Señores del Olimpo (2 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Fantástico

BOOK: Señores del Olimpo
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Grato se acercó a sus nuevos huéspedes y les sirvió vino caliente en copas de madera. El viento silbaba en el exterior. Uno de los pastores comentó que ese año las nieves habían llegado antes de tiempo.

—Ni siquiera debería haber nieve aquí —repuso el broncista, enredando con los anillos de su barba—. Desde que soy niño, sólo la he visto dos veces en las laderas del monte Liceo. Y ahora tengo que quitarla a paladas de la puerta de mi forja.

—Son los dioses, que están irritados por la impiedad del rey. Todos pagaremos por ello —sentenció el pastor desdentado.

—¡Dejad eso ya, os digo! —insistió Grato.

En ese momento se abrió la cortina de lana que daba a la alcoba y la hija del posadero entró en la sala común. Cileno la estudió con ojo crítico. Dieciséis o diecisiete años. El cabello y los ojos negros, la boca grande y carnosa, la nariz fina y las nalgas levantadas y bien ceñidas. Haciendo caso omiso de los silbidos y requiebros de los pastores, la chica sirvió guiso en una escudilla de madera y se acercó a Cileno y al viejo. Entre los dos forasteros había un escabel a modo de mesa, donde depositó el cuenco. Al hacerlo se agachó delante de Cileno y su peplo de lana se ahuecó, pues ella se lo había abrochado en los hombros con holgado descuido, o tal vez con picardía. Cileno disfrutó una fugaz visión del inicio de sus pechos, llenos y redondos. Las miradas de ambos se cruzaron y Cileno reconoció el brillo de la tentación. Mantuvo la mirada de la chica y sonrió. Pese a que su padre le reprendería por ello, como si el muy rijoso no fuera mucho peor que él, Cileno coqueteaba con la mitad de las mujeres que conocía en sus continuos viajes.

—Gracias —susurró, sabedor de que su aliento olía a ambrosía, y no a neguijón como el de los demás parroquianos—. ¿Cómo te llamas?

—Dada.

La sonrisa de la muchacha no estaba mal. Aún tenía los dientes blancos y sólo un canino se salía de la hilera. De cerca olía a repollo y queso de cabra, pero por debajo de estos dudosos aromas se percibía otro olor más suave, como a pan blanco horneado. Tal vez, después de un buen baño, merecería la pena acostarse con ella.

—¿No te molesta el bastón? —preguntó Dada.

Cileno acarició el pomo del báculo, una cabeza de serpiente con ojos de rubí. Lo llevaba enganchado al cinturón de cuero y lo había ladeado para sentarse, pues la aguzada contera topaba con el suelo.

—No, no me molesta.

—Es duro y se te puede clavar —insistió ella, picara—. Yo te lo guardaré en un sitio más cómodo.

—No lo dudo. Pero prefiero no separarme de él.

Dada se incorporó, rodeó el fuego central, sorteó a los perros que dormitaban en el suelo y acudió a la mesa para servir a los demás comensales. Cileno levantó el cuenco y se lo arrimó a la cara. Ninguno de los ingredientes era de su gusto, como tampoco el olor a oveja añosa. Arrugó la nariz y dejó la escudilla sobre el taburete.

—Come —susurró el viejo, que estaba detrás de él, casi oculto entre las sombras.

—¿Es obligatorio, padre?

—Lo es.

Cileno volvió a tomar el cuenco. Dedicó una amplia sonrisa a los demás parroquianos, que lo estaban mirando, dio un sorbo al caldo y se llevó a la boca un trozo de carne. Estaba blanda, pues había cocido durante horas, pero la oveja debía haber muerto días antes.

Dejó de nuevo la escudilla. La muchacha les había traído también un pan de centeno. El viejo lo pellizcó con la mano izquierda y, aunque era negro y duro como basalto, le arrancó un buen trozo. Después, siempre con la zurda y sin sacar la mano derecha de debajo del manto, mojó el mendrugo en el caldo, capturando de paso unas hebras de carne, se lo comió y lo regó con un sorbo de vino.

Ya hemos cumplido, pensó Cileno. Habían aceptado la comida y la bebida de aquellos hombres de la montañosa y primitiva Arcadia. De hecho, su padre había sido más estricto, pues había probado el pan. Pero es que su padre era muy puntilloso con las normas de la hospitalidad.

Los pastores discutían ahora sobre nieves y pastos. Aunque algunos de ellos gastaban bromas, se les veía preocupados, casi asustados por el invierno que se avecinaba. En el interior de la posada, un bebé empezó a llorar. Dada dejó el puchero sobre la mesa y se dirigió hacia la misma puerta por la que había entrado. Mientras alzaba la cortina, se soltó el prendedor del hombro izquierdo. Antes de entrar en el tabuco, se volvió hacia Cileno y sonrió con falso pudor, tapándose el pecho con los dedos tan separados que el oscuro pezón se veía entre el corazón y el anular.

—El tabernero te está observando —susurró su padre, tras él—. No hagas que tu lujuria nos ponga en aprietos con nuestro anfitrión.

—¿Y tú me dices eso? Lo creas o no, no tengo tanto afán como tú por esparcir mi semilla por todas las tierras. —Cileno se mordió el labio. No podía evitarlo, la lengua siempre lo traicionaba. Pero su padre debió tomarse a bien la pulla, pues esbozó una sonrisa.

—¿Puedes cantar para nosotros otra vez? —preguntó el posadero, que ciertamente le estaba mirando—. Nunca vienen aedos por aquí.

Cileno decidió que le sería más fácil olvidarse del humo y el olor a repollo, grasa, sudor, perros pulgosos y madera podrida si hacía algo de provecho. Volvió a abrir el lienzo embreado, desenvolvió la lira y se puso en pie. Sus dedos pulsaron las siete cuerdas de tripa.

—¿Queréis que os siga narrando cómo el poderoso Zeus derrocó a su padre Cronos y se convirtió en señor del Universo?

El viejo le tiró de la túnica.

—Estoy aburrido de oír esa historia —le chistó.

—¡Mi padre está aburrido de oír esa historia! —declaró Cileno, en voz alta—. En ese caso, mejor os cantaré cuál fue el origen de este instrumento que veis en mis manos. Cómo Hermes, hijo recién nacido del todopoderoso Zeus que amontona las nubes, después de robarle los bueyes a su hermano Apolo, encontró una tortuga a la entrada de una cueva y pensó...

Blam, blam, blam...

Los perros levantaron las orejas y sus dueños respingaron en el banco. La puerta volvió a retemblar con el amenazador estrépito del metal.
Blam, blam...
Todos se miraron alarmados y la chica apareció tras la cortina, abrochándose la fíbula del hombro. Grato se apresuró a retirar la tranca de madera para evitar que derribaran la puerta. Seis hombres armados entraron a la posada, arrastrando con ellos el frío de la noche. Todos vestían pieles, tres de ellos de lobo y los otros tres de oso. Bajo las fauces abiertas de las fieras, se habían tiznado los rasgos con gruesos trazos negros. Sus armas eran variopintas. El más alto de ellos, un hombre-oso de casi cuatro codos
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de altura, blandía en la mano derecha un hacha doble que no habrían podido levantar entre dos hombres normales. Otros traían lanzas de fresno con conteras y moharras de bronce. El último en entrar, un hombre de unos treinta años con una cicatriz que le cruzaba la boca en diagonal, llevaba una espada de hierro con el arriaz engastado en jade.

Algunos de los clientes se apretujaron en el banco por hacer sitio y apartarse de los recién llegados, mientras otros se levantaban y aprovechaban para marcharse en silencio. El posadero se acercó a los guerreros con la mirada gacha y les ofreció un cáliz de barro decorado con toscas pinturas blancas, sin duda la copa más lujosa de su taberna.

—Bienvenido a mi humilde morada, noble Fineo. Por favor, come y regocija tu corazón con el vino de mi casa...

El tal Fineo, el hombre de la espada, tomó la copa mientras su mirada barría la sala. No era un vulgar guerrero. Mientras sus hombres se cubrían el torso con discos de metal enganchados con correas, él llevaba una coraza completa, decorada con incrustaciones de amatista y colmillos de jabalí. Bebió, revolvió el vino en la boca, lo escupió a un lado y tiró la copa contra una pared. Grato reprimió una mueca. Aquel cáliz de barro debía ser más valioso para él que una copa de electro para un príncipe.

—¿Cómo te atreves a ofrecerme este meado de oveja?

—Lo siento, noble Fineo. Es el vino de mi mejor cántaro.

Fineo lo apartó un lado y se acercó al fuego central para frotarse las manos.

—Es igual. No hemos venido a beber. Nos han dicho que te ha nacido un hijo, posadero.

Grato cruzó una mirada fugaz con su hija.

—Deben hablar de otro, noble Fineo.

—No hay otra posada en esta mierda de aldea.

—Tal vez no se referían a Melatro, señor. Yo soy ya viejo, y mi mujer murió hace dos inviernos. Dada es mi única hija...

Cileno percibió el temblor de la joven, que estaba de pie a su lado. Llevado por un impulso, le puso la mano en la cintura. Ella le tomó los dedos y se los apretó con fuerza. En ese momento, el bebé lloró de nuevo tras la cortina. Dada agachó la barbilla y cerró los ojos. Fineo hizo una señal con la mano. El hombre-oso del hacha cruzó la estancia en tres zancadas y tiró de la cortina con tanta fuerza que arrancó la barra de madera de la pared.

El llanto del bebé se redobló. Dada soltó la mano de Cileno y entró en la alcoba tras el gigante. Unos segundos después, ambos reaparecieron. El hombre-oso sostenía en alto a un bebé pelón, agarrándolo por un extremo del pañal. Los piececillos del crío se agitaban en el aire, mientras Dada estiraba los brazos para cogerlo. Al ver que no lo conseguía, aporreó la espalda del hombre-oso; en vano, pues la capa de piel ahogaba hasta el sonido de los golpes. Los otros dos hombres-oso la agarraron de los brazos y la llevaron en volandas tras la cortina.

De los clientes de la posada, la mayoría se habían apresurado a salir. Sólo quedaban el broncista y tres pastores tan borrachos que apenas eran capaces de levantarse.

—¡Por favor, mi señor Fineo! —suplicó Grato, abrazando las rodillas del guerrero—. ¡Dejadme a mi nieto! ¡No tengo hijos varones!

Fineo le agarró de una oreja y lo apartó de sí, estrellándolo contra los ladrillos que rodeaban el fuego.

—¡La ley dice que hay que entregar a mi padre todos los primogénitos!

—Pero yo ya entregué mi primogénito al rey Licaón hace veinte años... —sollozó Grato.

—Pues ahora entregarás al primogénito de tu hija. Esa zorra ya puede irte engendrando otro nieto. —Fineo levantó la voz, mirando hacia la alcoba. Del otro lado venían carcajadas, y también los alaridos de Dada—. ¡Pero no ahora! ¡Hemón, Faso, salid de ahí ahora mismo!

Los dos guerreros salieron del tabuco con gesto de mal humor, arreglándose los faldares de tiras de cuero. De la alcoba llegaban sollozos desgarrados, pero el llanto del bebé era aún más agudo. El hombre-oso le tapó la boca con la manaza.

—Suéltalo, que lo ahogas —le dijo Fineo—. Tiene que llegar vivo. ¡Vamos!

Los seis guerreros se marcharon, y el lamento del bebé se perdió en la noche. Al cabo de un rato, el broncista se levantó para cerrar la puerta, pues el viento gélido hacía oscilar las llamas del hogar. Pero el viejo forastero, que no había pronunciado palabra durante el incidente, se levantó por fin del suelo y le hizo un gesto.

—No cierres. Nosotros también nos vamos.

Cuando salían, Cileno volvió la mirada. Tras el vano que daba a la alcoba, a la luz de una lámpara de aceite, se veía a Dada, acurrucada en el suelo y abrazada a los jirones de su túnica sin dejar de sollozar. El posadero, por su parte, se había quedado sentado a la mesa con la cabeza hundida entre los brazos. Ésa fue su última visión de ellos.

 

 

Al atardecer, cuando llegaron a la aldea, estaba nevando. Pero ahora el cielo se había despejado un poco y las nubes desfilaban como lobos oscuros por delante de la luna llena.

—La luna se ve muy roja —observó Cileno—. No debería ser así. Ya está muy alta.

—¡Es el rojo de la sangre!

Cileno se volvió. Era el pastor desdentado, que había salido trastabillando de la taberna.

—¿Qué quieres decir?

—Allí arriba ocurren cosas terribles. —El pastor levantó el cayado para señalar, y estuvo a punto de caerse.

Bajo la luna se perfilaba un peñasco de formas afiladas como las de una gran dentadura teñida de sangre, y sobre el peñasco una fortaleza.

—El castillo de Licaón el impío —dijo el pastor—. ¡Allí ocurren cosas que atentan contra las leyes de los dioses!

—¿Qué cosas? —preguntó Cileno, pero el pastor se alejaba ya, a medias apoyado en su cayado y a medias en la cabeza de su perro.

—Pronto lo descubriremos —dijo su padre, levantándose el ala del sombrero para poder ver la fortaleza—. Vamos a pedir la hospitalidad del rey Licaón de Arcadia.

Subieron por un angosto sendero. En los tramos más empinados había escalones tallados en la roca, resbaladizos por la nieve a medio fundir. Bajo ellos, las escasas luces de la aldea se perdieron, engullidas por las sombras de los picos, quebradas y peñascos que dibujaban el paisaje de aquella comarca. Apenas había allí explanadas donde se pudieran sembrar cereales para amasar pan. No era extraño que los arcadios careciesen de los refinamientos que distinguían a los aqueos de Micenas, los cretenses de Cnossos, los egipcios de Menfis o los hititas de Hattusa.

—¿De verdad fue Este el lugar donde dio a luz Rea?

—No —respondió el viejo, que caminaba por delante de Cileno, apoyándose con la mano izquierda en el bastón—. Pero fue aquí, en el monte Liceo, donde se libró la última batalla y donde Cronos resultó por fin derrotado.

Llegaron a un repecho en una peña que sobresalía de la masa del monte. Cileno se arrebujó en la clámide, no por frío, que apenas le afectaba, sino por evitar que se la llevara el aire. El viento seguía silbando y la luna aún se veía roja, pese a que estaba ya muy lejos del horizonte. Al verla, el viejo meneó la cabeza y chasqueó la lengua, contrariado.

—Cenizas en el aire —murmuró.

La fortaleza se alzaba ante ellos. La muralla, levantada con sillares de un codo de altura, serpenteaba siguiendo el relieve de la roca que le servía de sustento. Aunque no era tan imponente como las grandes ciudadelas de Micenas, Tirinto o Tebas, aquel castillo encaramado en las alturas y bañado por una luna roja resultaba siniestro. Sobre el parapeto ardían decenas de antorchas, cuyas llamas bailaban al compás del viento como danzarinas cretenses. Las puertas, dos pesadas jambas de roble abollonado, estaban cerradas. Sobre ellas, apoyados en el enorme dintel de granito, dos lobos rampantes enfrentaban sus fauces.

—¿Quién va? —preguntó un vigía desde las almenas.

—¡Dos viajeros en la noche! —gritó Cileno. Unos lobos aullaron en la lejanía—. ¡No pensarás dejarnos fuera con este tiempo!

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