Harold no estaba muy seguro de comprender las emociones de la muchacha. El había nacido en la Tierra y vivió en Nueva York hasta que la Bestia le desterró a Ganímedes. Ningún recuerdo grato conservaba de la época de su vida pasada en este mundo. Contrariamente a lo que decía sentir Amalia, él hubiera preferido no tener que volver jamás a un planeta donde todo era ingrato para el terrestre. La Tierra era un mundo muy hermoso sin duda alguna, pero no para los seres humanos que vivían en ella actualmente.
La conversación quedó interrumpida cuando vieron venir rápidamente hacia ellos las luces de otra base thorbod en el Lago George. Estaban ya cerca de su emplazamiento antiguo, en las proximidades de los Montes Adirondacks. Un poco más allá del Lago George se veía ya en el cielo el amarillo resplandor de una populosa urbe.
—Nueva York —señaló Harold.
A partir de este momento permanecieron encerrados en un mutismo local. Ella paladeando sin duda la emoción inigualable del momento en que pisaría por vez primera el suelo de la madre patria; él, reviviendo en el recuerdo los años de su triste infancia, vividos en aquella ciudad maravillosa, siempre célebre por su belleza.
Iban frenando velocidad y perdiendo altura a medida que se acercaban a Nueva York.
—Usted es el guía —dijo Amalia saliendo de su largo mutismo—. Yo le sigo.
—Apaguemos las luces —dijo Harold.
Harold condujo a su compañera hacia el amontonamiento de barracas y miserables chozas donde habitaba la población terrestre.
Como antaño, una alta y sólida cerca de acero envolvía a la ciudad. Aquella cerca estaba fuertemente electrificada y era a modo de una frontera entre la Bestia Gris que vivía en la capital y el ancho cinturón de miseria que le rodeaba por todas partes.
Una línea de poderosos focos eléctricos jalonaba esta valla. En contraste con la fastuosa iluminación de la urbe, las tinieblas envolvían la desordenada masa de casuchas desparramadas a capricho a su alrededor. Los terrestres, que vivían de los inmundos desperdicios de la capital y de los mendrugos que les arrojaba la Bestia, dormían también en la limosna de luz que Nueva York les hacía al irradiar su fantástico resplandor por el espacio.
Quitando energía eléctrica a sus «backs», Amalia y Harold descendieron con suavidad de plumas hasta que sus pies tocaron el suelo, en los límites del arrabal. Al difuso resplandor amarillo que irradiaba la ciudad thorbod, Harold vio cómo Amalia se arrodillaba en el suelo para quitarse rápidamente sus guanteletes de vidrio y coger puñados de tierra.
¡Tierra… por fin tierra…! —murmuró la muchacha roncamente, estrujando aquella granujienta sustancia entre sus dedos.
L
a Luna, en cuarto creciente, navegaba como una barquilla de plata sobre las blancas cumbres de los montes Adirondacks y tendía las sombras de Amalia Aznar y de Harold Davidson muy alargadas sobre la nieve que cubría la cima del cerro. En la inmediata hondonada, sumida en sombras, cerca de cuatro mil hombres y mujeres esperaban entre los abetos la llegada del crucero Tampico para tomar parte de su alijo y transportarlo a hombros hasta la no lejana ciudad de Nueva York.
Amalia Aznar, sentada sobre el derribado tronco de un abeto cubierto de musgo, inclinábase sobre el diminuto aparato receptor emisor de onda ultracorta que tenía en las rodillas. Harold Davidson, jugueteando con la linterna eléctrica de rayos infrarrojos que tenía entre las manos, volvióse para lanzar una mirada a hurtadillas sobre la muchacha.
De la aventura de Ganímedes, de la estancia del yanqui en el autoplaneta Valera y de los veinte días de estrecho contacto que llevaban en Nueva York, había ido surgiendo día a día en el corazón de Harold un avasallador sentimiento que no tardó en identificarse como sufrido y callado amor. Era, desde luego, un amor platónico. En el acongojado ánimo del yanqui, Amalia Aznar ocupaba un pedestal tan alto y tan fuera de su alcance que era locura soñar siquiera en un posible y milagroso acercamiento, a la imagen de su amor.
Cada día que transcurría, después de cada conversación con la muchacha, Harold descubría con horror y asombro que la cima sobre la que estaba encaramado el objeto de su pasión crecía en altura y tamaño ante sus ojos. Para el yanqui, que leía con dificultad los caracteres de la escritura thorbod, que desconocía por completo los signos gráficos de su propia lengua materna y recién acababa de aprender las cuatro reglas elementales de aritmética en la escuela redentora, la inteligencia de Amalia Aznar era indudablemente, no ya prodigiosa, sino sobrehumana.
Al comparar su ignorancia con la vasta cultura de Amalia, Harold sentíase empequeñecido, separado de ella por un abismo mucho mayor que el existente entre el Reino del Sol y la remota galaxia donde gravitaba aquel nuevo mundo llamado Redención. La física, la química, la astronomía, la electrónica, las matemáticas; todos los conocimientos en suma que el hombre había adquirido en el transcurso de largas generaciones, estaban cuidadosamente ordenados y almacenados en aquella morena cabecita que tanto adoraba Harold.
Además de estos vastos conocimientos, comunes en la inmensa mayoría del pueblo redentor, Amalia Aznar habíase especializado en idiomas. Todos los hombres y mujeres de aquel extraordinario pueblo hablaban, leían y escribían con idéntica soltura los idiomas thorbod, español y redentor; es decir, el que ya hablaban los indígenas de Redención cuando los exilados de la Tierra llegaron allá como colonizadores. Además de estos idiomas, Amalia se expresaba con idéntica perfección en inglés, francés, chino, japonés, alemán y árabe.
Harold Davidson sabía que, a pesar de esto, su adorada sólo era una inteligencia corriente entre el pueblo redentor, donde había miles de hombres y mujeres que superaban en mucho la cultura de Amalia Aznar. Pero esto mal podía consolar al yanqui. Cualquier niño de cinco años de los que iban en Valera era un sabio si se le comparaba con un terrestre. Tal vez con el transcurso del tiempo llegara Harold a igualar en conocimientos a un niño redentor, pero el abismo existente entre él y Amalia continuaría siendo enorme. Por otra parte, para cuando Harold llegara a comprender solamente los rudimentos de las materias que ella trataba con tanta desenvoltura, Amalia habría encontrado ya entre su pueblo el hombre con el que uniría para siempre su existencia.
En el ánimo de Harold, la certeza de que Amalia Aznar jamás sería suya gravitaba con intensidad arrolladora, impulsándole a buscar en la acción el olvido de su secreta pena. Si allá en Valera había sido un presunto agitador de tibios ideales, aquí, en la Tierra, era un profeta de la cruzada redentora cuya actividad subversiva no encontraba límites ni hallaba punto de reposo.
En general, la misión de Harold y Amalia estaba resultando un completo éxito. Harold había tenido que reconocer, y lo reconoció a poco de llegar a Nueva York, que en el fondo del espíritu humano lucía aún, escondida e inextinguible, la esperanza de recobrar su condición de hombre.
Las primeras jornadas fueron difíciles. Harold encontró en los míseros arrabales donde había sido empujada la humanidad a dos de sus cinco hermanos. Carlos y Pedro, así se llamaban los hermanos de Harold, mostraron tanto asombro como éste alegría en el encuentro. El agitador les narró sus sorprendentes aventuras sin omitir detalle. Como era de esperar, Carlos y Pedro se negaron a creer lo que su redivivo hermano les iba contando con palabra cálida. No tardaron sin embargo en creerle. Circulaban rumores sobre algunos hechos ocurridos con motivo de la proximidad de aquel nefasto planeta errante.
Algunas aeronaves thorbod, enviadas para explorar el misterioso planeta, no habían regresado, ni nunca se supo más de ellas.
Algo más concretos eran los rumores acerca de una patrulla sideral thorbod que había detectado la presencia de unas aeronaves no identificadas. Lo último que se supo de la patrulla era que estaba siendo atacada por torpedos.
Al parecer, también se habían utilizado torpedos para borrar del cielo una plataforma satélite de comunicaciones. Corrían noticias poco concretas acerca de unas aeronaves misteriosas que parecían haber llegado a la Tierra aprovechándose de la enorme confusión y los cataclismos que originó el paso de aquel maldito planeta.
Al cabo de dos semanas de frenética busca, los aviadores thorbod se daban por vencidos al no hallar rastro de aquellas aeronaves, y las idas y venidas de la flota, las comunicaciones de los boletines de noticias y los comentarios que hacían entre sí los thorbod, llegaban en forma de confuso rumor al oído de los terrestres que vivían en torno a las ciudades de la Bestia.
Aquellos rumores, así como la catástrofe ocurrida en el lecho del Mediterráneo, donde las aguas habían vuelto por sus fueros anegando a muchas ciudades, favorecieron en forma inesperada la labor de los agentes secretos procedentes de Valera. Los terrestres, siempre dispuestos a celebrar cualquier catástrofe que afectara a sus aborrecidos opresores, acogieron con regocijo las nuevas del desconcierto thorbod.
Cuando los rumores de la preocupación de la Bestia llegaron a los arrabales de Nueva York, Amalia Aznar y Harold Davidson encontraron un terreno abonado donde había de germinar con rapidez la semilla de la esperanza de que eran portadores. Su historia, narrada a los hermanos de Harold con algunas horas de anticipación a los rumores de la catástrofe de la cuenca del Mediterráneo, a la desaparición de una escuadra thorbod y a la febril búsqueda de una flota fantasma, coincidía maravillosamente con las noticias que iban llegando de la ciudad. Los neoyorquinos, predispuestos a creer en cualquier hecho maravilloso que acabara con el poderío thorbod, creyeron a pies juntillas la fantástica relación de los agentes secretos redentores.
Otro tanto ocurría en las demás ciudades, donde otros agentes desarrollaban misiones idénticas a las de Amalia y Harold. El espíritu de rebeldía, adormecido tras dos milenios de dominación thorbod, despertaba en los corazones humanos abriendo sus puertas a la esperanza. El rumor de que habían llegado mensajeros anunciando la próxima liberación de la Tierra por un poderoso ejército descendiente de los españoles que, según la tradición, escaparan en el autoplaneta Rayo, se extendió rápidamente por los míseros arrabales de las urbes thorbod. La leyenda de Miguel Ángel Aznar resucitó. En cada pecho terrícola un corazón palpitó ilusionado.
Llevaban Amalia y Harold una semana en Nueva York cuando ya se hizo sentir la falta de los aparatos receptores de radio que en enormes cantidades transportaba el crucero Tampico. El Tampico permanecía en el mismo sitio donde le dejara Harold al emprender el vuelo hacia la capital del imperio thorbod. Había soltado una boya de plástico que sostenía el cabo de dedona de una antena, y por esta antena recibía los mensajes emitidos en teleprint desde todas las ciudades de Norteamérica, donde estaban operando los agentes redentores. Otros cruceros recibían los mensajes llegados desde diversas partes del mundo y los retransmitían con sus poderosas emisoras al Tampico, donde el contralmirante Aznar tenía establecido su Cuartel General. Del Tampico emanaban también todas las instrucciones para los agentes desparramados por la redondez del planeta.
Durante quince días, mientras la flota thorbod registraba palmo a palmo los continentes y los océanos de la Tierra en busca de la flotilla fantasma, los cruceros redentores no se movieron de sus puestos, dedicándose exclusivamente a recibir mensajes y a contrarrestar con sus «jaulas» absorbentes los ecos del sónar thorbod que buceaban en su busca.
Cuando la flota gris se dio por vencida y abandonó la búsqueda, el contralmirante don Federico Aznar consideró que había llegado la hora de volcar el contenido de sus cruceros sobre los arrabales de las ciudades donde sus agentes estaban reclutando miles de afectos a la causa redentora. A este efecto, envió un mensajero provisto de «back"» a cada ciudad. Estos mensajeros llevaban consigo una emisora de radio de onda ondulante ultracorta y lamparillas eléctricas que emitían rayos infrarrojos para hacer las señales convenidas a los cruceros.
Amalia Aznar alzó la cabeza e hizo una seña a Harold.
—¡Ya están aquí! —exclamó alegremente—. ¡Acabo de entrar en contacto con el Tampico!
Harold dejó de jugar con la lamparilla de rayos infrarrojos y se acercó en dos zancadas a la joven. Esta, volviéndose a inclinar sobre el aparato, se ajustó los auriculares y empezó a hablar rápidamente en lengua redentora. Harold no entendía una sola palabra de aquel enrevesado idioma, pero podía imaginarse sin gran esfuerzo lo que hablaban la muchacha y el radiotelegrafista del Tampico. El crucero deslizábase al hurto por entre las montañas Adirondacks y daba cuenta a Amalia de su situación aproximada. Al cabo de unos minutos, Amalia hizo una seña a Harold para que le diera la linterna. El yanqui se la entregó y la joven la apuntó hacia el norte pulsando el botón que la encendía y apagaba. El ojo humano no podía ver los destellos infrarrojos de aquella linterna, pero los aparatos ópticos del Tampico la veían perfectamente e interpretaban sus señales dirigiéndose hacia ella.
Cinco minutos más tarde, Harold veía una mole oscura surgir del horizonte, sobre las nevadas cumbres de los Adirondacks. Era el crucero Tampico, silencioso como una sombra. Atraído por la luz infrarroja, el aparato estuvo en un momento sobre la hondonada sumida en la oscuridad, se detuvo, quedó un segundo inmóvil en el espacio y descendió suavemente hasta que quedó fundido en las impenetrables sombras de la hondonada.
Amalia Aznar recogió la emisora y se puso en pie echando a correr ladera abajo. Harold la siguió con el corazón golpeándole en el pecho. Todo iba saliendo a las mil maravillas. El Tampico llegaba al fin con su cargamento de aparatos de radio y de pistolas ametralladoras. La «Voz de la Libertad» daría comienzo a sus emisiones de contenido explosivo que, difundidas por millones de aparatos de radio distribuidos por todo el mundo, pondrían en pie de guerra a la casi totalidad de los 4.000 millones de almas humanas ansiosas de revancha.
Los neoyorquinos reclutados por Amalia y Harold, con la eficaz cooperación de los hermanos Davidson, rodeaban como una nube de abejas excitadas al Tampico. Este, dejando oír el zumbido de sus motores atómicos, había quedado suspendido a un metro de altura sobre el fondo de la hondonada, y por sus muchas puertas abiertas saltaban a tierra los astronautas ansiosos de pisar la patria de sus antepasados. Pero difícilmente conseguían hollar con sus plantas la nieve que cubría la añorada tierra. Los terrícolas, apenas iban apareciendo por las puertas, los tomaban entre sus brazos y los zarandeaban en el aire con apretones fraternales y roncos gritos de júbilo.