Ni Harold ni Amalia habían contado con estas efusivas demostraciones de alegría. Mientras los redentores eran paseados a hombros sobre la multitud delirante, varios centenares de terrestres asaltaban al Tampico, lo invadían tumultuosamente y se abrazaban riendo y llorando a los tripulantes que quedaban dentro.
En mitad de esta confusión, Amalia consiguió subir a bordo, acercarse a los micrófonos y hacer funcionar los altavoces.
—¡Hermanos…! —gritó.
Un rugido de entusiasmo le respondió.
—¡Hermanos! —repitió Amalia en lengua thorbod—. ¡Silencio, por favor… silencio!
Los terrícolas fueron callando. El sordo rumor de la multitud descendió como el mugido de una marea súbitamente aplacada.
—Por favor, hermanos —siguió diciendo Amalia a través de los altavoces—. La tripulación del Tampico os agradece este caluroso recibimiento, pero vuestras cariñosas muestras de afecto no pueden prolongarse sin riesgo para todos nosotros. El mundo es todavía de la abominable Bestia Gris. En días no muy lejanos, cuando hayamos barrido al Hombre Gris de la faz de la Tierra y el planeta entero sea nuestro, tendréis sobradas ocasiones para entregaros a la fiesta y al jolgorio. Ahora os rogamos serenidad y silencio. Nos queda mucho por hacer antes que rompa el día. Hemos de descargar al Tampico y llevar parte de su contenido a Nueva York ocultando el resto para transportarlo en noches siguientes… Vamos… ¡manos a la obra!
Un sordo murmullo de aprobación flotó sobre los excitados terrícolas. Los redentores pudieron al fin hollar con sus plantas la madre Tierra y se comenzó la descarga del alijo.
Harold Davidson dejó a sus hermanos dirigiendo la descarga y subió al crucero para reunirse con Amalia y entrar juntos en el despacho del contralmirante Aznar. Este era un hombre alto, rubio y corpulento como la inmensa mayoría de los Aznares. Pese a su aparente juventud, era abuelo de Amalia y de cuarenta nietos más, todos ellos soldados. El contralmirante besó a Amalia en las mejillas, invitó a Harold a sentarse y le tendió una caja de cigarrillos. En la Tierra habíase perdido la costumbre de fumar desde que la Bestia entró en posesión del Reino del Sol. Harold aceptó el cómodo sillón de plástico, pero rechazó sonriendo el cigarrillo.
—¿Cómo andan las cosas por las demás ciudades, contralmirante? —preguntó Amalia.
—Bien, estupendamente bien —aseguró don Federico lanzando una bocanada de humo hacia el techo—.
Como en Nueva York, el éxito de nuestros agentes ha sido completo en todas las partes del mundo. Es confortante comprobar que, pese a todo, la humanidad no ha perdido la fe en Dios y en la justicia. El día de libertad, esta humanidad ansiosa de revancha, se alzará en peso contra la Bestia y la ahogará en un mar de sangre gris.
—¿Cuál será ese día, abuelo? —interrogó Amalia—. ¿Habéis fijado ya la fecha de la invasión?
—No de una manera definitiva, pero calculamos que se producirá, días arriba, días abajo, por las vísperas de Navidad. El Sumo Pontífice nos ha suplicado que activemos nuestros preparativos para que la cristiandad pueda celebrar este año el nacimiento de nuestro señor Jesucristo… y nosotros deseamos también que el mundo haya recobrado su libertad para las Pascuas… Ya sabes que nuestro ejército está preparado para invadir la Tierra en cualquier momento. La designación exacta de este momento no depende de las fuerzas armadas, sino de lo que vosotros progreséis aquí en la Tierra.
—Yo creo que en otro mes tendremos la operación madurada —dijo Amalia—. Todavía estamos en el período preparatorio de la campaña psicológica y el éxito es ya enorme. Cuando la Voz de la Libertad dé principio a sus emisiones y llegue a todos los rincones del mundo, no habrá hombre ni mujer, niño ni anciano terrestre, que no esté dispuesto a dar su sangre por el triunfo de nuestra cruzada. Este debe ser el momento de la invasión. Demorarla significaría someter los nervios de nuestros hermanos a una tensión excesiva. No hay que olvidar que, en viéndose armados, los terrícolas pueden impacientarse si la invasión se retrasa y empezar antes de hora la matanza de hombres grises.
—He pensado en esa posibilidad —repuso el contralmirante—. Por eso os recomiendo que no hagáis el reparto de armas hasta que un mensaje mío por telescritor os anuncie el día y la hora en que coincidirán el levantamiento y la invasión.
—Eso no es posible —dijo Harold terciando en la conversación—. No tenemos ningún almacén lo bastante espacioso para tener guardadas tantas armas, y, por otra parte, mis paisanos se sentirán más esperanzados si pueden acariciar de vez en cuando sus pistolas ametralladoras.
—Bien. En tal caso repartan las armas, pero conserven el control de las municiones. No podemos arriesgarnos a que esas «Vindicadoras» se disparen voluntariamente o accidentalmente, sembrando la alarma y descubriendo el pastel a los thorbod. Las municiones ocupan poco espacio y es más fácil tenerlas guardas en sitio seguro.
Harold aprobó con profundos movimientos de cabeza. Después de cambiar impresiones con el contralmirante, Amalia y Harold saltaron a tierra para tomar parte en el desembarco del alijo. Entre otras cosas, aquella hondonada había sido preferida a otras para el desembarco porque en las laderas de los montes se abrían varias profundas cavernas donde podría ocultarse la parte del equipo descargado que sería llevado a Nueva York en noches sucesivas.
Las cajas eran muchas y su descarga entretuvo a la gente más de lo que Harold deseaba. Apenas el alijo estuvo oculto en las cuevas, el Tampico se elevó en el aire para desaparecer como una sombra por la misma dirección que había venido. Harold tomó una de las cajas envueltas en tela impermeable, la echó sobre sus robustas espaldas y volvióse hacia la larga fila de cerca de 4.000 hombres que esperaban con sendos bultos a sus pies.
—¡Carguen, muchachos… y en marcha! —grito estentóriamente.
Los terrestres se inclinaron todos a un tiempo, tomaron los bultos, los echaron sobre sus hombros y rompieron a andar hacia la ciudad de Nueva York.
Veinticuatro horas más tarde, ocho mil terrestres neoyorquinos repetían la afortunada expedición y entraban en los arrabales de la populosa urbe doblados bajo las preciosas cajas que contenían miles de pistolas ametralladoras y una exorbitante cantidad de diminutos receptores de radio, no mayores que un paquete de cigarrillos. Por ser éste el día que la «Voz de la Libertad» daría comienzo a sus emisiones de onda ultracorta y porque nadie quería perderse el programa, la expedición salió apenas hubo cerrado la noche, tomó parte del alijo almacenado en las cavernas de la hondonada y regresó a marchas forzadas entrando en los arrabales de Nueva York a las cinco de la madrugada.
Excepto las cajas de munición, que fueron llevadas al barracón donde Amalia Aznar y los hermanos Davidson tenían establecido su cuartel general, cada cual se llevó el paquete que llevaba a su casa, ocultándolo hasta el momento de un posterior reparto de receptores y armas.
Una atmósfera de nerviosa expectación flotaba sobre los arrabales aquella madrugada. Apenas Harold entró en el barracón cortó las cuerdas de un paquete y quitó la envoltura sacando a la mortecina luz de una bujía de sebo un montón de bien ordenados y embalados receptores de radio. Mientras sus hermanos levantaban una trampa del suelo y bajaban las cajas de munición a la cueva que había debajo, Harold manipuló en el receptor y lo dejó sobre la mesa que ocupaba el centro de la habitación.
Siguieron unos cinco minutos de nerviosa espera. Las cajas eran estibadas apresuradamente en el fondo del sótano mientras los ojos se volvían ansiosamente hacia el diminuto aparato de radio que descansaba sobre la mesa. De esta cajita brotaron una serie de pitidos modulados que cortaron la respiración a todo el mundo.
Es la contraseña —explicó Amalia. La trampa del sótano se cerró de golpe. Medio centenar de hombres y mujeres astrosamente vestidos se reunieron formando apretado círculo en torno a la mesa. La contraseña terminó y siguieron unos segundos de tenso silencio. De repente, el altavoz del receptor dejó escapar un chorro de vibrantes notas musicales. Era una marcha viril y estrepitosa, alegre y arrogante; el himno del ejército redentor.
La Bestia aborrecía la música. Desde que los thorbod se enseñorearan del Reino del Sol, ninguna composición musical había acariciado los oídos terrestres. Ahora, los neoyorquinos abrían sus oídos de par en par mientras los rostros daban muestras de alegre sorpresa.
La marcha trepidó triunfalmente durante tres minutos y cesó con un retumbante golpe de bombo. Una voz clara y potente habló en lengua thorbod, la única permitida por la Bestia en todos su dominios.
—Esta es la «Voz de la Libertad», emisión del ejército redentor dedicada a toda la raza humana. ¡Queridos hermanos nuestros! Desde el propio Reino del Sol os saludamos. Surgimos de la lejanía y el olvido, donde hemos morado anhelando este momento y nos sentimos dichosos al aseguraros que con nosotros vuelve el espíritu vengador de aquellos antepasados que un día emprendieron la penosa ruta del exilio con lágrimas en los ojos y, en los labios, la firme promesa de regresar para destruir al secular enemigo de nuestra raza. No venimos solos. Traemos con nosotros la formidable máquina bélica que romperá vuestras cadenas. La invasión de la Tierra es inminente…
Un gutural rugido de entusiasmo ahogó por unos instantes las palabras del locutor. Luego, los ojos y los oídos se abrieron de par en par a las sorprendentes nuevas que la «Voz de la Libertad» iba dejando caer en aquella choza como chorro de agua sobre un yermo fértil, sediento de lluvia…
E
l hombre gris era una criatura extraterrestre, corpulenta, de figura parecida a la del hombre humano, aunque fisiológicamente distinto. La Bestia no tenía corazón ni pulmones. Su sangre, blanca y fría, circulaba espontáneamente por todo el organismo absorbiendo el oxígeno vital a través de los poros de la cenicienta piel. La cabeza de estas criaturas era de horrible fealdad y aproximadamente el doble de grande que la del terrícola. Bajo una frente abombada, donde germinaban pensamientos incomprensibles para las criaturas terrestres, brillaban redondos, fríos y enormes, un par de ojos de pupila y color diverso; amarillos, rojos, azules o verdes.
Debajo de los ojos tenían los hombres grises una trompetilla carnosa y movible y, finalmente, debajo de ésta, una boca redonda, horrible, armada de dos hileras de colmillos de forma triangular.
Hombre gris y hombre humano eran enemigos irreconciliables. La Bestia despreciaba al terrícola. Este había demostrado ser un enemigo poco temible en la guerra y, vuelto a su condición de ser ignorante, después que se le hubo privado de todo medio de instrucción, la Bestia le había borrado de la lista de sus enemigos considerándolo indigno de ser tenido por tal. Este olímpico desdén iba a costar caro a los hombres grises en un futuro próximo, pero ellos lo ignoraban cuando el autoplaneta Valera, a los dos meses de haber cruzado la órbita de la Tierra, retornó sobre el camino andado mostrándose de nuevo ante sus sorprendidos ojos.
La Bestia, que jamás había mostrado miedo alguno durante su larga lucha contra los nativos del Reino del Sol, tembló de terror a la vista de aquel planeta. En sus movimientos pausados y seguros, mientras acortaba la distancia que le separaba de la Tierra persiguiéndola a través del espacio, el desconcertante planetillo no era aquel que dos meses atrás pasara como una ráfaga ciega por las proximidades del mundo. Una inteligencia desconocida, temida ante el poder de que hacía gala, guiaba aquel planeta con tanta seguridad como si se tratara de una máquina construida por el hombre.
La Bestia tembló. En algún punto remoto del espacio los hombres grises tenían o habían tenido una patria. Alguien les expulsó de ella obligándoles a emprender el largo éxodo que finalmente les conduciría al Reino del Sol y al dominio de Marte, Venus y la Tierra con todos sus satélites. A este enemigo, sólo de ellos conocido, atribuyó la Bestia la capacidad de llevar por el espacio un planeta haciéndole tomar los rumbos que dictara su capricho.
Apenas los observatorios descubrieron al planeta y lo identificaron como el mismo que cruzara la órbita terrestre dos meses antes, la Bestia apresuróse en enviar una poderosa escuadra exploradora a su encuentro. La escuadra se aproximó al misterioso planeta y se detuvo a prudencial distancia. Como nada ocurriera y nada pudieran ver a través de la envoltura gaseosa que enmascaraba la faz de aquel mundo, dos pequeñas aeronaves se acercaron.
Y entonces ocurrió lo que la Bestia temía. Una nube de rápidos torpedos de impulsión cohete surgió de la bruma y cayeron por sorpresa sobre las aeronaves thorbod. Inútilmente trataron estas de esquivar al enemigo, al mismo tiempo que intentaban detenerlo con sus Rayos Zeta.
Pero los Rayos Zeta en esta ocasión resultaron ineficaces. Los torpedos llegaron hasta las naves thorbod y las destruyeron.
Aquellos aparatos, como todos los de la Flota Sideral thorbod, llevaban los cascos recubiertos de dedona, el maravilloso metal que repudiaba la fuerza de atracción de los planetas y resistía impávido los mortales «Rayos Z». Por primera vez en la historia, los hombres grises se pusieron en fuga ante sus enemigos, regresando a la Tierra para dar cuenta de su terrible experiencia.
La reaparición de Valera fue el primer anuncio de la invasión que tuvieron los terrestres. En el cielo de Nueva York, el planetillo brillaba con un tamaño y un fulgor dobles que los de Venus.
En las vísperas de Navidad, el propio contralmirante don Federico Aznar se presentó en Nueva York acompañado de su plana mayor. Su presencia fue acogida por los neoyorquinos como feliz augurio. El contralmirante venía a dirigir personalmente el alzamiento de Nueva York.
—Sólo porque Nueva York es la capital del imperio thorbod y porque van a ocurrir aquí grandes cosas —dijo el contralmirante.
Fue aquélla una noche muy agitada para todos los neoyorquinos. Las municiones fueron repartidas con profusión, así como millares de afilados cuchillos de cristal. La «Voz de la Libertad», en la que aseguraba ser su última emisión, anunció la llegada inminente para el mediodía de una formidable flota redentora que formaría una nube sobre Nueva York.
Aquella noche, varios proyectiles cohete disparados desde el mar estallaron a gran altura sobre el cielo de Nueva York. Una espesa nube de octavillas, redactadas en lengua thorbod, invitaba a las autoridades locales «a rendir la ciudad al Ejército de Liberación que desembarcaría sobre la ciudad al mediodía de mañana». Los thorbod pensarían que era necesario ser estúpidos, o bien sentirse muy seguros de sí mismos, para hacer una proposición tan audaz.