Rumbo al Peligro (4 page)

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Authors: Alexander Kent

Tags: #Histórico

BOOK: Rumbo al Peligro
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Con voz entrecortada por el asombro, Little empezó a impartir órdenes:

—Ustedes dos, empiecen a desplumar los pollos; usted, Thomas, vigile por si se acerca algún visitante inoportuno. —Se plantó frente a Stockdale y sacó la guinea de oro—. Aquí tiene, amigo, cójala. ¡Se la ha ganado, por todos los diablos!

Stockdale apenas le prestó atención. Inclinado sobre el saco resolló:

—No, ese dinero era de él. Guárdelo usted —y dirigiéndose a Bolitho añadió—: Esto es para usted, señor.

Sacó una botella que parecía contener brandy. Tenía SU explicación. El granjero estaba probablemente mezclado de una u otra forma con el contrabando de la zona.

Stockdale observó inquisitivamente el rostro de Bolitho antes de agregar:

—Yo me encargaré de que se sienta cómodo y nunca le falte nada.

Bolitho le vio desenvolverse entre los atareados marineros como si lo hubiera estado haciendo toda su vida.

—Creo ya no tiene nada de qué preocuparse, señor —susurró Little—. En mi opinión, el viejo Stockdale vale por sí solo tanto como quince hombres.

Bolitho bebió un poco de brandy sin hacer caso de la grasa que goteaba de una pata de pollo y se esparcía por el puño de su camisa nueva.

Aquel día había aprendido muchas cosas, y las relativas a su propia persona no eran las menos importantes.

Se le nubló la cabeza hasta quedarse adormecido; no notó que Stockdale le quitaba cuidadosamente la copa de entre los dedos.

Mañana sería otro día.

2
DEJAR ATRÁS EL PASADO

Bolitho subió a bordo de la
Destiny
por un costado y se quitó el sombrero camino del alcázar de popa. La niebla y las oscuras nubes habían desaparecido, y las casas de Plymouth, más allá del Hamoaze, parecían acicalarse bajo la deslumbrante luz del sol.

Se sentía entumecido y fatigado tras haber caminado sin descanso de pueblo en pueblo, sucio de haber dormido en establos o en posadas no mucho mejores. Ver cómo el oficial de policía de a bordo pasaba revista a sus seis nuevos reclutas para conducirlos luego hacia proa, no contribuía precisamente a levantarle el ánimo. El sexto voluntario se había presentado al pelotón de reclutamiento menos de una hora antes de que llegaran al bote. Se trataba de un hombre de unos treinta años de edad cuya pulcritud hacía que su imagen fuera la antítesis de un marino; dijo ser el ayudante de un boticario, y que necesitaba adquirir experiencia realizando un largo viaje para así mejorar su posición en la vida.

Su historia era tan inverosímil como la de los dos trabajadores de la granja, pero Bolitho estaba demasiado cansado como para preocuparse por eso.

—¡Ali, veo que ya está de vuelta, señor Bolitho!

El primer teniente estaba en pie junto a la batayola del alcázar, su alta figura enmarcada por un cielo deslavazado. Tenía los brazos cruzados, y era evidente que había estado observando a los recién llegados desde el mismo instante en que la guardia había avistado el bote.

—Vamos dentro, si le parece —dijo con su carrasposa voz.

Bolitho trepó a la pasarela de babor y echó a andar hacia el alcázar. El que había sido su compañero durante tres días, el ayudante de artillero Little, estaba ya en marcha, bajando por una escala para ir —de eso no cabía duda— a tomar un trago con sus compañeros. Inmerso de nuevo en su propio mundo bajo las cubiertas, para él Bolitho volvía a ser un desconocido, muy poco distinto a la persona que había subido a bordo por primera vez.

Se plantó frente al primer teniente y saludó llevándose la mano al sombrero. Palliser tenía un aspecto sosegado y extremadamente pulcro, lo que hizo que Bolitho se sintiera aún más como un pordiosero.

—Seis hombres, señor —dijo Bolitho—. El grandote era luchador profesional, y puede resultar una buena adquisición. El último trabajaba para un boticario en Plymouth.

Sus palabras parecían caer como una losa sobre él. Palliser no se había movido, y en el alcázar reinaba un silencio sepulcral.

—Es lo mejor que he podido conseguir, señor —concluyó Bolitho.

—Bien —dijo Palliser mientras consultaba su reloj de bolsillo—. ¡Ah!, otra cosa: el comandante llegó a bordo durante su ausencia. Dijo que quería verle en cuanto volviese.

Bolitho le miró fijamente. El había estado esperando una auténtica lluvia de improperios. Seis hombres en lugar de veinte, y uno de ellos jamás llegaría a convertirse en un marino.

Palliser cerró con un chasquido la tapa de su reloj y miró a Bolitho sin interés.

—¿Acaso la larga estancia en tierra firme le ha vuelto duro de oídos? El comandante desea verle. Y eso no significa ahora; ¡en este navío eso significa que desea verle en el mismo instante en que la idea se le pasa por la cabeza!

Bolitho miró tristemente sus zapatos y medias llenos de lodo.

—Yo… lo siento, señor. Creí que había dicho…

Palliser estaba ya prestando atención a otra cosa, observando atentamente a algunos hombres que trabajaban en el castillo de proa.

—Le dije que consiguiera veinte hombres. Si le hubiera ordenado que trajera seis, ¿cuántos habría encontrado? ¿Dos? ¿Ninguno en absoluto? —Para gran sorpresa de Bolitho, sonrió—. Seis serán suficientes. Ahora preséntese al comandante. Hoy hay pastel de cerdo, así que le aconsejo que se dé prisa con sus asuntos si quiere que le quede algo. —Giró en redondo mientras gritaba—: ¡Señor Slade! ¿Qué hacen esos holgazanes, maldita sea?

Bolitho bajó corriendo, todavía aturdido, la escala de cubierta y se abrió camino a través de popa. Mientras caminaba entre cubiertas, se sintió observado por rostros que surgían de las sombras, y oyó voces susurrantes que se silenciaban a su paso. «El nuevo teniente. Va a ver al comandante. ¿Qué aspecto tiene? ¿Demasiado blando o demasiado duro?».

Un marinero se colocó a su lado con su mosquete, tambaleándose ligeramente cada vez que el barco pegaba un tirón del ancla. Los ojos le brillaban bajo la luz del farol en la parte delantera de cubierta, que no dejaba de parpadear, día y noche, cuando el comandante se encontraba en sus aposentos.

Bolitho intentó enderezarse la corbata y domeñar el rebelde cabello que le caía sobre la frente.

El marinero le concedió exactamente cinco segundos y luego golpeó resueltamente la cubierta con el mosquete:

—¡El tercer teniente, señor!

La puerta se abrió y un hombre al que le quedaba poco pelo y ataviado con un gabán negro, probablemente el secretario del comandante, hizo pasar a Bolitho con un gesto cargado de impaciencia. Parecía un maestro de escuela regañando a un alumno díscolo.

Bolitho sujetó con más firmeza el sombrero que llevaba bajo el brazo y entró en el camarote. Comparado con el resto del barco, era espacioso: tenía una segunda puerta que separaba la parte más austera de la zona de comedor y de lo que Bolitho imaginó que serían los aposentos donde el comandante dormía.

Las oblicuas y escuetas ventanas que salpicaban de punta a punta la parte trasera del camarote resplandecían ahora bajo la luz del sol, lo que daba a la estancia una atmósfera cálida y acogedora, mientras que los travesaños de madera sobre sus cabezas y el resto del mobiliario se ondulaban alegremente con los reflejos del mar.

El comandante Henry Veré Dumaresq, apoyado en el batiente de la ventana, aparentemente absorto en la observación del agua, se giró con sorprendente presteza en cuanto Bolitho entró en la zona que hacía las veces de comedor.

Bolitho hizo un esfuerzo para aparentar que se sentía cómodo y tranquilo, pero le resultó imposible. Nunca antes en su vida había visto a alguien como el comandante. Su cuerpo era grande y rechoncho, y la cabeza se apoyaba directamente sobre los hombros, como si careciera por completo de cuello. Como el resto de su constitución física, todo en aquel hombre resultaba poderoso, y daba la sensación de poseer una fuerza colosal. Little le había dicho que Dumaresq tenía sólo veintiocho años, pero parecía conservarse eternamente joven, como si nunca hubiera cambiado y nunca fuera a hacerlo.

Fue al encuentro de Bolitho, posando cada pie en el suelo con vigorosa precisión. Bolitho se fijó en sus piernas, que llamaban aún más la atención debido a las lujosas medias blancas que llevaba puestas. Tenía las pantorrillas tan gruesas como muslos.

—Parece usted un poco maltrecho, señor Bolitho.

Dumaresq tenía una voz profunda y gutural, capaz de elevarse sin dificultad por encima del fragor de una galerna, aunque Bolitho sospechaba que también era capaz de transmitir simpatía.

—A la orden señor —dijo desmañadamente—, yo… quiero decir… he estado en tierra con un pelotón de reclutamiento.

Dumaresq señaló una silla.

—Siéntese. —Y añadió elevando la voz muy ligeramente—: ¡Un poco de clarete!

Obtuvo el efecto deseado, y casi de inmediato su sirviente estaba escanciando vino afanosamente en dos copas bellamente talladas. Luego se retiró con la misma discreción con que había llegado.

Dumaresq se sentó frente a Bolitho, a menos de un metro de distancia. Cualquiera se hubiera sentido acobardado ante su imponente presencia. Bolitho recordó a su último comandante. En el enorme setenta y cuatro,
[3]
siempre había sido una figura distante, ajeno a lo que sucedía tanto en la cámara de oficiales como en la santabárbara. Sólo en los momentos de conflicto o en los de protocolo había hecho notar su presencia, y aun entonces de forma fría y distante.

—Mi padre tuvo el honor de servir con el suyo hace algunos años —dijo Dumaresq—. ¿Cómo está?

Bolitho pensó en su madre y su hermana en la casa de Falmouth. Esperando la vuelta al hogar del capitán James Bolitho. Su madre contaba los días, quizá temerosa de encontrarle muy cambiado.

Había perdido un brazo en la India, y cuando su navío arribó a puerto le comunicaron que debía pasar a la reserva indefinidamente.

—Conserva su graduación, señor —dijo Bolitho—, pero está en casa; perdió un brazo y no puede continuar al servicio del rey. No sé lo que va a ser de él.

Dejó de hablar al darse cuenta con alarma de que había expresado sus pensamientos en voz alta. Pero Dumaresq hizo un gesto vago señalando la copa.

—Beba, señor Bolitho, y hable cuanto quiera. No se preocupe por lo que yo pueda opinar; es más importante que le conozca bien a usted. —La situación parecía divertirle—. A todos nos llega el momento. ¡En realidad, nosotros debemos considerarnos afortunados de tenerla! —Su portentosa cabeza giró sobre los hombros para contemplar el camarote. Se refería a la fragata, su fragata, y hablaba de ella como si fuera lo que más amaba en el mundo.

—Es un barco magnífico, señor —dijo Bolitho—. Me siento honrado de pertenecer a su dotación.

—Sí.

Dumaresq se inclinó hacia adelante para volver a llenar las copas. Una vez más se movió con una naturalidad felina. Utilizaba su fuerza, igual que la potencia de su voz, dosificándola con precisión.

—Me he enterado de su reciente pérdida —dijo; y alzó una mano para añadir—: No, no por nadie a bordo de este barco. Tengo mis propias fuentes de información, y me gusta conocer a mis oficiales tan bien como mi misión. Pronto zarparemos para emprender un viaje que puede resultar muy provechoso, aunque también cabe la posibilidad de que sea por completo inútil. En cualquier caso, no será fácil. Debemos dejar atrás los recuerdos; no olvidarlos, pero sí dejarlos para otra ocasión. Este es un barco pequeño, y todos y cada uno de sus hombres tienen un cometido que cumplir.

»Ha servido usted bajo las órdenes de eminentes comandantes, y es evidente que ha sacado de ello el máximo provecho. Pero en una fragata hay muy pocos pasajeros, y un teniente no es precisamente uno de ellos. Cometerá errores que yo sabré disculparle, pero haga un mal uso de su autoridad y me mostraré implacable. Debe evitar los favoritismos, porque quienes se beneficien de ellos acabarán por utilizarle en cuanto se descuide.

»Exige más esfuerzo ser teniente que simplemente madurar como persona. La gente acudirá a usted cuando se vea en apuros, y usted deberá actuar como crea mejor. En el momento en que abandonó la litera dé guardiamarina se cerró una etapa para usted. En un barco pequeño no queda espacio para las desavenencias. Tiene usted que convertirse en una parte del barco, ¿comprende?

Bolitho se dio cuenta de que estaba sentado en el borde de la silla. Estaba completamente absorto escuchando lo que decía aquel hombre peculiar, que había captado su atención como una araña atrapa a su presa. Sus ojos, muy separados entre sí, acuciantes, eran tan convincentes como sus palabras.

—Sí, señor, así lo haré —asintió Bolitho.

Dumaresq levantó la vista cuando oyó el sonido de dos campanas repicando desde proa.

—Vaya a comer. Estoy seguro de que está hambriento. Los astutos planes del señor Palliser para reclutar más hombres por lo menos suelen abrir el apetito, ya que no sirven para mucho más. —Mientras Bolitho se ponía en pie Dumaresq añadió sin elevar la voz—: Este viaje va a ser importante para muchas personas. La mayor parte de nuestros guardiamarinas proceden de familias influyentes, ansiosas ante la oportunidad de que sus vástagos alcancen alguna distinción, ahora que la mayor parte de la flota está pudriéndose o ha sido desarmada para el servicio regular. Contamos con excelentes contramaestres profesionales, y tenemos una buena parte de la dotación sólidamente vertebrada con marineros de primera. El resto aprenderá. Una última cosa, señor Bolitho, y confío en no tener que repetirla. En la
Destiny
la lealtad es primordial. A mí, a este barco y a Su Majestad Británica, ¡por ese orden!

Bolitho se encontró del otro lado de la puerta, todavía aturdido por la breve entrevista.

Poad estaba al acecho no muy lejos, gesticulando agitadamente.

—¿Todo arreglado, señor? Me he ocupado de que almacenaran sus cosas en lugar seguro, tal como me ordenó. —Abrió la marcha hacia la camareta de oficiales sin dejar de hablar—: También me las he arreglado para guardarle la comida hasta que usted llegara, señor.

Bolitho entró en la camareta de oficiales; al contrario que la última vez que había estado allí, ahora la estancia parecía abarrotada, y el ruidoso rumor de la charla llenaba el ambiente.

Palliser se puso en pie y dijo bruscamente:

—¡Nuestro nuevo colega, caballeros!

Rhodes le miraba sonriente; Bolitho se alegró de ver un rostro afable.

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