Authors: Kerstin Gier
Cerré la cajita de trucos, quiero decir el móvil, y lo volví a deslizar en su escondite del escote justo a tiempo, porque un instante después la puerta se abrió y el conde y Gideon volvieron a entrar en la habitación; el conde sonriendo complacido, y Gideon más bien serio. Ahora también Rakoczy se levantó de su silla.
Gideon me dirigió una mirada inquisidora, que le devolví con aire retador. ¿Acaso había creído que aprovecharía el intervalo para poner pies en polvorosa? Aunque en realidad le hubiera estado bien. Al fin y al cabo, tanto insistir en que no nos separáramos en ningún caso, para luego dejarme sola a la primera de cambio.
—¿Y bien? ¿Le gustaría vivir en el siglo XXI, lord Brompton? —preguntó el conde.
—¡Desde luego! Qué deliciosas ocurrencias tienes —repuso lord Brompton al tiempo que daba palmadas satisfecho—. Ha sido realmente divertido.
—Sabía que lo apreciaría. Pero hubiera podido ofrecer una silla a la pobre muchacha.
—Oh, ya lo he hecho, pero ha preferido seguir de pie. —Lord Brompton se inclinó hacia delante y murmuró en tono confidencial—: Realmente, me gustaría mucho adquirir ese cofrecillo plateado, querido conde.
—¿Un cofrecillo plateado?
—Por desgracia, ahora tenemos que despedirnos —observó Gideon mientras cruzaba la habitación en dos zancadas y se colocaba a mi lado.
—¡Comprendo, comprendo! Naturalmente, el siglo XXI les está aguardando —dijo lord Brompton—. Muchas gracias por la visita. Ha sido maravillosamente divertido.
—No puedo sino darle la razón en eso —convino el conde.
—Espero que volvamos a tener el placer de verles —dijo lord Brompton.
Rakoczy no dijo nada. Solo me miraba. Y de pronto sentí como si una mano helada me sujetara la garganta. Asustada, traté de coger aire y miré hacia abajo. No se veía nada. Y, sin embargo, sentía claramente los dedos que se cerraban en torno a mi cuello.
«Puedo apretar cuando quiera.»
No era Rakoczy quien lo decía, sino el conde, si bien sus labios no se habían movido.
Desconcertada, dirigí la mirada hacia su mano. Estaba a más de cuatro metro. ¿Cómo podía estar colada al mismo tiempo en torno a mi cuello? ¿Y por qué oía su voz en mi cabeza cuando no estaba hablando?
»No sé qué papel representas en esto, muchacha, o si realmente eres importante, pero no tolero que nadie infrinja mis reglas. Esto es solo una advertencia. ¿Lo has comprendido?» La presión de los dedos se intensificó.
Yo estaba como paralizada por el miedo. Solo podía mirarle fijamente y tratar de coger aire. ¿Es que nadie se daba cuenta de lo que me estaba ocurriendo?
«Digo que si lo has comprendido.»
—Sí —susurré.
Enseguida la presión cedió y la mano se apartó de mi cuello, dejando que el aire entrara de nuevo libremente en mis pulmones.
El conde frunció los labios y agitó la muñeca.
—Volveremos a vernos— saludó.
Gideon se inclinó, y los tres hombres le devolvieron la reverencia. Solo yo me quedé tiesa como un palo, incapaz de mover ni un músculo, hasta que Gideon me cogió de la mano y me sacó de la habitación.
✿✿✿
Incluso después de que hubiéramos salido y hubiéramos subido al carruaje, seguía en tensión. Me sentía débil y abatida, y, de algún modo, también sucia. ¿Cómo se las había arreglado el conde para hablar conmigo sin que los otros pudieran oírlo? ¿Y cómo había conseguido tocarme, cuando estaba a cuatro metros de distancia? Mi madre tenía razón, lo que decían de él era cierto: ese hombre era capaz de penetrar en la mente de otras personas y controlar sus sensaciones. Me había dejado engañar por su parloteo arrogante y voluble y por su aparente fragilidad, y le había subestimado.
Qué estúpida había sido.
De hecho, había dado poca importancia a toda esta historia desde un principio.
El carruaje se había puesto en movimiento y se tambaleaba tan violentamente como a la ida. Gideon le había indicado al guarda de la levita amarilla que se apresurara. Como si hiciera falta. A la ida ya había llevado el coche como si no sintiera ningún aprecio por su vida.
—¿Te encuentras bien? Parece como si hubieras visto un fantasma. —Gideon se quitó el abrigo y lo dejó a su lado—. Hace calor para ser septiembre.
—No ha sido ningún fantasma —dije (la voz me temblaba un poco y me sentía incapaz de mirarle a los ojos)—. Solo ha sido una de las «demostraciones» del conde de Saint Germain.
—No ha estado precisamente amable contigo —comentó Gideon—. Pero era de esperar. Por lo visto, se había hecho una idea distinta de cómo tenías que ser.
Al ver que no respondía nada, continuó:
—En las profecías, el duodécimo viajero del tiempo siempre se describe como alguien especial. «Con la magia del cuervo dotado.» Lo que quiera que signifique eso… En cualquier caso, el conde no parecía muy dispuesto a creerme cuando le dije que solo eras una vulgar colegiala.
Extrañamente, ese comentario hizo que se esfumara al instante la penosa sensación de impotencia que el contacto fantasmal había despertado en mí. En lugar de sentir debilidad y miedo, ahora me sentía ofendida hasta lo más hondo. Y furiosa. Me mordí con fuerza el labio inferior.
—¿Gwendolyn?
—¿Qué?
—No pretendía ofenderte. No lo he dicho en el sentido de «ordinaria», sino en el de «corriente», ¿entiendes?
La cosa iba mejorando.
—Muy bien —dije fulminándole con la mirada—. No me importa nada lo que pienses de mí.
Me devolvió la mirada sin inmutarse.
—Tampoco puedes hacer nada por evitarlo.
—¡Tú no me conoces en absoluto! —resoplé indignada.
—Es posible —repuso Gideon—, pero conozco a un montón de chicas como tú. Todas son iguales.
—¿A un montón de chicas? ¡Ja!
—Las chicas como tú solo se interesan por los peinados, la ropa, las películas y las estrellas del pop. Y todo el rato están soltando risitas y van siempre en grupo al lavabo. Y se burlan de Lisa porque se ha comprado una camiseta de cinco libras en Mark & Spencer.
Aunque estaba furiosa, no pude evitar soltar una carcajada.
—¿Quieres decir que todas las chicas que conoces se burlan de Lisa porque se ha comprado una camiseta en Marks & Spencer?
—Ya entiendes lo que quiero decir.
—Sí, lo entiendo. —En realidad, no quería seguir hablando, pero sencillamente me salió así—: Tú piensas que todas las chicas que no son como Charlotte son superficiales y estúpidas, solo porque nosotras hemos tenido una infancia normal y no estábamos yendo continuamente a clases de esgrima y misterios. En realidad, nunca has tenido tiempo de conocer a una chica normal; por eso te has creado todo estos prejuicios.
—¡Escucha, yo he estudiado en el instituto, exactamente igual que tú!
—¡Sí, claro! —Las palabras sencillamente brotaban de mi interior como una catarata—. Aunque solo te hayas preparado la mitad de a fondo que Charlotte para tu vida de viajero del tiempo, no habrás tenido amigos ni del género masculino ni del femenino, y tu opinión sobre esa llamada «chica corriente» estará basada en observaciones que habrás hecho mientras rumiabas solo en el patio. ¿O vas a decirme que tus compañeros de internado encontraban súper divertidos tus hobbies como el latín, el baile de la gavota y la conducción de carruajes?
En lugar de ofenderse, Gideon me miró divertido.
—Te has olvidado de lo tocar el violín —puntualizó echándose hacia atrás y cruzando los brazos sobre el pecho.
—¿El violín? ¿De verdad?
Mi rabia se desvaneció tan deprisa como había surgido. El violín, ¡lo que faltaba!
—Al menos ahora tu cara tiene un poco más de color. Hace un momento estabas tan pálida como Miro Rakoczy.
Exacto, Rakoczy.
—¿Cómo se escribe?
—R-a-k-o-c-z-y —deletreó Gideon—. ¿Por qué lo preguntas?
—Me gustaría buscarlo en Google.
—Vaya, ¿tanto te ha gustado?
—¿Gustarme? Es un vampiro —dije—. Procede de Transilvania.
—Procede de Transilvania, pero no es ningún vampiro.
—¿Y tú cómo lo sabes?
—Porque los vampiros no existen, Gwendolyn.
—Ah, ¿no? Si hay máquinas del tiempo («y gente que es capaz de estrangularte sin necesidad de tocarte»), ¿por qué no puede haber vampiros también? ¿Le has mirado alguna vez a los ojos? Son como dos agujeros negros.
—Eso es por los brebajes con belladona con los que experimenta —explicó Gideon—. Un veneno vegetal que supuestamente ayuda a ampliar la conciencia.
—¿De dónde has sacado eso?
—Está en los
Anales de los Vigilantes
. Allí Rakoczy lleva el nombre de «Leopardo Negro». Salvó dos veces al conde de un atentado mortal. Es muy fuerte e increíblemente hábil en el manejo de las armas.
—¿Quién quería matar al conde?
Gideon se encogió de hombros.
—Un hombre como él tiene muchos enemigos.
—Sí, eso puedo imaginármelo muy bien —dije—. Pero me dio la sensación de que puede cuidar perfectamente de sí mismo.
—Desde luego —reconoció Gideon.
Pensé en si debía contarle lo que había hecho el conde, pero finalmente decidí no hacerlo. Gideon no solo se había mostrado cortés con aquel hombre, sino que me había parecido que los dos estaban muy unidos.
«No confíes en nadie.»
—¿Realmente has viajado al pasado para ver a todas esas personas y extraerle sangre? —pregunté en lugar de eso.
Gideon asintió.
—Con nosotros dos, de nuevo están registrados en el cronógrafo ocho de los doce viajeros del tiempo. Y también encontraré a los otros cuatro.
Recordé las palabras del conde y pregunté:
—¿Cómo puedes haber viajado de Londres a París y Bruselas? Creía que el tiempo que se puede permanecer en el pasado se reduce a unas pocas horas.
—A cuatros, para ser exactos —repuso Gideon.
—Pero en cuatro horas es imposible llegar de Londres a París, y aún menos si uno se toma tiempo para bailar una gavota y sacarle sangre a alguien.
—Es verdad. Y por eso tuvimos la genial idea de viajar antes a París con el cronógrafo —aclaró Gideon—. Y lo mismo hicimos en Bruselas, Milán y Bath. A los otros los pude visitar en Londres.
—Comprendo.
—¿De verdad?
De nuevo la sonrisa de Gideon estaba llena de sarcasmo. Pero esta vez decidí ignorarlo.
—Sí. Poco a poco voy entendiendo algunas cosas. —Miré por la ventanilla—. A la ida no hemos pasado junto a este prado, ¿no?
—Es Hyde Park —informó Gideon, que de repente se había puesto en tensión, y se inclinó hacia fuera para hablar con el cochero—. Eh, Wilbour, o como te llames: ¿por qué pasamos por aquí? ¡Tenemos que ir a Temple por el camino más rápido!
No pude entender la respuesta del hombre del pescante.
—Para inmediatamente —ordenó Gideon.
Cuando se volvió hacia mí, vi que se había puesto pálido.
—No lo sé —respondió—. Afirma que tiene orden de llevarnos a una cita en el extremo sur del parque.
Aprovechando que los caballos se habían detenido, Gideon abrió la portezuela del coche.
—Aquí pasa algo raro. No nos queda mucho tiempo hasta el salto. Yo mismo guiaré a los caballos hasta Temple. —Bajó y volvió a cerrar la puerta—.Y tú quédate en el carruaje pase lo que pase.
En ese momento se oyó un estampido. Instintivamente me agaché. Aunque solo conocía aquel ruido por las películas, enseguida supe que había sido un disparo. Oí un grito apagado, los caballos relinchaban, y el carruaje dio un salto adelante para enseguida volver a pararse en seco.
—¡Baja la cabeza! —gritó Gideon, y yo me lancé sobre el blanco.
Se oyó otro disparo, al que siguió un silencio insoportable.
—¿Gideon?
Me incorporé y miré hacia fuera.
Ante la ventana que daba al prado, vi a Gideon con la espada desenvainada.
—¡Te he dicho que te agaches!
Gracias a dios, aún vivía, aunque posiblemente no por mucho tiempo. Dos hombres vestidos de negro habían aparecido de repente surgidos de la nada, y un tercero se acercaba al caballo saliendo de la sombra de un árbol. En su mano distinguí el brillo plateado de una pistola.
Gideon empezó luchar contra los dos hombres al mismo tiempo. Los tres combatientes permanecían en silencio: solo se oían sus jadeos y el tintineo de las espadas al chocar. Durante unos segundos contemplé fascinada la habilidad con que se movía Gideon. Era como una escena de película: cada ataque, cada golpe, cada salto parecía formar parte de una coreografía que unos especialistas hubieran estado ensayando durante días. Pero cuando uno de los hombres gritó y cayó de rodillas mientras la sangre manaba como una fuerte de su cuello, volví a la realidad. Aquello no era ninguna película, aquello era verdad. Y por más que las espadas pudieran ser un arma mortal (el hombre herido estaba tendido en el suelo estremeciéndose y lanzando terribles gritos de dolor), no creía que pudieran hacer gran cosa frente a una pistola. ¿Por qué, entonces, Gideon no llevaba una? Hubiera sido muy fácil traer de casa un arma tan práctica. ¿Y dónde se había metido el cochero? ¿Por qué no estaba combatiendo junto a Gideon?
Entretanto, el jinete se había acercado y había saltado de su caballo. Observé, estupefacta, que también él había desenvainado una espada, con la que se abalanzó contra Gideon. ¿Por qué no utilizaba la pistola? La había lanzado a la hierba, donde no podía servirle a nadie.
—¿Quiénes son? ¿Qué quieren? —preguntó Gideon.
—Su vida y nada más —dijo el último hombre que había llegado.
—¡Pues no conseguirán arrebatármela!
—¡Lo haremos! ¡Puedes estar seguro!
De nuevo el combate ante la ventana se desarrolló como una coreografía, en la que el tercer asaltante, el hombre herido, permanecía inerte en el suelo mientras los otros luchaban en torno a su cuerpo.
Gideon paraba todos los ataques como si adivinara por adelantado qué se proponían hacer sus oponentes, pero era evidente que los otros también habían recibido clases de esgrima desde la más tierna infancia. En un momento dado vi cómo la espada de uno de ellos silbaba en el aire apuntando al hombro de Gideon, que estaba ocupado parando el golpe del otro.
Una ágil finta lateral impidió en el último momento que le alcanzara un golpe que seguramente le hubiera arrancado medio brazo. Oí la madera astillarse cuando la espada golpeó contra el carruaje.
¡Aquello no podía estar sucediendo! ¿Quiénes eran esos tipos y qué querían de nosotros?