Rumbo al Peligro (6 page)

Read Rumbo al Peligro Online

Authors: Alexander Kent

Tags: #Histórico

BOOK: Rumbo al Peligro
9.38Mb size Format: txt, pdf, ePub

El último vínculo con tierra. Las últimas cartas y los últimos partes de Dumaresq para el correo. Al final acabarían en el despacho de alguien del almirantazgo. Se haría llegar una notificación al ministro de Marina, primer lord del almirantazgo, y quizá se hiciera una señal en alguna de las grandes cartas de navegación que había allí. Un barco pequeño que zarpaba con órdenes selladas bajo el más absoluto secreto. No era nada nuevo, sólo los tiempos habían cambiado.

Palliser se dirigió a grandes zancadas hacia la batayola del alcázar, la bocina bajo el brazo, girando vigilante la cabeza a uno y otro lado, como un ave de rapiña en busca de su siguiente víctima.

Bolitho levantó la vista hacia la perilla del palo mayor, pero sólo fue capaz de discernir el largo gallardete rojo que restallaba al viento orientado hacia la aleta. Viento del noroeste. Dumaresq iba a necesitar eso por lo menos para la maniobra de dejar el fondeadero. Nunca resultaba sencillo, ni siquiera cuando se contaba con las condiciones climatológicas ideales; y después de tres meses sin navegar, bastaba con que un marinero distraído o un suboficial cantara una orden equivocada para que una soberbia salida se convirtiese en un desastre en cuestión de segundos.

—¡Todos los oficiales, hagan el favor de presentarse en popa! —gritó Palliser. El tono de su voz denotaba cierta irritación; sin duda era consciente de la importancia del momento.

Bolitho se reunió con Rhodes y Colpoys en el alcázar, mientras que el piloto y el médico permanecieron ligeramente más al fondo, como si fueran intrusos.

—Zarparemos dentro de media hora —dijo Palliser—. Vayan a sus puestos y controlen a todos sus hombres. Digan a los segundos del contramaestre que se muestren severos con cualquiera que se intente escamotear de su trabajo y anoten los nombres de quienes finjan estar enfermos para asegurarse de que recibirán su castigo. —Miró a Bolitho con curiosidad—. He puesto a ese Stockdale con usted. Todavía no estoy muy seguro de por qué lo he hecho, pero lo cierto es que él parecía convencido de que ése era su puesto. ¡Que me maten si lo entiendo, pero debe usted de tener algún atractivo especial, señor Bolitho!

Todos saludaron llevándose la mano al sombrero y se fueron a sus correspondientes puestos.

Oyeron a sus espaldas la apremiante voz de Palliser, que sonaba hueca a través de la bocina:

—¡Señor Timbrell! ¡Diez hombres más en el cabestrante! Pero ¿dónde se ha metido ese maldito holgazán?

La bocina giraba de un lado a otro como una ruleta de feria.

—¡Por todos los diablos, señor Rhodes, quiero esa ancla a pique esta mañana, no la semana que viene!

Los lingetes del cabestrante no dejaban de repicar, como si protestaran al moverse sometidos al esfuerzo de los hombres que empujaban las barras. Habían sido desamarradas y aclaradas las drizas y demás jarcias de labor, y con los oficiales y guardiamarinas colocados de trecho en trecho a lo largo de las cubiertas, como islotes blancos y azules entre una marea de marineros en movimiento, el barco parecía cobrar vida, como si también éste tuviera conciencia del tiempo.

Bolitho lanzó una última mirada a tierra. No hacía sol, y una ligera llovizna había empezado a tamborilear sobre el agua, alcanzando el barco y haciendo que los hombres que estaban esperando para hacerse a la mar se estremecieran y bailotearan con sus pies desnudos para entrar en calor.

Little abroncaba a dos de los nuevos marineros, agitando sus enormes manos como espátulas cada vez que puntualizaba algo. Vio a Bolitho y suspiró.

—¡Por Dios, señor, son dos auténticos zoquetes!

Bolitho observó a sus dos guardiamarinas y se preguntó cómo conseguiría romper la barrera que se había levantado entre ellos en cuanto él había aparecido en cubierta. Sólo les había hablado, muy brevemente, el día anterior. La
Destiny
era la primera nave en la que ambos se embarcaban, como lo era también para todos los demás, con la única excepción de dos de los «señoritos». Peter Merrett era tan escuálido que parecía incapaz de encontrar un lugar entre las tensas maromas, de soportar los embates del oleaje contra el barco y la rudeza de los marinos. Tenía doce años de edad y era hijo de un importante abogado de Exeter, quien, por su parte, era hermano de un almirante. Una combinación formidable. Mucho más adelante, si sobrevivía, el pequeño Merrett utilizaría tales influencias en beneficio propio, por supuesto a costa de otras personas. Pero ahora, tembloroso y no poco asustado, era la viva imagen de la desdicha. El otro era Ian Jury, un jovencito de catorce años natural de Weymouth. El padre de Jury había sido un distinguido oficial de marina, pero había perdido la vida en un naufragio cuando Ian era todavía un niño. Un mínimo de decoro hacia los parientes de los oficiales muertos en acto de servicio casi había obligado a la Armada a conceder un puesto a Jury. Por otra parte, eso les evitaba montones de problemas.

Bolitho les saludó con una inclinación de cabeza.

Jury era alto para su edad, un joven de agradables facciones y cabello rubio que a duras penas podía controlar su excitación.

Jury fue el primero en hablar.

—¿Sabemos cuál es nuestro destino, señor?

Bolitho le examinó con gravedad. Se llevaban menos de cuatro años. En realidad, Jury no se parecía en absoluto a su amigo muerto, pero el cabello se lo recordaba.

Se maldijo a sí mismo por haberse dejado llevar por la melancolía y replicó:

—Lo sabremos muy pronto, en el momento apropiado. —Su voz sonó más severa de lo que él había pretendido, y agregó—. Es un secreto muy bien guardado, por lo que a mí se refiere.

Jury le observó con una mirada llena de curiosidad. Bolitho sabía lo que estaba pensando, todo lo que le quería preguntar, lo que quería saber, descubrir en aquel mundo nuevo y exigente para él. También él había pasado por esa situación en su momento.

—Quiero que suba hasta la cofa de mayor, señor Jury, y que allí supervise el trabajo de los marineros. Usted, señor Merrett, se quedará conmigo para llevar mensajes a proa o a popa cuando sea necesario.

Sonrió mientras recorría con la mirada los cabos y obenques entrelazados que se elevaban hasta una imponente altura, la gran verga de mayor y los obenques por encima de ella, tendidos como si fueran arcos ciclópeos.

Los dos guardiamarinas de más edad, Henderson y Cowdroy, estaban en popa, con el de mesana, mientras que la pareja restante ayudaba a Rhodes en el palo trinquete.

Stockdale no andaba muy lejos, y dijo resollando:

—Buenos días, pues, señor.

Bolitho sonrió mientras miraba sus maltrechas facciones.

—¿Seguro que no se arrepiente, Stockdale?

—¡No! Necesitaba un cambio. Y esto servirá.

—Supongo que podrías tú solo con la braza de mayor —dijo Little sonriendo entre dientes desde el otro lado de un cañón de doce libras.

Había algunos marineros charlando o señalando puntos concretos de la costa, pues la luz había ido aumentando paulatinamente.

Al instante llegó la increpación desde el alcázar.

—¡Señor Bolitho, ponga orden entre esos marineros! ¡Esto se parece más a una feria de ganado que a un barco de guerra!

—¡A la orden, a la orden, señor! —replicó Bolitho con una mueca. Y añadió por ayudar a Little—: Tome los nombres de todos los que…

No pudo terminar la frase, pues vieron aparecer por detrás del último compañero el sombrero de tres picos del comandante Dumaresq, cuya voluminosa figura se dirigió después, con aparente indiferencia, hacia un lado del alcázar.

Bolitho dijo en voz baja pero imperiosa a los guardiamarinas:

—Escúchenme bien, ustedes dos. La rapidez es importante, pero no tanto como para dejar de hacer las cosas correctamente. No atosiguen a los hombres innecesariamente; no olviden que la mayor parte de ellos llevan años navegando. Obsérvenlo todo con atención y vayan aprendiendo, y estén siempre preparados para ayudar a cualquiera de los nuevos si ven que se arma un lío.

Ambos asintieron solemnemente, como si acabaran de escuchar palabras llenas de sabiduría.

—¡Todo listo en proa, señor!

Quien había hablado era Timbrell, el contramaestre. Parecía estar en todas partes simultáneamente. De vez en cuando se detenía un instante para colocar adecuadamente los dedos de un hombre inexperto alrededor de una braza o para apartarlos de un motón, evitando así que perdiera media mano cuando sus compañeros soltaran todo su peso en él. Pero mostraba la misma disposición para descargar con un crujido su vara de bejuco sobre los hombros de cualquiera que, en su opinión, estuviera cometiendo una estupidez. Eso provocaba un grito de dolor, acompañado de burlonas y poco compasivas sonrisas por parte de los otros marineros.

Bolitho oyó decir algo al comandante, y a los pocos segundos fue rápidamente izada la bandera roja hasta el punto más alto, donde, henchida por el viento, parecía una pieza de metal pintado.

—¡Ancla a pique, señor! —Era Timbrell de nuevo. Estaba inclinado sobre la proa, mirando con atención los remolinos que formaba la corriente bajo el bauprés—. ¡Preparados en el cabestrante!

Bolitho lanzó otra mirada a popa. El puesto de mando. Gulliver con sus timoneles, tres aquella mañana, al enorme timón de doble rueda. Todo comprobado hasta el mínimo detalle. Colpoys con sus infantes de marina en las brazas de mesana, el guardiamarina responsable de las rondas de guardia y el guardiamarina señalero, Henderson, atento todavía a la bandera que ondulaba furiosamente al viento para asegurarse de que las drizas no se habían enredado. Con el barco a punto de zarpar, aquello era más importante que su propia vida.

En el alcázar, Palliser con un segundo del piloto, y, ligeramente apartado de ellos, el comandante, con sus fornidas piernas firmemente asentadas, las manos bajo los faldones de la casaca y la penetrante mirada abarcándolo todo: él era quien estaba al mando. Bolitho vio con sorpresa que Dumaresq llevaba un chaleco escarlata bajo su casaca.

—¡Largar velas del trinquete!

Los hombres encaramados en proa, animados por una repentina agitación, parecieron despertar a la vida; un marinero poco prudente de cubierta estuvo a punto de ser derribado por las enormes velas que, súbitamente liberadas de sus ataduras, ondeaban y se retorcían violentamente bajo la fuerza del viento.

Palliser miró al comandante. Captó la señal que esperaba en un casi imperceptible movimiento de cabeza. Entonces el primer teniente se llevó la bocina a la boca y cantó:

—¡Arriba, a la arboladura! ¡soltar gavias!

Los flechastes sobre cada una de las pasarelas se llenaron de marineros que trepaban veloces, con una agilidad propia de simios, hacia las vergas; simultáneamente, otros gavieros igualmente ligeros subían aún más arriba come rayos, listos para realizar su cometido cuando el barco estuviera ya en marcha.

Bolitho sonrió para disimular su inquietud al ver cómo Jury se precipitaba tras los marineros que se dejaban las uñas sin distraerse ni un instante, cada cual enfrascado por completo en su tarea.

A su lado oyó a Merrett decirle con voz ronca:

—Estoy mareado, señor.

Slade, el más veterano de los timoneles, se detuvo para espetarle gruñendo:

—¡Pues conténgase! ¡Si se le ocurre vomitar aquí, jovencito, le tenderé sobre uno de esos cañones y le propinaré seis buenos azotes para que despabile!

Siguió su camino sin perder más tiempo, gritando órdenes, empujando a algunos hombres a sus puestos apropiados, olvidado ya del insignificante guardiamarina.

—¡Pero si estoy, de verdad, muy mareado! —gimoteó Merrett.

—Quédese allí —le dijo Bolitho.

Lanzó una mirada hacia la bocina del primer teniente, luego hacia la arboladura, donde sus hombres se movían por las vergas; la enorme y ondeante masa de la gavia empezaba a hincharse formando bolsas de aire en algunos puntos y se sacudía violentamente, como luchando por liberarse del todo.

—¡Más hombres a las brazas! ¡Listos para maniobrar!

—¡El ancla está libre, señor!

Como un animal recién puesto en libertad, la
Destiny
se atravesó al viento, con sus imponentes velas desplegadas en las vergas, restallando y bufando en un verdadero frenesí hasta que, con el trabajo de los hombres que se esforzaban en las brazas para orientar las vergas al viento y una vez todo el timón a la banda, el barco estuvo bajo gobierno.

Bolitho tragó saliva al ver cómo un hombre resbalaba en la verga de mayor, pero uno de sus compañeros le agarró a tiempo de evitar la fatal caída.

Viraban una cuarta y volvían a detenerse, de modo que la tierra parecía deslizarse por delante de proa y de su airoso mascarón en una caprichosa danza.

—¡Más hombres a la braza de trinquete de barlovento! ¡Tómele el nombre a ése! ¡Señor Slade! Revise el ancla y asegúrese que esté bien trincada, ¡ahora!

La voz de Palliser no dejaba de oírse ni un instante. En cuanto se izó hasta la serviola la chorreante ancla y fue sujetada con la máxima premura para evitar que golpeara el casco del barco, la exigente bocina del primer teniente apremió a algunos hombres a que corrieran a otro sitio:

—¡Desplieguen los foques y las velas mayores!

Las velas más grandes se extendieron restallando en sus vergas y adquirieron la consistencia del hierro bajo el impulso del viento. Bolitho se detuvo un instante para enderezarse el sombrero y tomar aliento. La tierra firme en la que había estado buscando voluntarios, como un símbolo de la seguridad, se encontraba ahora en el otro costado de la nave; la
Destiny
, con sus mástiles alineados en la dirección del viento, guiada por el timón, apuntaba ya hacia el estrecho, más allá del cual se extendía, esperándola, el mar abierto, como una infinita llanura gris.

Los hombres lidiaban con los cabos serpenteantes, mientras por encima de sus cabezas chirriaban los motones, la tensión de brazas y drizas desafiando la fuerza de sus músculos enfrentados al viento y a una creciente pirámide de lona. Según todas las apariencias, Dumaresq no se había movido ni un ápice. Estaba observando la tierra que se deslizaba por el través, la barbilla firmemente sujeta por la corbata.

Bolitho se secó la ligera humedad que cubría sus mejillas sin preocuparse de si ésta procedía de su interior o de la atmósfera, pero súbitamente feliz de no haber perdido su propia capacidad de emocionarse. A través del mismo paso por el que se dirigió Drake hacia el estrecho de Oresund para enfrentarse a la Armada Invencible; en el mismo lugar en el que cientos de almirantes habían meditado y reflexionado acerca de su futuro inmediato. ¿Y después?

Other books

The Pied Piper of Death by Forrest, Richard;
Three Little Words by Melissa Tagg
Deep Dark Secret by Sierra Dean
Keeping Her Secret by Sarah Nicolas
The Nirvana Blues by John Nichols
Blindside by Jayden Alexander
French Fried by Fairbanks, Nancy
Nowhere by Joshua David