Roxana, o la cortesana afortunada (3 page)

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Authors: Daniel Defoe

Tags: #Clásico

BOOK: Roxana, o la cortesana afortunada
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Fue inútil. No recibí la menor ayuda de nadie, las hermanas casi no me dejaron entrar en su casa y dos de sus parientes más próximos ni siquiera me ofrecieron algo de comer o beber. El quinto, una anciana señora, tía política de mi marido, una viuda mucho menos capaz de ayudarme que los demás, sí me hizo pasar, me invitó a cenar y me consoló tratándome con mucha más amabilidad que los otros, aunque añadió un toque melancólico, verbigracia, que, de haber estado en su mano, me habría ayudado, aunque era evidente que no podía y me consta que era sincera.

Entonces recurrí al consuelo del constante compañero de los afligidos, es decir, las lágrimas, pues, al contarle cómo me habían recibido los demás parientes de mi marido, prorrumpí en llanto y estuve llorando un buen rato, hasta que hice llorar también a la pobre señora.

Lo cierto es que volví a casa sin la menor ayuda, y una vez allí caí en un estado de inexpresable pesar, que desafía toda descripción. Después estuve varias veces en casa de la anciana tía y logré que me prometiera que iría a visitar y a hablar con los demás parientes, para tratar al menos de convencerlos de que se ocupasen de los niños o contribuyeran de algún modo a su manutención; y, por hacerle justicia, he de decir que cumplió su palabra, aunque sin resultado, pues no quisieron hacer nada, al menos de ese modo. Creo que con muchos ruegos obtuvo, mediante una especie de colecta, unos once o doce chelines entre todos, que, aunque supusieron un leve alivio, no bastaron para librarme de la carga que me afligía.

Había una pobre mujer que había sido una especie de criada de la familia y con quien, al contrario que los demás parientes, yo había sido siempre muy amable. Una mañana, mi doncella me metió en la cabeza que mandase a buscar a aquella buena mujer y le preguntara si no podía ayudarme en un caso tan desesperado.

Debo recordar aquí, en elogio de mi doncella, que, aunque hacía tiempo que no podía pagarle su salario y la había advertido de que no sólo no podría pagárselo, sino que tampoco podría pagarle los atrasos, no me dejó e incluso me ayudó siempre que pudo con su propio dinero, por todo lo cual, aunque siempre le agradecí su bondad y fidelidad, acabé pagándole muy mal, tal como se verá en su momento.

Amy (pues así se llamaba), al verme tan apurada, me sugirió que mandara llamar a aquella mujer, y yo decidí hacerle caso pero, justo la mañana en que pensaba hacerlo, la vieja tía se presentó a verme acompañada de ella. Al parecer la anciana señora estaba muy preocupada y había vuelto a hablar con sus parientes para ver qué podía hacer por mí, aunque sin mucha suerte.

Podrá juzgarse en parte mi infortunio por la situación en que me encontró: tenía cinco niños pequeños, el mayor no había cumplido aún los diez años, y no había ni un penique en la casa para comida, por lo que había enviado a Amy a vender una cuchara de plata y comprar alguna cosa en la carnicería. Yo estaba en el suelo del salón en medio de un montón de trapos viejos, ropa de cama y otras cosas parecidas en busca de algo que vender o empeñar a cambio de un poco de dinero, y lloraba a lágrima viva sin saber qué hacer después.

En ese instante llamaron a la puerta; pensé que sería Amy y no me levanté, sino que uno de los niños fue a abrir la puerta y las dos entraron y me encontraron llorando con tanta vehemencia como acabo de relatar. No hace falta decir que me sorprendió mucho su visita, sobre todo tratándose justo de la persona a quien había decidido llamar, pero, cuando vieron el aspecto que tenía, pues mis ojos estaban hinchados de tanto llorar, y en qué condición se encontraba la casa, con las cosas amontonadas por doquier, y sobre todo cuando les expliqué lo que estaba haciendo y por qué motivo, se sentaron a mi lado como los tres amigos de Job
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y no dijeron ni una palabra durante un buen rato, sino que también se pusieron a llorar.

Lo cierto es que no había mucho que decir, pues los hechos hablaban por sí solos: yo, que hacía muy poco paseaba en mi carruaje y era lozana y hermosa, iba ahora sucia y vestida con harapos y estaba delgada y famélica; y la casa, que antes estaba decorada con cuadros, bargueños, espejos de cuerpo entero y toda clase de cosas, estaba ahora despojada y desnuda, pues casi todos aquellos objetos se los había llevado el casero a cambio del alquiler o los había vendido yo para comprar lo más imprescindible. En suma, todo era miseria y desdicha y por todas partes asomaba la cara de la ruina. Lo habíamos vendido todo para comprar comida y apenas quedaba nada, a menos que hiciese como las pobres mujeres de Jerusalén
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y me comiese a mis propios hijos.

Aquellas dos buenas mujeres llevaban allí un rato, como digo, sin decir nada y se habían hecho cargo de la situación, cuando llegó mi doncella Amy con una paletilla de cordero y dos manojos de nabos, con los que pensaba preparar la cena. En cuanto a mí, estaba tan turbada de ver a aquellas dos amigas, pues eso es lo que eran, y de que me vieran en aquella situación, que sufrí otro ataque de llanto y no pude hablar con ellas hasta pasado un rato.

Mientras me hallaba en semejante estado, ellas se llevaron a Amy a un rincón de la habitación y estuvieron hablando con ella. Amy les explicó mis circunstancias y las expuso con palabras tan conmovedoras, y al mismo tiempo tan sinceras, que yo misma no podría haberlo hecho mejor, y en resumen les afectó de tal modo que la anciana tía se me acercó y, pese a que apenas podía hablar a causa de las lágrimas, me dijo: «Mira, prima, esto no puede seguir así. Es preciso tomar una decisión así que dime, ¿dónde nacieron tus hijos?». Le hablé de la parroquia donde habíamos vivido antes y le expliqué que cuatro habían nacido allí y uno en la casa en la que estábamos ahora, y que el casero, movido por la compasión, después de haberse llevado los muebles para pagar el alquiler, pues entonces no estaba al tanto de mis circunstancias, me había autorizado a vivir un año sin pagar nada, aunque el año ya casi había expirado.

Al oír aquello, tomaron esta decisión: ellas mismas llevarían a los niños a la puerta de uno de los parientes de los que he hablado antes y Amy los dejaría allí. Entretanto yo, la madre, habría de ocultarme unos días, cerrar todas las puertas a cal y canto y desaparecer. A los parientes se les diría que, si no querían ocuparse de los niños, podían enviárselos al sacristán, pues habían nacido en aquella parroquia y allí les atenderían. En cuanto al otro niño, que había nacido en la parroquia de…, ya estaba todo arreglado, pues los encargados de la parroquia nada más saber de la situación de la familia habían actuado como debían.

Eso fue lo que me propusieron aquellas dos buenas mujeres, que me instaron a dejar todo lo demás en sus manos. Al principio me afligió mucho pensar en separarme de mis hijos y sobre todo tener que ponerlos a cargo de la parroquia, pues acudieron a mi imaginación cientos de cosas horribles: que pudieran morir de hambre, echarse a perder, crecer lisiados o enfermos o algo parecido por falta de cuidados, y eso me encogía el corazón.

Pero la miseria de mis propias circunstancias me hizo pensar con dureza en los de mi propia sangre, y cuando consideré que, si se quedaban conmigo, era inevitable que muriesen de hambre y yo con ellos, empecé a hacerme a la idea de la separación con tal de liberarme del terrible pesar de verlos morir a todos y luego morir yo también. Así que accedí a marcharme de la casa, dejé que Amy y ellas dos se ocuparan de todo y, esa misma tarde, se los llevaron con una de sus tías.

Amy, que era una joven decidida, llamó a la puerta acompañada de los niños y le pidió al mayor que, en cuanto se abriese la puerta, se colara dentro e hiciera pasar a los demás. Los puso delante de la puerta antes de llamar y luego llamó y esperó a que abriera la doncella.

—Muchacha —dijo—, ten la bondad de entrar y decirle a tu señora que han venido a verla sus primitos de… —y le dio el nombre del pueblo donde vivíamos. La doncella se ofreció a acompañarla a ver a la señora—. Toma, muchacha —dijo Amy—, coge a uno de la mano y yo llevaré a los demás. —Y le entregó al más pequeño. La joven cogió inocentemente al chiquillo de la mano y se volvió hacia el interior de la casa. Amy hizo pasar a los otros, cerró la puerta muy despacio y se fue tan deprisa como pudo.

Momentos más tarde, mientras la doncella y su señora discutían, pues la señora la riñó y regañó como una loca y le ordenó que volviese a buscar a Amy y que echara a los niños a la calle, aunque, cuando salió a la puerta, Amy había desaparecido y la joven y su señora se quedaron sin saber qué hacer, en ese preciso momento, digo, la pobre y buena mujer, que había venido a verme con la anciana tía, llamó a la puerta; la tía no la acompañó porque había intercedido antes por mí y temía que sospecharan de nuestra connivencia, mientras que de la otra sólo sabían que había mantenido correspondencia conmigo.

Amy y ella lo habían concertado de aquel modo y fue una suerte que lo hicieran. Cuando entró en la casa, encontró a la señora indignada como una loca furiosa: dedicaba a la doncella los peores epítetos que se le ocurrían, y la conminaba a llevarse a los niños y dejarlos en la calle. La buena mujer, al verla tan airada, hizo ademán de marcharse y dijo:

—Ya volveré otro día, señora, veo ahora que estáis ocupada.

—No, no, señora… —respondió la otra—, no estoy ocupada, tomad asiento. Esta insensata me ha traído a los hijos del estúpido de mi hermano, y afirma que los ha acompañado una criada que le ha pedido que los trajera a verme, pero no será ninguna molestia porque ya he dado instrucciones de que los echen a todos a la calle y de que los encargados de la parroquia se ocupen de ellos, o de que esta estúpida vuelva a llevarlos a… y que se ocupe de ellos quien los trajo al mundo si quiere. ¿Por qué me envía a mí a sus retoños?

—La última sería la mejor solución —dijo la buena mujer—, si pudiera hacerse, y eso me recuerda el motivo de mi visita, pues venía justamente por este asunto y, si no hubiese llegado demasiado tarde, habría podido impedir que os sucediera esto.

—¿A qué os referís con eso de que es demasiado tarde? —preguntó la señora—. ¿Qué tenéis que ver vos con todo esto? ¿No habréis ayudado a traer aquí a esta caterva de mocosos?

—Espero que no penséis de mí tal cosa, señora —dijo la pobre mujer—, pero esta mañana fui a…, a visitar a mi antigua ama y benefactora, que siempre se portó muy bien conmigo, y, cuando llegué a la puerta, la encontré cerrada a cal y canto y la casa me pareció deshabitada. Llamé a la puerta, pero no obtuve respuesta, hasta que la criada de una vecina me llamó y me dijo: «Ahí no vive nadie, señora, ¿por qué llamáis?». Yo me sorprendí mucho al oírla. «¿Cómo que no vive nadie? —pregunté—, ¿qué decís? ¿No es ésta la casa de la señora…?». Me respondió: «No, se ha marchado». Así que hablé con una de las criadas y le pregunté qué pasaba. «Pues pasa que esa pobre mujer ha estado viviendo aquí sola mucho tiempo sin medios de subsistencia y esta mañana el casero la ha echado a la calle». «¡A la calle! —exclamé yo—, y ¿qué ha sido de sus hijos, pobres corderitos? ¿Qué se ha hecho de ellos?». «No les irá peor que si se hubieran quedado —respondieron ellas—, pues aquí se habrían muerto de hambre. Los vecinos, al ver a la pobre señora padecer de ese modo, pues se pasaba el día llorando y retorciéndose las manos como una loca, llamaron al sacristán para que se hiciese cargo de los niños; y él se llevó al pequeño, que nació en esta parroquia, donde tienen una buena nodriza, y mandó que se ocuparan de él. En cambio, a los otros cuatro los envió con unos parientes del padre, que son gente muy acomodada, y además viven en la misma parroquia donde nacieron». Eso no me cogió tan de sorpresa como para no prever en el acto las molestias que iba a ocasionaron, tanto a vos como al señor…, así que he venido a advertiros y a poneros sobre aviso para que no os cogieran desprevenida, pero ya veo que han sido más rápidos que yo, y ahora no sé qué decir. Al parecer echaron a la calle a la pobre mujer, y otra de las vecinas me contó que, cuando le quitaron a los niños, se desmayó y después de recuperarse dio claras muestras de haber perdido el juicio, así que la parroquia decidió meterla en un manicomio, pues no hay nadie que pueda ocuparse de ella.

Todo eso fingió aquella buena, amable y desdichada criatura, pues, aunque su intención era buena y caritativa, no era verdad ni una sola palabra de lo que dijo, ya que ni me había echado a la calle el casero, ni me había vuelto loca; aunque sí era cierto que me había desmayado al separarme de mis pobres niños, y que me porté como una demente cuando descubrí que se los habían llevado, la verdad es que me quedé en la casa hasta mucho tiempo después, como se verá ahora.

Mientras la pobre mujer le contaba aquella triste historia, llegó el marido y, aunque la señora tenía el corazón endurecido contra toda piedad, pese a ser ella quien estaba verdaderamente emparentada con los niños, que eran los hijos de su propio hermano, fue el hombre quien se conmovió con la tremenda relación de las circunstancias de la familia, y cuando la mujer terminó de narrarla, le dijo a su mujer:

—Ciertamente, es un caso terrible, querida, y algo tendremos que hacer.

Ella se puso hecha una furia.

—¿Qué? —exclamó—. ¿Es que quieres tener cuatro bocas más que alimentar? ¿Acaso no tenemos nuestros propios hijos? ¿Quieres que esos mocosos se coman el pan de mis niños? No, no, dejemos que la parroquia se ocupe de ellos, y yo me ocuparé de los míos.

—Vamos, vamos —dijo el marido—, la caridad con los pobres es una obligación, y quien da a los pobres presta al Señor
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. Prestémosle al Señor un poco del pan de nuestros hijos, como tú lo llamas. Será una buena inversión y así nos aseguraremos de que nuestros hijos nunca dependan de la caridad, o se vean en la calle como estas pobres criaturas.

—No me vengas con seguridades —repuso la mujer—, el mejor seguro para nuestros hijos es que guardemos lo que tenemos y lo gastemos en ellos, y luego ya habrá tiempo de ayudar a los hijos de los demás. La caridad empieza por uno mismo.

—Pero, querida —insistió él—, sólo digo que prestemos un poco de dinero con interés. Nuestro Hacedor es de fiar, y no hay que temer que no nos pague, mujer. Te lo aseguro.

—No te burles de mí con tu caridad y tus alegorías —repuso la mujer muy enfadada—, te digo que son parientes míos y no tuyos, y que no se van a instalar aquí, irán a la parroquia.

—Ahora tus parientes son también los míos —respondió el caballero con mucha calma— y no estoy dispuesto a ver afligidos a tus parientes sin compadecerme de ellos como si fueran los míos. No irán a la parroquia, querida, te garantizo que ningún pariente de mi mujer tendrá que ir a la parroquia, si puedo evitarlo.

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