Rumbo al Peligro (8 page)

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Authors: Alexander Kent

Tags: #Histórico

BOOK: Rumbo al Peligro
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Bolitho disimuló una sonrisa al tiempo que Palliser se alejaba. Tampoco él lo sabía. Después de tres años de navegar juntos, eso debía de significar algo.

Bolitho estaba en pie junto a Rhodes en la regala de popa y observaba la pintoresca actividad del puerto de Funchal y el trajín de sus muelles. La
Destiny
estaba fondeada, y sólo el bote de popa y la yola del comandante flotaban en el agua a su costado. Nada1 parecía indicar que hubieran autorizado a nadie a bajar a tierra, pensó Bolitho.

Las embarcaciones locales, con sus pintorescos codastes y sus rodas abarquilladas rondaban alrededor de la fragata, y sus ocupantes ofrecían a los marineros, apiñados en las pasarelas o colgados de los obenques y las cofas, fruta, chales de brillantes colores, grandes jarras de vino y muchos otros productos tentadores.

La
Destiny
había anclado a media tarde, y todos los marineros habían subido a cubierta para contemplar la última maniobra de aproximación al puerto, embebidos en la belleza de lo que Dumaresq había definido acertadamente como una isla atractiva. Las colinas que se veían más allá de las casas estaban colmadas de bellas flores y arbustos; verdaderamente una gran vista, sobre todo después de haber cruzado el estrecho paso de la bahía. Una visión capaz de conseguir que todos olvidasen tanto eso como los castigos recibidos por los dos marineros que habían sido azotados mientras el buque cambiaba de bordada para atracar.

Rhodes sonrió al tiempo que señalaba una embarcación. Llevaba a bordo tres jovencitas morenas tendidas en sendos cojines que miraban con descaro a los oficiales más jóvenes. No cabía duda de cuál era la mercancía que ofrecían.

El comandante Dumaresq había bajado a tierra casi antes de que se hubiera desvanecido el humo del cañonazo de saludo al gobernador portugués. Le había dicho a Palliser que desembarcaba con objeto de presentar sus respetos al gobernador, pero más tarde Rhodes había comentado:

—Está demasiado nervioso para tratarse de una mera visita social. Hay algo en el aire que me huele a intriga.

La yola había vuelto con instrucciones muy concretas, según las cuales Lockyer, el secretario del comandante, tenía que desembarcar con algunos documentos de la caja fuerte. Justamente en aquel momento, con su cartapacio de papeles bajo el brazo, estaba armando un auténtico alboroto en cubierta mientras le preparaban la guindola que le bajaría bamboleándose hasta la embarcación que le llevaría a tierra.

Palliser se reunió con ellos y dijo desdeñosamente:

—¡Vaya con el viejo estúpido. Casi nunca baja a tierra, pero las pocas veces que lo hace hay que improvisar todo un aparejo aposta para él, no vaya a caérsenos y ahogarse!

—Debe de ser el hombre más anciano que llevamos a bordo —apostilló Rhodes sonriendo entre dientes mientras observaba cómo el secretario era bajado finalmente hasta la yola.

El episodio hizo reflexionar a Bolitho. Acababa de darse cuenta de algo nuevo. Era una tripulación joven, que contaba con muy pocos veteranos como los que había conocido en el enorme setenta y cuatro. El piloto de un barco de guerra solía llevar muchos años a cuestas antes de haber alcanzado aquel puesto; y, sin embargo, Gulliver no llegaba a los treinta.

La mayor parte de los marineros que holgazaneaban en las redes o trabajaban en las cubiertas tenían aspecto saludable. Según Rhodes era gracias al médico de a bordo. Ése era el auténtico valor, había dicho, de un médico que realmente cuidaba de la tripulación y tenía los conocimientos suficientes como para combatir el espantoso escorbuto y otras afecciones que podían paralizar un buque entero por completo.

Bulkley era uno de los pocos privilegiados. Había bajado a tierra con órdenes directas del comandante de comprar todos los frutos y zumos frescos que considerara necesarios; el contador Codd, a su vez, tenía instrucciones parecidas que le obligaban a encargarse de las verduras.

Bolitho se quitó el sombrero y dejó que el sol le calentara el rostro. Debía de resultar agradable explorar aquella ciudad. Sentarse en alguna de aquellas umbrosas tabernas que Bulkley y algunos otros le habían descrito.

La yola había llegado ya al malecón y unos cuantos marineros de la
Destiny
se encargaban de abrir paso entre la curiosa multitud para que el viejo Lockyer pudiera avanzar.

—Ya veo que su sombra no le abandona —dijo Palliser.

Bolitho miró a sus espaldas y vio a Stockdale arrodillado junto a un cañón de doce libras de calibre en la cubierta de baterías. Escuchaba lo que le decía Vallance, el artillero del buque, y le iba haciendo gestos desde detrás de la cureña. Bolitho vio cómo Vallance asentía y le daba un par de palmadas aprobatorias en el hombro a Stockdale.

Aquella escena no era habitual en absoluto. Bolitho había tenido tiempo de enterarse de que Vallance no era precisamente el oficial de cubierta más fácil de tratar. Era extremadamente celoso de todo lo que estaba bajo su responsabilidad, desde la santabárbara hasta la dotación de cañón, desde el mantenimiento hasta el desgaste del cuadernal.

Se llegó hasta popa y saludó a Palliser.

—Uno de los nuevos, señor, Stockdale. Ha solucionado un problema que me llevaba de cabeza desde hacía meses. No era más que cambiar una pieza, pero no había acabado de quedar satisfecho, ¿sabe? —No pudo evitar una extraña sonrisa—. Pero a Stockdale se le ocurrió que podíamos tensar el soporte tirando de…

—Me deja usted pasmado, señor Vallance —cortó Palliser agitando las manos—. Siga cumpliendo con su deber. —Miró a Bolitho y dijo—: Puede que su amigo no sea muy hablador, pero no cabe duda de que sabe dónde estar en cada momento.

Bolitho vio a Stockdale mirándole desde la cubierta de baterías. Le hizo un gesto de reconocimiento con la cabeza y el castigado rostro de aquel hombre dibujó una esplendorosa sonrisa bajo la luz del sol.

Jury, que era el guardiamarina de servicio en aquel momento, cantó:

—¡La yola se aleja de la costa, señor!

—¡Demasiado pronto! —dijo Rhodes cogiendo un catalejo—. Si es el comandante ya de vuelta tendré que… —Dio un grito sofocado y agregó rápidamente—: ¡Señor, traen a Lockyer con ellos!

Palliser cogió otro catalejo y lo enfocó hacia la yola pintada de verde. Luego dijo sosegadamente:

—El secretario está muerto. Yace en brazos del sargento Barmouth.

Bolitho cogió el catalejo que tenía Rhodes. Al principio no vio nada fuera de lo normal. La dotación de infantes de marina de la rápida y ligera yola, todos ellos ataviados con sus camisetas rojas a cuadros y sus gorros de marinero, bogaba con fuerza en dirección al barco, elevando y hundiendo en el agua los remos blancos con impecable sincronización, para orgullo de su timonel.

Fue entonces, en el momento en que la yola se aproó al viento silenciosamente para esquivar un madero a la deriva, cuando Bolitho vio al sargento de marina Barmouth sosteniendo la figura de pelo ralo del secretario para evitar que cayera desmadejada contra las tablas de popa.

Una terrible herida, que bajo la luz del sol parecía del mismo color que la casaca del marino, le cruzaba la garganta de lado a lado.

—Y el médico está en tierra con la mayoría de sus ayudantes. ¡Dios mío, se va a armar un lío de todos los demonios; sin duda más de uno va a pagar por esto! —murmuró Rhodes.

Palliser chasqueó los dedos:

—¡Ese tipo que trajo usted con los nuevos, el ayudante de boticario! ¿Dónde está, señor Bolitho?

—Yo iré por él, señor —intervino Rhodes rápidamente—. El médico me dijo que lo había puesto a trabajar en pequeñas cosas en la enfermería, para ver hasta dónde llegaba su experiencia.

—Dígale al segundo del contramaestre que prepare otro cuadernal —le ordenó Palliser a Jury. Luego, frotándose la barbilla pensativo, añadió—: Esto no ha sido un accidente.

Las embarcaciones locales se apartaron para permitir que la yola se deslizase hasta el costado del buque.

Se oyó un murmullo, como una especie de suspiro amplificador, mientras la pequeña y revuelta embarcación era elevada balanceándose por un costado del barco para luego posarla con cuidado encima de la pasarela. Un poco de sangre goteó sobre cubierta, y Bolitho vio cómo aquel hombre que se había unido al grupo reclutado por él se acercaba a toda prisa tras Rhodes para hacerse cargo del cadáver.

El ayudante de boticario respondía al nombre de Spillane. A Bolitho le parecía un hombre metódico y reservado, en absoluto el tipo de persona inclinada a abandonar la seguridad en busca de aventura, ni siquiera en busca de experiencia. Pero parecía bastante competente, y mientras le observaba dando instrucciones a los marineros acerca de lo que debían hacer, Bolitho se alegró de tenerlo a bordo.

El sargento Barmouth estaba explicando:

—Sí, señor, acababa de asegurarme que el señor secretario había pasado sano y salvo a través de toda aquella multitud, y me dirigía de nuevo a mi puesto en el malecón cuando oí un grito y todo el mundo empezó a dar alaridos y hacer aspavientos en una tremenda confusión, ya sabe, señor, como suelen hacer en estas tierras.

—Ya sé, ya sé, sargento —le interrumpió Palliser con brusquedad—. ¿Qué ocurrió después?

—Le encontré en el callejón, señor… degollado.

Palideció al ver aparecer por el alcázar de popa, acercándose a grandes zancadas y con cara de pocos amigos, al oficial bajo cuyas órdenes directas se encontraba. Ahora tendría que repetírselo todo a Colpoys. El teniente de infantería de marina, como la mayoría de los componentes de ese cuerpo, se sentía molesto ante cualquier intromisión por parte de los oficiales de la marinería, no importaba cuál fuera la gravedad del caso.

—Y su cartapacio había desaparecido —apuntó Palliser fríamente.

—Sí, señor.

Palliser se decidió a tomar la iniciativa:

—Señor Bolitho, coja el bote de popa, un guardiamarina y seis marineros de refuerzo. Yo le daré una dirección en la que podrá encontrar al comandante. Cuéntele lo sucedido. Pero no dramatice, limítese a los hechos tal y como usted los conoce.

Bolitho le saludó sin poder evitar cierto entusiasmo, aunque todavía estaba conmocionado por la repentina y brutal muerte de Lockyer. Así pues, Palliser sabía más de lo que demostraba acerca de lo que el comandante estaba haciendo en la isla. Y si a eso iba, en cuanto examinó el pedazo de papel que Palliser le metió en la mano supo que aquellas señas no correspondían a la residencia del gobernador ni a la sede de ningún otro organismo oficial.

—Lleve consigo al señor Jury y elija usted mismo a otros seis hombres. Los quiero formados inmediatamente.

Bolitho llamó a Jury mientras oía a Palliser que le decía a Rhodes:

—Le hubiera enviado a usted, pero el señor Bolitho y Jury llevan uniformes nuevos, ¡y eso contribuirá sin duda a no desacreditar mi barco!

En un abrir y cerrar de ojos se encontraron surcando las aguas en dirección a la costa. Bolitho llevaba en el mar una semana, pero le parecía que había pasado más tiempo, tan grande era el cambio experimentado en su vida cotidiana.

—Gracias por llevarme con usted, señor —dijo Jury.

Bolitho recordó las palabras de Palliser, los criterios que le habían hecho decidir quién bajaría a tierra, y no pudo reprimir una sarcástica sonrisa. Y, sin embargo, había sido él quien había pensado en Spillane, él quien se había dado cuenta del buen trabajo realizado por Stockdale en el cañón. Un hombre de verdad polifacético, pensó Bolitho.

—No deje que los hombres se dispersen —empezó a decirle a Jury.

Pero se interrumpió, mudo de asombro, al descubrir a Stockdale medio camuflado entre los remeros. De un modo u otro, había encontrado el tiempo necesario para cambiarse de ropa, enfundarse en la camiseta a cuadros y los pantalones blancos, e incluso proveerse de un alfanje.

Stockdale simuló que no había notado su sorpresa.

Bolitho, por su parte, sacudió la cabeza.

—Olvide lo que acabo de decirle. Al fin y al cabo, no creo que tenga usted ningún problema.

¿Cuáles habían sido las palabras de aquel gigante? «No, señor. No pienso abandonarle. Ni ahora ni nunca».

El timonel del bote lanzó una severa mirada y luego empujó la caña del timón todo a la banda.

—¡Alcen remos!

El bote se detuvo junto a unos cuantos escalones de piedra y el remero proel enganchó una aherrumbrada cadena.

Bolitho se ajustó el cinturón que sujetaba su espada y levantó la vista hacia el gentío que se había reunido en tierra para observar su llegada. Parecían muy amistosos. Y sin embargo un hombre acababa de ser asesinado a pocos metros de allí.

—Formen en el malecón —ordenó.

Subió los escalones y saludó oficialmente a los guardias de Colpoys. Los infantes de marina parecían encontrarse de muy buen humor; a pesar de la rígida actitud que adoptaron ante un oficial del barco, despedían un fuerte olor a alcohol, y uno de ellos llevaba una flor colgando del almidonado cuello de su uniforme.

Bolitho hizo lo posible por orientarse y enfiló hacia la calle más cercana mostrando toda la seguridad en sí mismo de que fue capaz. Los marineros marchaban tras él, intercambiando guiños y sonrisas con las mujeres asomadas a balcones y ventanas.

—¿Quién puede haber tenido interés en matar al pobre Lockyer, señor? —preguntó Jury.

—Esa es la cuestión: ¿quién?

Bolitho vaciló un instante antes de girar cuesta abajo por un estrecho callejón cuyos tejados se inclinaban unos sobre otros hasta casi hacer desaparecer el cielo. El aire estaba impregnado del embriagador aroma de diferentes flores, y se oía a alguien tocando un instrumento de cuerda en el interior de una de aquellas casas.

Bolitho consultó el pedazo de papel y miró hacia una puerta de hierro que se abría a un patio con una fuente en el centro. Habían llegado.

Vio a Jury mirándolo todo a su alrededor con los ojos muy abiertos, pues todo para él era nuevo y extraño, y se recordó a sí mismo en parecidas circunstancias.

—Usted venga conmigo —dijo pausadamente. Alzó la voz para añadir—: ¡Stockdale, tome el mando aquí fuera! Nadie debe moverse de aquí sin que yo dé la orden, ¿comprendido?

Stockdale asintió ceñudo. Su severa expresión sugería que cualquiera lo bastante insensato como para crear problemas o simplemente parecer dispuesto a crearlos, iba a llevarse una buena paliza.

Un sirviente les condujo hasta una fresca estancia que daba al patio, en la que Dumaresq estaba bebiendo vino en compañía de un hombre de más edad con una puntiaguda barba blanca y cuya piel parecía cuero artesanalmente repujado.

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