Roxana, o la cortesana afortunada (10 page)

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Authors: Daniel Defoe

Tags: #Clásico

BOOK: Roxana, o la cortesana afortunada
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Oscuras intrigas requieren secreto y artería,

los más culpables son los primeros espías.

Su Alteza dispuso así del acceso más cómodo y discreto a mí que pueda imaginarse, y raras veces dejó de venir al menos dos o tres noches por semana, y en ocasiones incluso se quedaba dos o tres noches seguidas. En cierta ocasión afirmó que había decidido abusar de mi hospitalidad, pues quería saber lo que se sentía al estar prisionero, así que informó a sus criados de que tenía intención de instalarse en…, donde iba a cazar con frecuencia, y que no volvería hasta al cabo de una quincena. Y todos esos días los pasó conmigo sin salir de casa ni un instante.

Ninguna mujer de mi condición ha vivido quince días tan agradables, pues ¿qué podía ser más placentero para una mujer tan vanidosa como yo que disfrutar de la presencia de un príncipe exquisito y bien educado, conversar con él todo el día y encandilarlo, como él decía, de noche?

Para completar la felicidad de aquella época, no debo olvidar que el diablo me hizo otra jugarreta y permitió que disfrutara de aquel amor como si fuese lícito. Resistirse a un príncipe de semejante grandeza y majestad, tan infinitamente superior a mí y que se había presentado de un modo tan generoso, habría sido imposible para cualquiera, por lo que consideré que era legítimo no hacerlo, convencida como estaba además de que era soltera y carente de compromisos de ningún tipo con otros hombres, debido a la inexplicable ausencia de mi marido y del asesinato de mi caballero, que había pasado por ser mi segundo esposo.

Sin duda me resultó fácil persuadirme de la verdad de semejante doctrina porque redundaba en mi comodidad y tranquilidad de conciencia que así fuera.

Es fácil engañarse respecto a lo que se desea,

y de buen grado creemos lo que ansiamos.

Además, yo no disponía de casuistas que despejaran mis dudas, el mismo demonio que me metió esa idea en la cabeza me animaba a ir a ver a un cura y, con la excusa de la confesión, exponerle el caso con detalle para ver si concluía que no había en él ningún pecado o me absolvía con alguna pequeña penitencia. Estuve tentada de comprobarlo, pero no sé qué escrúpulo me lo impidió y no logré hacerme a la idea de mezclarme con aquellos curas. Y, aunque resulte extraño que yo, que había prostituido de aquel modo mi castidad, y abandonado todo sentido de virtud en dos ocasiones, y que estaba viviendo ahora una vida de franco adulterio, tuviera algún tipo de escrúpulo, sin embargo lo tenía. Razonaba conmigo misma que no podía engañarme en cuestiones consideradas sagradas, que no podía ser de una opinión hoy y de otra mañana, ni ir a confesarme sin saber siquiera cómo se hacía, porque el cura repararía en que yo era hugonote y me arriesgaba a complicarme la vida. En suma, aunque fuese una prostituta, era una prostituta protestante, y bajo ningún concepto podía actuar como si fuese papista.

Pero, como digo, me contenté con la sorprendente excusa de que, por ser irresistible, era también legítimo, pues el cielo no permitiría que se nos castigara por algo que no podíamos evitar y, con tan absurdos razonamientos, conseguí que no me remordiera la conciencia a propósito de aquel asunto, y me sentí tan convencida de su legitimidad como si hubiese estado casada con el príncipe y nunca hubiese tenido otro marido. Así de fácil resulta dejarse enredar por la maldad y poner freno a nuestra conciencia, y, una vez adormilado ese centinela, no despertará mientras la marea de los placeres siga subiendo, hasta que algo siniestro y terrible nos haga recobrar el sentido.

Confieso que me pasma la estupidez que ofuscó mi espíritu todo ese tiempo, los vapores letárgicos que entumecieron mi alma y cómo fue posible que yo, que en la ocasión anterior, en que la tentación había sido mucho más irresistible, y los argumentos más convincentes, había vivido presa de una inquietud continua por la vida malvada que llevaba, pudiera vivir ahora en la más profunda tranquilidad y con una paz constante, e incluso contenta y satisfecha, pese a estar cometiendo un adulterio aún más flagrante que antes; pues mi caballero, que me había llamado su esposa, al menos tenía la excusa de que su mujer lo había abandonado y se había negado a cumplir con su deber marital, y de que mis propias circunstancias eran idénticas, pero el príncipe, además de la princesa, que era una dama hermosa y refinada, tenía otras dos o tres amantes aparte de mí, y sin el menor escrúpulo.

No obstante, ya digo que, por mi parte, disfrutaba de una completa tranquilidad e, igual que el príncipe era mi única deidad, yo me convertí en su ídolo. Y no sé cómo sería con su princesa, pero estoy segura de que sus otras amantes lo notaron y, aunque nunca llegaron a descubrirme, me consta que adivinaron, con razón, que su señor tenía una nueva favorita que les estaba robando su tiempo, y tal vez privando de parte de su generosidad. Y ahora debo hablar de los sacrificios que hizo a su ídolo, que no fueron pocos.

Además de amarme como un príncipe me recompensó como tal, pues aunque declinó convertirme en una figura pública, como he contado antes, me dio a entender que no lo hacía por ahorrarse los gastos que eso le habría supuesto y afirmó que me compensaría de otro modo: en primer lugar, me envió un lavabo con todos los adminículos de plata, incluso el marco de la repisa, y luego me regaló la mesita y el servicio de plata para la casa del que he hablado previamente, con todos sus accesorios de plata maciza, y así, aunque me hubiera pasado la vida entera buscando algún objeto de plata que todavía no tuviera para pedírselo, no lo habría encontrado.

Luego ya no pudo regalarme más que joyas y vestidos, o dinero para comprarlos; envió al mayordomo al mercero y me compró un vestido de seda con brocados de oro, otro de plata y otro de carmesí, de modo que tuve tres vestidos que no habría desdeñado lucir la mismísima reina de Francia. Como no salía nunca a la calle, los reservé para cuando dejase de llevar luto, aunque me los ponía, uno tras otro, siempre que su Alteza venía a visitarme.

Aparte de aquéllos, me regaló al menos cinco vestidos de mañana, para que no tuviera que repetir nunca la misma ropa, y además añadió varios paquetes de ropa de cama fina y de encaje, que casi no tenía sitio donde guardar.

Una vez me tomé la libertad de decirle que era demasiado generoso y que le salía demasiado cara como amante, que sería su sierva más fiel por mucho menos dinero, y que no me daba ocasión a pedirle nada, pues me regalaba tantas cosas hermosas que apenas tenía ocasión de ponérmelas o utilizarlas, a menos que llevase un elevado tren de vida, cosa que ni a él ni a mí nos convenía. Él sonrió, me tomó en sus brazos y respondió que estaba decidido a que, mientras fuese suya, no pudiera pedirle nada, sino que sería él quien me pediría nuevos favores a mí.

Después de levantarnos, pues aquella conversación tuvo lugar en la cama, quiso que me pusiera mi mejor vestido. Era un día o dos después de que me hubieran terminado y llevado a casa los tres vestidos, y le dije que, si le parecía bien, me pondría su preferido. Me preguntó cómo iba a saber el que mas le gustaba si todavía no los había visto. Le respondí que tendría que adivinarlo, así que me fui y volví con el vestido de los brocados de plata, una cinta de encaje sobre la cabeza que en Inglaterra habría costado doscientas libras esterlinas y todo lo acicalada que pudo vestirme Amy, que sabía muy bien cómo hacerlo. Así salí de mi vestidor que comunicaba a través de una puerta basculante con su dormitorio.

El príncipe me miró atónito y se quedó sentado en la cama un buen rato, contemplándome sin decir palabra, hasta que me acerqué, hinqué una rodilla en el suelo y, casi a la fuerza, le besé la mano. Él me ayudó a incorporarme, se puso en pie y, al ir a cogerme en brazos, reparó en que las lágrimas me corrían por las mejillas.

—Amiga mía —dijo en voz alta—, ¿qué significan estas lágrimas?

—Mi señor —respondí, al cabo de un rato, pues me faltaban las palabras—, os ruego que creáis que no son lágrimas de tristeza, sino de alegría. Es imposible verse arrancada de la miseria en la que había caído y estar en brazos de un príncipe tan bueno y generoso que me trata de este modo. Es imposible, mi señor —insistí—, contener la alegría, y por eso se manifiesta mediante un exceso proporcional a vuestra inmensa generosidad y al afecto con que trata su Alteza a una criatura inferior como yo…

Sería un poco novelesco repetir aquí todas las cosas amables que me dijo en esa ocasión, pero no puedo omitir un pasaje: al ver cómo las lágrimas corrían por mis mejillas, sacó un fino pañuelo de batista y quiso enjugarlas con él, pero se contuvo, como si temiera estropearme el maquillaje, y me entregó el pañuelo y me pidió que lo hiciera yo misma. Yo adiviné su temor y le respondí con una especie de amable desdén.

—¡Cómo, mi señor! —dije—. ¿Será posible que, a pesar de lo mucho que me habéis besado, no sepáis que no uso maquillaje? Comprobad vos mismo que no os engaño, y permitid que os diga que no os he engañado con falsos colores.

Volví a entregarle el pañuelo, le cogí de la mano y le hice frotarme la cara con tanta fuerza que temió hacerme daño.

Pareció más sorprendido que nunca y juró, y fue la primera vez que le oí hacerlo, que jamás habría creído que nadie tuviera una piel así sin maquillarse.

—Pues bien, mi señor —insistí—, vuestra Alteza tendrá ahora una nueva demostración, para que os convenzáis de que lo que vos consideráis belleza es sólo obra de la naturaleza.

Y, con esas palabras, fui hasta la puerta e hice sonar una campanita para llamar a mi doncella y le pedí que me trajera un vaso lleno de agua caliente, cosa que hizo. Luego le hice notar a su Alteza que era agua tibia y me lavé la cara en su presencia. No pudo quedar más convencido, pues la prueba era irrefutable, y me besó las mejillas y los pechos un millar de veces entre expresiones de la mayor sorpresa imaginable.

Lo cierto es que mi figura no era de las que dejan indiferente. Aunque había tenido dos hijos con mi caballero y cinco con mi verdadero marido, conservaba un físico nada despreciable y mi príncipe (debe permitírseme la vanidad de llamarlo así) me miró mientras iba de un extremo a otro de la habitación, y por fin me llevó a la parte más oscura, se colocó detrás de mí y me pidió que alzara la cabeza; luego me puso las manos alrededor del cuello, como si quisiera comprobar lo fino que era, pues era largo y estrecho, y me lo sujetó con tanta fuerza que le dije que me estaba haciendo un poco de daño. Yo no sabía por qué lo hacía y no tenía ni la menor sospecha de que lo estaba midiendo. Guando me quejé de que me hacía daño, aflojó un poco y, medio minuto después, me condujo a un espejo de cuerpo entero y hete aquí que vi que tenía un hermoso collar de diamantes alrededor del cuello. Yo no me había dado ni cuenta de lo que hacía y si toda la sangre de mi cuerpo no subió a mi cara, mi cuello y mis pechos, debió de ser a causa de alguna obstrucción en los vasos sanguíneos. La vista de aquel collar me encendió en llamas, y me quedé embelesada ante lo que me estaba pasando.

Sin embargo, para demostrarle que no era indigna de recibir sus regalos, me volví hacia él.

—Mi señor —dije—, vuestra Alteza está decidida a conquistar con su generosidad la gratitud de sus sirvientes, y sólo dais ocasión a que os demos las gracias, aunque también carezcan de significado, pues no guardan proporción con ella.

—Me gusta, amiga mía —respondió—, que las cosas sean como deben ser: un hermoso vestido y unas enaguas, un peinado con una cinta de encaje, un rostro y un cuello tan hermosos sin un collar no habrían sido un objeto perfecto. Pero ¿por qué os ruborizáis, amiga mía?

—Mi señor —repliqué—, todos vuestros presentes me sonrojan, pero, por encima de todo, me azoro al recibir lo que tan poco merezco y tan mal puedo agradecer.

En eso soy una prueba viviente de la debilidad de los grandes hombres ante sus vicios. No dudan en malgastar enormes fortunas en las criaturas más indignas, o, por decirlo en una palabra, en aumentar a su capricho el valor del objeto que pretenden adquirir. Aumentar su valor, digo, a sus propias expensas, y ofrecer valiosos regalos a cambio de un favor ruinoso, y que se aleja tanto de su precio que nada resulta tan absurdo como el coste al que los hombres compran su propia destrucción.

A la vista de aquellos modos tan fastuosos tendría que haberme hecho algunas justas reflexiones, pero mi conciencia estaba, como he dicho, muda y no sentía remordimiento alguno por mi perversidad. Además, mi engreimiento había crecido hasta tales alturas que apenas quedaba sitio para tales reflexiones.

Aun así había veces en que no podía sino contemplar con perplejidad la locura de algunos hombres de alta cuna que, tan ricos como pródigos, permiten que los miembros más escandalosos de nuestro sexo se tomen libertades sin límites y garantizan así tanto su propia perdición como la de ellas.

Que yo, que sabía lo que había sido pocos años antes, la abrumada de dolor, ahogada en lágrimas, aterrada por la perspectiva de la indigencia y que había estado rodeada de harapos y niños sin padre; que había tenido que empeñar esos mismos harapos para comprar comida y me había sentado en el suelo desesperada y convencida de que iba a morir de hambre hasta que se llevaron a mis hijos para ponerlos a cargo de la parroquia; que me había prostituido después para asegurarme el pan y, abandonando toda conciencia y virtud, había vivido con el marido de otra mujer; que yo, a quien despreciaban todos mis parientes y los de mi marido, que estaba tan sola y desamparada que no sabía a quién acudir para que me librara de la miseria; que yo, digo, disfrutara ahora de las atenciones de un príncipe a cambio del honor de disponer de mi cuerpo prostituido, tan vulgar para sus inferiores que poco tiempo antes tal vez yo misma no lo habría negado a uno de sus lacayos a cambio de un poco de pan, no podía sino llevarme a reflexionar sobre la brutalidad y la ceguera de la humanidad, al ver cómo, sólo porque la naturaleza me había dado una piel hermosa y unos rasgos agradables, el cebo de la belleza despertaba sus apetitos y la impulsaba a hacer toda clase de cosas sórdidas e inconcebibles con tal de poseerla.

Por ese motivo me he extendido tanto sobre el cariño con que me trataban tanto el joyero como el príncipe, no para convertir mi historia en un incentivo para el vicio, del que ahora tan tristemente me arrepiento (quiera Dios que nadie haga tan mal uso de algo tan bienintencionado), sino para dibujar con exactitud el retrato de un hombre esclavizado por la furia de sus apetitos y mostrar cómo desfigura la imagen de Dios en su alma, destrona a su razón, obliga a abdicar a su conciencia, y exalta a los sentidos al trono vacío. Cómo, en suma, depone al hombre y encubre a la bestia.

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