la escalera y se partió el cuello. En Espéraza se declaró un incendio en la fábrica de sombreros, a resultas del cual murieron cuatro de las trabajadoras, españolas las cuatro. En el taller de la familia Bousquet, un aprendiz quedó atrapado en el metal de la imprenta y perdió los cuatro dedos de la mano derecha.
Para Léonie, la intranquilidad general que empezaba a percibirse se concretó el día en que monsieur Baillard fue a darle la desagradable noticia de que se veía en la obligación de abandonar Rennes-les-Bains. Era la época de las ferias de invierno, en Brenac el 19 de enero, en Campagne-sur-Aude el 20 y en Belvianes el 22. Iba a hacer las visitas de costumbre a esas poblaciones, relativamente alejadas, y después tenía previsto subir a los montes. Sus ojos no disimularon su preocupación cuando le explicó que existían obligaciones más antiguas y más comprometedoras para él que el hecho de ser el tutor oficioso de Louis-Anatole, obligaciones que ya no podía aplazar por más tiempo. Léonie lamentó su decisión, pero supo que no era cuestión de deber ponerla en duda, ni menos aún de interrogarle. Le dio su palabra de que regresaría antes de la festividad de San Martín, en noviembre, cuando los arrendatarios procedían al cobro de las rentas de la propiedad.
A ella la desalentó que su ausencia fuese a prolongarse durante tantos meses, pero había aprendido tiempo atrás que era sencillamente imposible desviar a monsieur Baillard de ninguna de sus intenciones una vez que hubiera tomado una decisión en firme.
La inminencia de su partida, los motivos que lo llevaban a marcharse, y que no le explicó, recordaron una vez más a Léonie qué poco sabía de su amigo y protector. Ni siquiera tenía certeza de su edad, aunque Louis-Anatole había asegurado que al menos debía de tener setecientos años, tantas eran las historias que contaba.
Pocos días después de que se fuese Audric Baillard, estalló un escándalo en Rennes-le-Cháteau. La restauración de la iglesia que había acometido el abad Sauniére estaba prácticamente terminada. En los primeros y fríos meses de 1897 llegó el conjunto de estatuas que se había encargado a un escultor de Toulouse. Entre ellas había un
bénitier,
un receptáculo para el agua bendita, que descansaba sobre los hombros de un demonio contrahecho. Se alzaron las voces en contra de semejante obra, y fueron ruidosas las protestas que insistieron en que tanto ésa como muchas otras de las estatuas no eran aptas para un lugar de culto. Se enviaron cartas de protesta al ayuntamiento y al obispado, algunas de ellas anónimas, en las que se exigía que Sauniére diera las debidas explicaciones. También se exigió que al sacerdote se le negase el permiso para proseguir las excavaciones en el cementerio.
Léonie no había estado al corriente de esas excavaciones nocturnas que se realizaban alrededor de la iglesia, y tampoco de que, según corrió el rumor, Sauniére pasaba las horas entre el anochecer y el amanecer caminando por los montes cercanos en busca de un tesoro. No tomó parte en la polémica, ni tampoco en las críticas y quejas que arreciaron contra un sacerdote que ella había considerado sumamente devoto de su parroquia. Su inquietud se debió al hecho de que algunas de las estatuas eran con absoluta precisión una copia de las que ella había visto en el interior del sepulcro. Era como si alguien o algo guiase la mano del abad Sauniére y, al mismo tiempo, obrase de tal modo que sólo podía levantar una polvareda en su contra.