Pues honor y honestidad son una misma cosa.
Eso nos demuestra cuán frívolamente aceptamos falsas excusas con tal de contentarnos y acallar los remordimientos de la conciencia para poder así cometer un crimen deleitable y asegurarnos esos placeres a los que no queremos renunciar.
Pero ya no me servía ese subterfugio, pues en cierto sentido mi señor había faltado a su compromiso (no volveré a hablar de honor) conmigo y me había desatendido de tal modo que justificaba plenamente que yo lo dejara; y, una vez salvada esa objeción, la pregunta «¿Qué motivos tengo ahora para seguir siendo una puta?» seguía sin respuesta. Ni siquiera en mi fuero interno podía excusarme: por muy pervertida que estuviese, no podía responder, sin sonrojarme, que lo hacía simplemente por amor al vicio y porque me gustaba ser una prostituta. Era incapaz de reconocer que fuese tan disoluta, pese a ser cierto. Pero, igual que al principio la necesidad me había obligado a ser una puta, la avaricia, la concupiscencia y el exceso de vanidad me habían empujado a reincidir en el crimen, y había sido incapaz de resistirme a los halagos de los grandes personajes, a que me considerasen la mujer más bella de Francia y a las atenciones de un príncipe e incluso (hasta esos extremos llegaron mi orgullo y mi locura, aunque no tuviese ninguna prueba) de un gran monarca. Con esa carnaza y esas cadenas me encadenó el demonio, de modo que no pudiese recurrir para librarme a la escasa razón que me quedaba.
Pero eso era agua pasada. Ya no era una cuestión de avaricia. Tenía al menos cincuenta mil libras, y lo que es más: las rentas de esas cincuenta mil, que me suponían unos ingresos de dos mil quinientas libras anuales gracias a una hipoteca garantizada, aparte de otras tres o cuatro mil libras en metálico que guardaba siempre en la casa, y joyas, plata y otros bienes por valor de casi cinco mil libras más, por lo que estaba a salvo de los golpes del destino y muy alejada de la pobreza, o del peligro de volver a caer en ella. Todo lo cual no hacía sino añadir peso a la pregunta que, por muchas vueltas que le diera, no dejaba de resonar en mi cabeza: y ahora ¿qué? ¿Qué motivos tengo ahora para seguir siendo una puta?
Lo cierto es que, pese a que no lograba apartar aquello de mi pensamiento, no causó en mí el efecto que podría esperarse de una reflexión de carácter tan grave y trascendental. Aunque no dejó de tener pequeñas consecuencias que me ayudaron a dar un pequeño giro a mi vida, como se dirá en su momento.
No obstante, se produjo otro suceso que me causó cierta intranquilidad en esa época y desencadenó los acontecimientos que me dispongo a relatar ahora. Ya he hablado en alguna de mis digresiones del interés que me tomé por averiguar cómo estaban mis hijos y del modo en que había resuelto aquel asunto. Conviene que vuelva ahora sobre eso, a fin de enlazar así las diversas partes de mi historia.
Como he contado ya, mi hijo, el único que me quedaba al que siguiera teniendo el derecho legal de llamar hijo, había dejado su colocación de aprendiz para recibir otra educación muy diferente y, aunque eso redundó claramente en su beneficio, retrasó en tres años la edad de su emancipación, pues llevaba casi un año trabajando en su anterior empleo y tardó otros dos en formarse para el oficio al que yo le había dado esperanzas de acceder, de modo que no estuvo preparado hasta cumplir los diecinueve o veinte años, momento en que lo coloqué con un próspero mercader italiano, que decidió enviarlo a Messina, en la isla de Sicilia. Poco después, recibí cartas suyas —o, mejor dicho, las recibió Amy— en las que le explicaba que había terminado su aprendizaje y que le había surgido la oportunidad de colocarse en condiciones muy favorables en una casa comercial inglesa, siempre y cuando pudiera contar con el apoyo que se le había prometido; le rogaba que diese orden de hacer por él todo lo posible para facilitar su progreso y añadía que los demás detalles los tenía su maestro, el mercader londinense con quien había trabajado de aprendiz aquellos dos años, y que, por abreviar la historia, proporcionó unos informes tan satisfactorios de él a mi fiel consejero, sir Robert Clayton, que no reparé en pagarle cuatro mil libras, mil más de lo que pedía, o más bien sugería, para animarlo a abrirse camino en el mundo en mejores condiciones de lo que esperaba.
Su maestro le remitió puntualmente el dinero y, al descubrir por sir Robert Clayton que el joven caballero, pues así lo llamó, contaba con tan buen respaldo, escribió varias cartas por su cuenta que le proporcionaron crédito en Messina por el mismo valor que el dinero que yo le había enviado.
Nada me disgustaba más que tener que ocultarme de mi propio hijo y dejar que creyera que todos mis favores procedían de una desconocida, pero no tenía valor para revelarle qué clase de madre tenía y la vida que había llevado, para que no se viese obligado por un lado a sentirse infinitamente agradecido y por el otro, si es que era un hombre virtuoso, a odiar a su madre y a abominar del modo de vida mediante el que había ganado todo el dinero del que ahora disfrutaba.
Por esa razón he sacado ahora a colación a mi hijo, que por lo demás nada tiene que ver con mi historia, porque me hizo concebir la idea de romper con la vida que había llevado hasta entonces, para que a mi propio hijo, cuando volviera a Inglaterra convertido en un próspero comerciante, no le diera vergüenza reconocerme.
Quedaba todavía otra dificultad que me oprimía aún más, y era el problema de mi hija, a quien ya he contado que había podido ayudar a través de una persona interpuesta contratada por Amy. Como se ha dicho, se le dieron instrucciones para que comprara ropa elegante, buscara unas habitaciones, contratase a una doncella y adquiriese cierta educación, es decir, que aprendiera a bailar y a comportarse como una señora, con la esperanza de ver compensadas un día todas sus amarguras. Tan sólo se le insistió en que no se dejase arrastrar al matrimonio hasta que no dispusiera de una fortuna capaz de facilitarle una existencia acorde, no con lo que había sido, sino con lo que había de ser.
La muchacha era demasiado consciente de cuáles eran sus circunstancias para no cumplir en lo posible con todas esas condiciones y, de hecho, también era lo bastante lista para comprender hasta qué punto eso era lo que más le convenía.
Poco después, muy bien vestida y arreglada, según nuestras instrucciones, fue a visitar, tal como se ha contado más arriba, a Amy para contarle la historia de su buena suerte. Amy fingió sorprenderse de semejante cambio y se alegró mucho por ella, la trató muy bien, la recibió con amabilidad y, cuando iba a marcharse, fingió pedirme permiso y le prestó mi carroza. En suma, averiguó por ella misma dónde vivía, en una calle de la City, y prometió devolverle la visita, cosa que hizo poco después y, en una palabra, Amy y Susan (pues se llamaba igual que yo) acabaron haciéndose amigas íntimas.
Que hubiese trabajado como criada en mi propia casa era un obstáculo considerable en el camino de la pobre chica y, de lo contrario, no me habría resistido a descubrirme. Pero nunca habría permitido que mis hijos supieran a qué clase de criatura debían su existencia, ni les habría dado ocasión de reprocharle a su madre la vida escandalosa que había llevado, y menos aún de que justificaran con mi ejemplo un comportamiento parecido.
Lo mismo debe de sucederles sin duda a todos los padres, que, gracias a sus hijos, se apartan del mal camino cuando el sentido de un poder superior no ejerce sobre ellos esa influencia, pero ya hablaré de eso más tarde.
No obstante, se produjo una circunstancia favorable en el caso de la pobre muchacha, que favoreció que nuestro reencuentro se produjese antes de lo previsible. Después de que ella y Amy se hiciesen amigas y hubiesen intercambiado algunas visitas, la chica, que era ya toda una mujer, le habló con franqueza de las cosas que le habían ocurrido cuando trabajaba como criada en nuestra casa, y le contó con cierta extrañeza que nunca había llegado a ver a su señora:
—Es muy raro que, a pesar de haber vivido dos años en esa casa, nunca llegase a ver a mi señora, salvo la noche en que bailó disfrazada de turca, y entonces iba tan disfrazada que no podría reconocerla.
Amy se alegró de oírlo, pero como siempre había sido una mujer muy astuta no mordió el anzuelo y no insistió más en el asunto, aunque luego me lo contó y debo admitir que me llevé una alegría al pensar que no me conocía y que, gracias a eso, podría darme a conocer cuando las circunstancias lo permitiesen y presentarme como una madre de la que no tuviera que avergonzarse.
El miedo a que pudiera descubrirme me había inspirado reflexiones muy amargas y me había hecho plantearme la pregunta de la que he hablado antes, y eso me resultaba tan penoso que me alegró mucho saber que la chica no me había visto nunca y por tanto no me reconocería si alguien le decía quién era.
La siguiente vez que pasó a visitar a Amy, quise ponerla a prueba y entrar en la habitación para ver si me reconocía o no, pero Amy me lo quitó de la cabeza, pues no podíamos estar seguras de que fuera a ser capaz de contenerme sin darme a conocer, y decidimos dejarlo para mejor ocasión.
Pero ambas circunstancias —y ésa es la razón de sacarlas ahora a relucir— me hicieron pensar en cómo había vivido hasta entonces y me empujaron a tomar la decisión de cambiar de vida para no volver a ser jamás motivo de escándalo para mi propia familia ni temer darme a conocer a unos hijos que, al fin y al cabo, eran de mi sangre.
Había otra hija de la que, a pesar de todos nuestros esfuerzos, no pudimos averiguar nada hasta varios años después de encontrar a la primera. Pero vuelvo a mi propia historia.
Ahora que había dejado mis antiguos apartamentos, parecía estar en el buen camino de abandonar también a mis viejas amistades y, en consecuencia, también el vil comercio al que tanto tiempo había estado dedicada, por lo que, por así decirlo, la puerta de mi reforma parecía abierta y no tenía más que cruzarla. Sin embargo, algunos de aquellos a quienes había considerado mis amigos, preguntaron por mí y fueron a visitarme a Kensington, y con mucha más frecuencia de la que yo hubiera deseado; pero, una vez supieron dónde vivía, no hubo manera de evitarlo, a menos que hubiese corrido el riesgo de ofenderlos al rechazarlos a todos de plano; sin embargo, mi resolución no era tan firme como para ir tan lejos.
Lo bueno fue que mi viejo y libertino enamorado, a quien ahora odiaba de todo corazón, me dejó para siempre. Un día se presentó a visitarme, pero yo le pedí a Amy que le dijese que no estaba en casa y que había salido. Ella lo hizo de un modo tan falso que, antes de irse, mi señor le dijo con mucha frialdad:
—Vaya, vaya, Amy, de modo que tu señora no quiere recibirme; dile que no la molestaré nunca más —y repitió las palabras «nunca más» dos o tres veces mientras se marchaba.
Al principio me sentí un poco culpable, pues siempre me había colmado de atenciones, pero, como he contado, estaba harta de él, debido a ciertas cosas que, si pudiera publicarlas, justificarían plenamente mi conducta, pero esa parte de la historia no se puede relatar aquí, por lo que es mejor olvidarla y seguir adelante.
Tal como llevo dicho, había empezado a reflexionar sobre mi forma de vida y a considerar la posibilidad de cambiarla, y nada me animaba más a hacerlo que el hecho de tener tres hijos adultos y no poder hablar con ellos ni darme a conocer. Eso me preocupaba tanto que por fin decidí contárselo a Amy.
Ya he dicho antes que nos habíamos mudado a Kensington y que, aunque había roto con el viejo y pervertido lord, seguí recibiendo las visitas de otros; así, empecé a ser conocida en la ciudad, no sólo de nombre, sino por mi reputación, lo que era mucho peor. Una mañana en que Amy estaba conmigo en la cama yo empecé a darle vueltas a esos negros pensamientos y ella me oyó suspirar tantas veces que me preguntó si no me encontraba bien.
—Sí, Amy, estoy bien —respondí—, pero hace tiempo que me agobian ciertas reflexiones un tanto sombrías —y le conté lo mucho que me dolía no poder darme a conocer a mis propios hijos o tener amistades honradas.
—Y ¿por qué os angustia tanto, señora? —preguntó Amy.
—Vamos, Amy, ¿qué dirían mis hijos si descubriesen que su madre, por muy rica que sea, no es más que una puta vulgar y corriente? En cuanto a las amistades, dime, Amy, ¿qué dama virtuosa o familia de renombre querría visitar o relacionarse con una prostituta?
—No os falta razón, señora —dijo Amy—, pero eso ya no tiene remedio.
—Es cierto, Amy —repliqué—, que ya no tiene remedio, pero al menos podríamos romper con esta vida escandalosa.
—La verdad, señora —respondió Amy—, es que no sé cómo vais a hacerlo, a menos que volvamos a abandonar el país y nos instalemos en algún lugar donde nadie nos conozca ni nos haya visto antes.
Esas palabras de Amy me dieron una idea y repuse:
—Bueno, Amy, ¿y no podría mudarme a otra parte de la ciudad o del país y vivir apartada de todo, como si nadie me conociera?
—Sí —dijo Amy—, creo que sí, pero tendríais que renunciar a todo vuestro séquito, criados, carruajes y caballos, cambiar vuestra librea, es más, vuestros vestidos y, de ser posible, vuestro mismo rostro.
—De acuerdo —respondí—, si es preciso hacerlo, lo haremos, pues ya no puedo seguir con esta vida. —Amy se tomó el proyecto con su alegría característica, es decir, con un ímpetu irresistible, pues era muy decidida y quiso ponerlo en práctica cuanto antes—. De acuerdo, Amy —dije—, nos iremos lo antes posible, ¿pero cómo lo hacemos? No podemos despedir a los criados y deshacernos sin más de los carruajes y los caballos, ni cerrar la casa y adoptar un nuevo aspecto en un instante. Es preciso advertir a los criados y vender los muebles y un sinfín de cosas más.
Eso nos dejó tan confundidas que estuvimos dos o tres días considerándolo.
Por fin, Amy, a quien se le daban muy bien estos asuntos, dio con una solución.
—Ya está, señora —dijo—, he encontrado un modo para que, si así lo deseáis, podáis cambiar vuestro aspecto y vuestras circunstancias en un solo día y paséis a ser tan desconocida en veinticuatro horas como si hubieran transcurrido muchos años.
—Vamos, Amy —repliqué—, suéltalo ya, que me tienes sobre ascuas.
—Pues bien —respondió Amy—, dejad que vaya a la City esta tarde y alquile en vuestro nombre unas habitaciones en la casa de alguna familia seria y honrada para una dama de provincias que desea pasar en Londres cerca de medio año y donde os alojaréis con una dama de compañía, mitad sirvienta, mitad amiga, es decir, yo, y permitid que les pague un mes por adelantado.