Sentido y sensibilidad y monstruos marinos (47 page)

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Authors: Jane Austen,Ben H. Winters

BOOK: Sentido y sensibilidad y monstruos marinos
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—«K'yaloh D'argesh F'ah», me dijo el líder. El Leviatán duerme, pero llegará el día en que se despertará.

»E1 relato de mi fuga y de mi regreso a casa es muy largo —concluyó Palmer—. Pero no merece la pena que se lo cuente, porque... nada merece la pena. Si muestro un aire callado, estrambótico, es porque desde ese día la vida ofrece escaso interés para mí. ¿Cómo podría ser de otro modo, qué sentido tiene perseguir los triviales esparcimientos del hombre?

»K'yaloh D'argesh F'ah —repitió Palmer lentamente—. Llegará el día en que se despertará.

Entonces se volvió para observar la estela que dejaba el barco, las agitadas aguas donde antaño se alzaba la isla Pestilente.

—Ese día ha llegado.

El corazón de los seres humanos sin duda debe contener un fluido natural que insiste en la dicha, incluso frente a los argumentos en contra más poderosos. Pues tras escuchar el relato del señor Palmer, y no dudando de su veracidad, las Dashwood siguieron deleitándose con el compromiso que se había producido, justo antes de que el Leviatán se despertara de su sueño intemporal. La señora Dashwood, demasiado feliz para ponerse cómoda (aparte de que dormía en la litera de Peter el Tuerto, que éste le había cedido galantemente), no sabía cómo demostrar su cariño a Edward y alabar a Elinor, cómo mostrar al joven su gratitud por haberse liberado de su anterior compromiso sin perjudicar su dignidad, ni cómo dejarlos tranquilos para que se solazaran a solas, y sin embargo gozar, como deseaba la señora Dashwood, contemplándolos y disfrutar de la compañía de ambos.

Marianne sólo era capaz de expresar su felicidad con lágrimas. Las comparaciones eran inevitables —al igual que las lamentaciones—, y su alegría, aunque tan sincera como su amor por su hermana, no conseguía animarla ni inducirla a hablar.

—Arrrg —atinaba sólo a decir, inspirándose en los piratas que la rodeaban——. Arrg.

En cuanto a Elinor, ¿cómo describir sus sentimientos mientras se hallaba sentada en la cubierta de popa de la Rusted Nati, contemplando el horizonte donde antes había estado su hogar? Desde el momento en que había averiguado que Lucy se había casado con otro y que Edward estaba libre, hasta el momento en que se había sumergido en el océano y había tenido que nadar a toda velocidad para no convertirse en pasto del monstruo, había experimentado un sinfín de emociones, salvo sosiego.

Pero tras haber desterrado toda duda, toda ansiedad, tras comparar su presente situación con la anterior, viendo que Edward se había liberado honrosamente de su compromiso y que se había apresurado a aprovecharse de su liberación para declararle un afecto tan tierno y constante como el que ella siempre había sospechado que sentía, y tras haber nadado juntos para escapar de la prehistórica bestia que era, literalmente, tan grande como una isla, se sintió agobiada, abrumada por su felicidad, y le llevó varias horas calmar su ánimo o tranquilizar su corazón.

Pasaron una semana a bordo de la Rusted Nail, analizando los pormenores de lo que harían todos a partir de ahora, los cuales eran muy halagüeños desde la perspectiva de Elinor. En efecto, al margen de lo que pudiera exigírsele a Edward, era imposible para él dedicar menos de una semana a gozar de la compañía de Elinor, o para comentar siquiera la mitad de las cosas que tenían que hablar sobre el pasado, el presente y el futuro. Aunque bastan unas pocas horas entregadas al esfuerzo de hablar incesantemente sobre los temas que puedan tener en común dos personas racionales para despacharlos, en el caso de unos enamorados es distinto; entre ellos ningún tema queda zanjado. Ninguna comunicación se lleva a cabo, hasta no haberla realizado al menos veinte veces. Hablaron sobre los piratas que los rodeaban, observaron a los pececillos seguir alegremente el barco, se preguntaron cuánto tiempo llevaría la Cosa sumida en su sopor y dónde apoyaría en el futuro su gigantesca cabeza y durante cuánto tiempo; tras agotar esos temas, los abordaron de nuevo.

El coronel Brandon llegó poco después junto al barco, nadando ágilmente y haciendo señas para que le permitieran subir a bordo, permiso que le fue concedido de inmediato. Edward se mostró encantado, dado que no sólo deseaba estrechar su amistad con él, sino tener la oportunidad de convencerle de que ya no se sentía ofendido por haberle concedido el puesto de farero en Delaford.

—Que en estos momentos —dijo Edward—, después de habérselo agradecido de forma tan descortés, supongo que cree que nunca le he perdonado por ofrecerme esa oportunidad.

A Edward le asombraba no haber estado nunca en ese lugar. Pero el asunto le había interesado tan poco que todos sus conocimientos sobre el lago, la aldea y los monstruos que amenazaban el lugar se los debía a Elinor, que los había averiguado a través del coronel Brandon, al que había escuchado con tanta atención que había llegado a dominar el tema.

Sólo quedaba entre ellos una cuestión sin decidir, un obstáculo que vencer. Los unía un afecto mutuo, que sus buenos amigos aprobaban sin reserva; el íntimo conocimiento que tenían el uno del otro parecía garantizar su felicidad, y sólo necesitaban algo de qué vivir. Edward tenía dos mil libras y Elinor mil, las cuales, con el faro de Delaford, era el único dinero con que contaban; pues la señora Dashwood no podía adelantarles nada; y ninguno de ellos estaba tan enamorado como para pensar que trescientas cincuenta libras al año les procurarían las comodidades que exigía la vida. Edward albergaba la esperanza de que se produjera en su madre un cambio favorable hacia él, y en eso confiaba para redondear sus ingresos.

En cuanto al coronel Brandon, solía nadar junto al barco durante buena parte de la jornada, y por las mañanas subía a bordo, lo bastante temprano para interrumpir el primer téte-á—téte de los enamorados antes del desayuno.

Después de residir durante tres semanas en Delaford, donde, al menos durante las horas vespertinas, tenía poco que hacer salvo calcular la desproporción entre seis y treinta y diecisiete, había llegado a bordo de la Rusted Nati en un estado de ánimo que había necesitado de la belleza de Marianne, de la amabilidad con que le había recibido y de todo el aliento que le había expresado la señora Dashwood para levantárselo.

Huelga decir que los caballeros progresaron en la buena opinión que tenían uno del otro, que estrecharon sus lazos de amistad, como no podía ser de otra manera. Su similitud en cuanto a principios y sentido común, su talante y forma de pensar, probablemente habrían bastado para unirlos en la amistad, sin otro aditamento; pero el hecho de que estuvieran enamorados de dos hermanas, y dos hermanas que se querían mucho, hacía que su mutua consideración fuera inevitable e inmediata, sin tener que esperar los efectos del tiempo y el análisis. Edward no juzgaba la extraña apariencia de Brandon, la consideraba simplemente un defecto externo análogo a su defecto interno, esto es, su timidez; algunos llevan un estigma por dentro, pensaba, y otros por fuera.

Recibieron una carta de la ciudad, que días atrás habría hecho que todos los nervios en el cuerpo de Elinor se tensaran, y que fue leída con menos emoción que regocijo. La carta del señor Ferrars estaba redactada en tono solemne. La señora Ferrars era la mujer más desdichada —la pobre Fanny había sufrido mucho moral-mente— y, ante semejante golpe, John se sentía agradecido y asombrado de su existencia. Robert había sido devorado en su noche de bodas. Al presentarse en la suite de luna de miel de la pareja la mañana siguiente a la boda, no habían encontrado más rastro de Robert que un montón de huesos, partidos en dos, de los que había sido succionada la médula ósea. Y a Lucy sentada sobre la macabra pila, saciada después del atracón, sus vidriosos ojos mostrando un goce bestial, riéndose para sí; su piel había recuperado su color primitivo, un intenso y nauseabundo verde mar.

Pese a lo ocurrido, la señora Ferrars no podía perdonar a Robert su ofensa; no sabía a qué pecador condenar más, si a su hijo, por casarse con una mujer sin dinero, o a la mujer, por haberlo devorado. De hecho, había prohibido que volvieran a mencionar el nombre de ambos en su presencia, y aunque en el futuro lograra perdonar a su hijo, nadie debía considerar a la esposa de éste como su viuda, una orden muy fácil de acatar, puesto que al día siguiente Lucy regresó a su cueva subterránea, en algún lugar del fondo del océano Pacífico.

John concluía diciendo que «la señora Ferrars no ha mencionado aún el nombre de Edward», y parecía dar a entender, además, que la dama, después de que su primogénito hubiera sido liquidado de una forma tan horripilante, mostraba una renovada simpatía por su hijo menor, al que había tratado tan mal. Eso indujo a Edward a intentar una reconciliación con su madre.

Así, Edward Ferrars y el coronel Brandon abandonaron juntos la Rusted Nail frente a la costa de Somersetshire. Se proponían dirigirse inmediatamente a Delaford, para que el primero conociera personalmente su futuro hogar, y ayudara a su patrón y amigo a decidir qué mejoras era preciso llevar a cabo. Y desde allí, tras una estancia de dos días, partiría para la ciudad.

50

Después de una oportuna resistencia por parte de la señora Ferrars, no fuera que le reprocharan haberse mostrado demasiado condescendiente, Edward fue conducido ante su presencia y reconocido de nuevo como hijo. De un tiempo a esta parte la familia de la anciana había fluctuado exageradamente. Durante muchos años de su vida había tenido dos hijos; pero el delito y aniquilación de Edward hacía unas semanas la había privado de uno; la aniquilación literal de Robert la había dejado durante quince días sin ningún hijo; y ahora, gracias a la resurrección de Edward, volvía a tener uno. La resurrección de Robert era imposible, pues no era sino un saco de huesos rotos que su madre se negaba a reconocer.

Pese a que su madre le había permitido volver a vivir, Edward pensó que la continuación de su existencia no estaba asegurada hasta no haberle revelado su actual compromiso, pues temía que el hecho de dar a conocer esa circunstancia propiciara un cambio en su salud que acabara con él tan rápidamente como antes. De modo que, con aprensiva cautela, se lo reveló, y ésta le escuchó con inusitada calma. Al principio la señora Ferrars trató razonablemente de disuadirle de contraer matrimonio con la señorita Dashwood, esgrimiendo cada argumento en su poder. Le dijo que en la señorita Morton tendría una esposa de linaje y acaudalada, y para reforzar ese argumento, observó que la joven era hija de un gran ingeniero y que disponía de treinta mil libras anuales, mientras que la señorita Dashwood no era más que la hija de un caballero particular que había sido devorado por un tiburón. Pero al comprobar que, aunque reconociendo la verdad del argumento de su madre, Edward no estaba dispuesto a dejarse guiar por él, la señora Ferrars consideró más prudente, ateniéndose a anteriores experiencias, ceder. Y así, después de una prolongada demora impuesta por su dignidad personal, dio su consentimiento al matrimonio de Edward y Elinor.

De este modo, con la garantía de una renta más que suficiente para cubrir todas las necesidades de ambos, nada les obligaba a esperar a casarse una vez que él tomó posesión del faro. La ceremonia se celebró en la playa de la isla Viento Contrario a comienzos de otoño. Fue una boda preciosa, cuyo tema se basó en los pingüinos: sir John cumplió magníficamente el papel de anfitrión, disculpándose ante los convidados por la ausencia de su esposa, a la que echaba tanto de menos que solía permanecer despierto por las noches, con una copa de ron en la mano, contemplando el mar por la ventana de la finca, aguardando su regreso, que confiaba que se produjera algún día.

Poco tiempo después de instalarse en su nuevo hogar, Edward y Elinor recibieron la visita de prácticamente todos sus parientes y amigos. La señora Ferrars acudió para inspeccionar la felicidad que casi se avergonzaba de haber autorizado, e incluso los Dashwood se costearon el viaje desde Sussex para presentarles sus respetos.

—No diré que me siento decepcionado, querida hermana —dijo John sacando una larva de una bolsita llena de tierra que llevaba y metiéndosela en la boca—. Eso sería decir demasiado, pues no cabe duda de que eres una de las jóvenes más afortunadas del mundo. Pero confieso que me complacería mucho llamar al coronel Brandon hermano. La propiedad que tiene aquí, su lugar, su mansión, todo está en unas condiciones respetables y excelentes.

El matrimonio de Elinor la separó de su familia lo menos posible, pues su madre y sus hermanas pasaban más de la mitad de su tiempo con ella, puesto que ahora no tenían hogar, después de que la isla en la que habían vivido resultara ser el cráneo de un gigantesco monstruo marino, y actualmente vivían en una tienda de campaña en los terrenos de la propiedad de sir John, en la isla Viento Contrario. La señora Dashwood obraba tanto por motivos de interés como por el placer que le procuraban sus frecuentes visitas a Delaford, pues estaba convencida de que la vida en una isla ya no era saludable para Margaret, quien, desde el despertar del Leviatán, había iniciado una lenta y difícil recuperación para volver a ser la de siempre; se estaba dejando crecer el pelo y volvía a hablar, aunque le costaba articular las frases. Las frecuentes visitas a Delaford también servían para que se cumpliera el deseo de la señora Dashwood de que Marianne y el coronel Brandon se encontraran; por preciosa que fuera para ella la compañía de su hija Marianne, la dama no deseaba nada tanto como renunciar al placer que le proporcionaba para cedérselo a su estimado amigo, y Edward y Elinor deseaban también ver a Marianne instalada en la mansión. Todos sentían el pesar del coronel, y la gratitud que le debían, y Marianne, según opinaban, era la recompensa que podían ofrecerle.

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