Sentido y sensibilidad y monstruos marinos (39 page)

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Authors: Jane Austen,Ben H. Winters

BOOK: Sentido y sensibilidad y monstruos marinos
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Aunque Elinor sabía el esfuerzo emocional que suponía para Brandon reconocer la parte de pez de su anatomía, todas sus objeciones fueron enseguida descartadas. Le dio las gracias con breves, aunque fervientes, expresiones de gratitud, y mientras el coronel se disponía a realizar los complicados ejercicios de estiramiento necesarios para preparar su cuerpo para una travesía a nado tan larga, Elinor escribió unas líneas a su madre.

¡Era maravilloso poder apoyarse en esos momentos en un amigo como el coronel Brandon, quien también sería una valiosa ayuda para su madre! Un compañero cuyo criterio le serviría de guía, cuya presencia la confortaría, cuya amistad la tranquilizaría. En cuanto a la conmoción que la señora Dashwood sufriría cuando el coronel le refiriera la situación, la presencia de éste, su talante, su ayuda, todo, salvo su grotesca apariencia, minimizaría el golpe.

Entretanto, al margen de lo que sintiera, el coronel se comportó con la firmeza de una persona en control de sus emociones, realizó sus ejercicios de estiramiento con rapidez y calculó con precisión el tiempo que tardaría en regresar. No perdió ni un momento. Después de estrechar la mano de Elinor con gesto solemne, y decirle unas palabras en voz tan baja que la joven no pudo captarlas, se zambulló desde la proa de la casa flotante y comenzó a nadar con un enérgico y atlético crol rumbo sur-suroeste. Elinor entró de nuevo en la vivienda y subió a la habitación de su hermana para esperar la llegaba del boticario, y vigilar su sueño el resto de la noche. Fue una noche de un sufrimiento casi análogo para ambas. Las horas transcurrieron en un doloroso y delirante duermevela para Marianne, y con intensa ansiedad para Elinor. Las ideas incoherentes que la más joven de las Dashwood albergaba en su cerebro, aquejado por la fiebre, seguían centradas en su madre, y cada vez que pronunciaba su nombre, a la pobre Elinor se le encogía el corazón, pues se reprochaba haber desperdiciado tantos días desde que Marianne había caído enferma, y ansiosa de poder ofrecerle un alivio inmediato, temía que dentro de poco cualquier alivio sería inútil, que lo había demorado todo demasiado, e imaginó que su sufrida madre llegaría demasiado tarde para ver a su amada hija, o en todo caso para verla lúcida.

Cuando se disponía a avisar de nuevo al señor Harris, o en caso de que éste no pudiese acudir, a otra persona para que la aconsejara, apareció el boticario. Su opinión compensó en parte su tardanza, pues aunque reconoció que se había producido una inesperada y preocupante alteración en su paciente, se puso de inmediato manos a la obra para ahuyentar el peligro. Colocó unas sanguijuelas sobre los brazos de Marianne, y depositó las tres más grandes sobre su hinchado ojo. Luego, tras dejar que las sanguijuelas realizaran su tarea, prometió regresar al cabo de tres o cuatro horas, y dejó a la paciente y a su atribulada hermana más tranquilas de lo que las había encontrado.

Con profunda preocupación, y numerosos reproches por no haber sido avisada, la señora Jennings se enteró por la mañana de lo ocurrido. Estaba profundamente afligida. Marianne yacía con los ojos cerrados, respirando trabajosamente, cubierta de sanguijuelas que le succionaban la sangre, y que representaban ahora su única esperanza de recuperación. El rápido deterioro, la muerte prematura de una chica tan joven y hermosa como Marianne habría impresionado a cualquiera que sintiera menos afecto por ella. La compasión que inspiraba a la señora Jennings se debía también a otras causas. Marianne había sido su acompañante durante tres meses, y seguía bajo su tutela, y la estimable dama sabía lo mucho que había sufrido desde hacía tiempo. La angustia de su hermana, por la que la señora Jennings sentía también un gran cariño, era palpable, y en cuanto a la madre de las jóvenes, cuando la señora Jennings pensó que Marianne sin duda representaba para ésta lo que Charlotte representaba para ella, mostró una simpatía y un dolor muy sinceros.

El señor Harris acudió puntual en su segunda visita, pero se mostró defraudado en sus esperanzas de lo que había conseguido con la visita anterior. Mientras arrancaba las sanguijuelas, cebadas con la sangre enferma de Marianne, estaba claro que el remedio había fracasado. La fiebre no había remitido, y la joven, más tranquila —pero no más recuperada—, seguía sumida en un profundo letargo. Percibiendo al instante los temores del señor Harris, Elinor propuso llamar a otro especialista para una segunda opinión. Pero el señor Harris no lo creyó necesario: todavía le quedaba otro antipirético que probar, de cuyo éxito se mostró tan confiado como del último, y su visita concluyó con unas alentadoras palabras que llegaron al oído de la señorita Dashwood, pero que no llegaron hasta su corazón. Metódicamente, con la habitual acostumbrada lentitud de un médico, el señor Harris envolvió el cuerpo de Marianne, de la cabeza a los pies, en varias capas de viscosas algas marinas, dejando sólo una pequeña abertura a la altura de la boca para que su paciente pudiera respirar.

—Las hojas saladas de sargazo extraerán la enfermedad y la fiebre —les explicó el señor Harris—. Y si muere, su piel tendrá un aspecto terso.

Elinor aceptó la explicación del boticario y se mostró tranquila, salvo cuando pensaba en su madre. Pero había perdido casi toda esperanza, y siguió en ese estado hasta el mediodía, sin apenas moverse de la cabecera de su hermana, mientras sus pensamientos pasaban de una imagen de dolor, de una persona querida que sufría, a otra. ¿Qué había sido de Barba Feroz? ¿Acaso el infame pirata no se había percatado de la ausencia del señor Palmer? ¿Era posible que tuvieran la fortuna de que ese asesino hubiese decidido no atacar esta casa flotante donde se encontraba amarrada, junto con unas jóvenes indefensas, una de ellas a punto de morir, que se hallaban a bordo de ella como frutas maduras aguardando ser arrancadas del árbol? No, sin duda ese monstruo esperaba el momento oportuno, jugando con Elinor, deseando atacarlas. Ese pensamiento no hizo sino incrementar su pesar.

Al mediodía, sin embargo, empezó a notar una leve mejoría en el pulso de su hermana. Levantó una esquina de la envoltura de algas del rostro de Marianne y miró su ojo izquierdo e hinchado. Al percibir por primera vez en muchos días señales de vida y lucidez, Elinor esperó, aguardó y examinó a su hermana una y otra vez. Al poco rato se aventuró a inspeccionar de nuevo el ojo hinchado y halló también signos de vida en él. Incluso la señora Jennings tuvo que reconocer que se había producido una temporal reanimación, pero procuró impedir que su joven amiga confiara en que la mejoría persistiera. Elinor se dijo también que no debía alimentar esperanzas al respecto. Pero era demasiado tarde. La esperanza ya había prendido en su alma como un anzuelo, y sintiendo su ansioso aleteo, se inclinó sobre su hermana para observarla, aunque sin saber qué esperaba ver. Transcurrió media hora, y los síntomas favorables seguían apareciendo, seguidos de otros que los confirmaban. La respiración, el color de la piel y los labios de Marianne inducían a Elinor a confiar en que se había producido una mejoría; y la enferma fijó sus ojos en ella con una mirada racional, aunque lánguida. La ansiedad y la esperanza oprimían a Elinor a partes iguales, sin darle un instante de respiro hasta que llegó el señor Harris, a las cuatro. El médico cortó rápidamente la tensa envoltura de sargazo seco, y sus palabras de felicitación y confianza por una mejoría que incluso superaba sus expectativas, procuraron a Elinor tranquilidad, consuelo y lágrimas de alegría.

Marianne estaba mejor físicamente en todos los aspectos, y el señor Harris declaró que se hallaba fuera de peligro. Le aplicó más sanguijuelas, para asegurarse, un último tratamiento que Marianne soportó con valentía. Incluso la señora Jennings se permitió confiar en el criterio del médico, reconociendo, con indisimulada alegría, la probabilidad de una mejoría absoluta.

Elinor permaneció a la cabecera de su hermana, sin apenas separarse de ella en toda la tarde, aplacando todos sus temores, satisfaciendo todas sus preguntas, prestándole todos los cuidados y pendiente de cada cambio en su expresión y respiración. De vez en cuando se le ocurría la posibilidad de una recaída, para reavivar la sensación de angustia, pero durante sus frecuentes y minuciosos exámenes, Elinor observó que todos los síntomas de mejoría persistían, que incluso su ojo tumefacto empezaba a recobrar su aspecto normal y que la costra de pus sobre su párpado se había desprendido. A las seis de la tarde, Marianne se sumió en un sueño apacible, continuado y, según parecía, confortable, y Elinor silenció todas las dudas que la atormentaban.

Se acercaba el momento del regreso del coronel Brandon; Elinor era consciente de que debían mantenerse a salvo, mantener a Marianne con vida, hasta que Brandon regresara con su madre y todos pudieran trasladarse a Barton Cottage, lejos de The Cleveland, lejos de la fiebre, lejos de Barba Feroz. Mientras permanecía junto a su hermana en la habitación del segundo piso de la cabina, se imaginaba con cada crujido, o cada vez que la marea rompía contra las rocas, el terrible sonido de los tacones de plata de las botas del pirata en la cubierta de proa.

El tiempo transcurría con una lentitud exasperante. A las diez, confió en que su madre no tardaría en verse libre de la angustia que debía experimentar mientras se dirigía hacia ellas. ¡Ay, con qué lentitud pasaba el tiempo que mantenía a su madre y al coronel en la ignorancia sobre el estado de Marianne, y a ésta y a Elinor en peligro de ser atacadas por el infame bucanero!

A las siete, tras dejar a su hermana sumida aún en un dulce sueño, se reunió con la señora Jennings en el salón para tomar el té. Sus temores le habían impedido desayunar, y la repentina mejoría de Marianne no le había permitido probar algo más que un bocado a la hora de comer. Por tanto, la presente colación, que tomaron con una profunda sensación de satisfacción, fue muy gratificante. Elinor y la señora Jennings consumieron entre ambas un atún entero, de la cabeza a las aletas, inclusive todos sus órganos interiores. La vieja dama dejó las huevas para que se las comiera Elinor, cosa que ésta hizo, saboreando la salada exquisitez, pese al intenso nerviosismo con que aguardaba la llegada de su madre y el coronel Brandon.

Hacía una noche fría y tormentosa. El viento aullaba alrededor de la casa flotante, sacudiéndola violentamente, y la lluvia batía contra las ventanas. Marianne siguió durmiendo pese a las sacudidas. El reloj dio las ocho. De haber sido las diez, Elinor se habría convencido en esos momentos de que había oído los enérgicos movimientos de Brandon surcando la marea, nadando sin flaquear hacia la casa flotante, y tan intensa era su sensación que, pese a la práctica imposibilidad de que el coronel y su madre hubiesen llegado, corrió a la veranda y miró a través del catalejo para comprobar si era verdad. Al instante vio que sus oídos no la habían engañado. Se acercaba algo, pero no era Brandon nadando a través de las olas y transportando a su madre sobre sus hombros. El objeto que se acercaba por el oeste era largo, mucho más largo que un hombre nadando, y surcaba el mar a más velocidad que cualquier nadador, incluso alguien dotado de potentes aletas faciales que le propulsaban. Mientras miraba a través del catalejo, oyó el sonido de unos remos golpeando las olas.

Elinor sintió que el alma se le caía a los pies. No se trataba de Brandon y su madre, sino de un barco. Barba Feroz había aparecido.

Giró la carroñada y apuntó contra el enemigo que se aproximaba a gran velocidad, pero al cabo de unos momentos vio que el barco parecía más pequeño que una goleta pirata de tres palos. Pensando que tenía más probabilidades de acertar el tiro si disparaba contra Barba Feroz y sus hombres a corta distancia, cuando abordaran la casa flotante, se deslizó rápidamente por la trampilla hasta la bodega, regresando con igual rapidez a cubierta armada con la escopeta de caza de Palmer. Situándose a la sombra del gigantesco timón, apuntó la escopeta hacia la pasarela de la casa flotante, dispuesta a abrir fuego en cuanto la tripulación pirata tratara de subir a bordo.

Cerró los ojos y pronunció una breve oración mientras permanecía agachada a la sombra del timón. No deseaba disparar una escopeta, ni morir a bordo de The Cleveland en esa tenebrosa noche, pero estaba dispuesta a defender a toda costa a su hermana, que había logrado recuperarse. El sonido del tacón de una bota en el extremo de la pasarela la convenció de que los primeros e ingratos visitantes habían conseguido subir a bordo. Sintió que tenía los dedos sudorosos alrededor del gatillo de la escopeta. Las recias pisadas se aproximaron.

Elinor alzó la escopeta, miró a través del punto de mira... y vio a Willoughby.

44

Retrocediendo horrorizada al verlo, no depuso el arma. Durante unos segundos sintió que el corazón le latía violentamente y, en medio de su confusión, se le ocurrió la terrorífica posibilidad de que Willoughby fuera Barba Feroz. Sin apartar la mano del gatillo, alzó el cañón un poco más, pero se detuvo al ver al joven caballero avanzar apresuradamente hacia ella, gritando con tono imperioso más que implorante:

—¡No dispare, señorita Dashwood! Le ruego que me escuche durante media hora..., diez minutos.

Willoughby levantó las manos en un gesto de rendición, al igual que MonsieurViene, el orangután, que Elinor vio junto a su dueño, con las manos alzadas sobre la cabeza en una simiesca parodia del gesto de súplica de su amo.

—No, señor —replicó Elinor con firmeza—. Me niego a escucharle. No creo que tenga nada que decirme. El señor Palmer no está a bordo.

—Aunque el señor Palmer y todos sus parientes se hubiesen ido al diablo, ello no me habría impedido atravesar esta pasarela. Es con usted, y sólo con usted, con quien deseo hablar.

—¿Conmigo? Bien, señor, diga enseguida lo que desea y, a ser posible, con menos violencia.

—Y usted también —contestó Willoughby.

Al captar la insinuación, Elinor bajó lentamente la escopeta, aunque siguió sujetándola con firmeza

—Siéntese —dijo él—, y yo haré lo propio.

Ella dudó unos instantes, sin saber qué hacer. Pensó en la posibilidad de que el coronel Brandon apareciera y la encontrara junto al timón, conversando con Willoughby. Pero había prometido escucharle, y estaba en juego no sólo su honor, sino su curiosidad. Tras unos momentos de reflexión, y habiendo llegado a la conclusión de que la prudencia requería prontitud, y que la mejor forma de promoverla era la aquiescencia, Elinor condujo a Willoughby y a su extraño acompañante al salón de la vivienda, donde se dirigieron en silencio a la mesa y se sentaron. El joven ocupó la butaca frente a Elinor, Monsieur Viene se sentó en el centro de la alfombra del salón, y durante medio minuto ninguno dijo una palabra.

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