Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö
—Estamos en Folkungagatan. No hace más que caminar, recorre las calles una tras otra sin parar y sin darse la vuelta. Parece apático.
—Tú sigue —ordenó Martin Beck.
Hacía falta bastante para alterar la calma exterior de Martin Beck, pero después de tres cuartos de hora con los ojos entre el reloj y el teléfono se levantó de golpe y salió.
Ahlberg y Kollberg se intercambiaron una mirada. Kollberg se encogió de hombros y se dispuso a colocar las piezas en el tablero de ajedrez.
En el servicio, Martin Beck se lavó las manos y la cara con agua fría y se secó con esmero. Al salir al pasillo, se abrió una puerta y un agente en mangas de camisa le avisó que tenía una llamada.
Era su esposa.
—No te he visto el pelo en años y ahora ni siquiera te puedo llamar por teléfono. ¿Qué estás haciendo? ¿Cuando vienes a casa?
—No lo sé —murmuró con cansancio.
Siguió hablando y su voz cambió, se hizo más estridente, la interrumpió en medio de una frase.
—No tengo tiempo ahora mismo —dijo irritado—. Hasta luego. No me llames aquí.
Se arrepintió de su tono al colgar, pero se encogió de hombros y se unió a sus colegas, jugadores de ajedrez.
La tercera llamada de Stenström llegó desde Skeppsbron. Eran las cinco menos veinte.
—Acaba de entrar en el Zum Franciskaner. Está sentado solo en un rincón bebiendo cerveza. Hemos recorrido todo el barrio de Söder. Sigue comportándose de forma muy extraña.
Unas molestias en el diafragma le recordaron a Martin Beck que llevaba todo el día sin comer nada. Pidió que les trajeran comida del restaurante de enfrente. Al terminar, Kollberg se durmió en la silla y empezó a roncar.
Cuando sonó el teléfono, se despertó sobresaltado. Eran las siete.
—Ha estado en el bar todo este tiempo, lleva cuatro jarras de cerveza. Ahora se dirige al centro otra vez. Ha aligerado el paso. Te llamaré en cuanto pueda. Hasta luego.
A Stenström parecía que le faltara aliento, como si hubiera estado corriendo, y colgó antes de que a Martin Beck le diera tiempo de preguntar nada.
—Va para allá —dijo Kollberg.
La siguiente llamada se recibió a las siete y media, y fue aún más corta. No había cambiado nada.
—Engelbrektsplan. Se encamina hacia Birger Jarlsgatan bastante deprisa.
Esperaron. Con la mirada fija en el reloj o en el teléfono.
Las ocho y cinco. Martin Beck levantó el auricular en el momento en que sonó.
Stenström parecía decepcionado.
—Entró a Eriksbergsgatan y cruzó el viaducto. En ese momento nos dirigimos a la plaza Odenplan por Odengatan. Supongo que ya se va para casa. Empieza a caminar más despacio.
—¡Mierda! Llámame en cuanto llegue a casa.
Transcurrió media hora antes de que Stenström llamara de nuevo.
—No se ha ido a casa, está en Upplandsgatan. No parece notar que tenga pies. Anda sin parar. Los míos no aguantarán mucho más.
—¿Dónde estás ahora?
—En la plaza Norra Bantorget. Acaba de dejar atrás el Teatro de la Ciudad.
Martin Beck pensó en el hombre que en esos momentos estaba pasando delante del teatro. ¿Qué le pasaría por la cabeza?, si es que guardaba algo dentro. ¿Quizá sólo caminaba, hora tras hora, gobernado por algún oscuro instinto? ¿Qué sentía? Llevaba más de ocho horas dando vueltas, inconsciente de su entorno, encerrado en sí mismo y con una idea torturándole, una decisión que iba madurando.
Durante las tres horas siguientes, Stenström llamó cuatro veces desde distintos puntos. El hombre caminó todo el tiempo por las calles de los alrededores de Eriksbergsplan, pero nunca se acercaba lo suficiente como para poder ver la casa de Sonja.
A las dos y media, Stenström avisó desde Rörstrandsgatan que Folke Bengtsson por fin se había ido a casa y acababa de apagar la luz de su dormitorio.
Martin Beck mandó a Kollberg a relevarlo.
A las ocho de la mañana del domingo, Kollberg volvió, despertó a Ahlberg, que estaba durmiendo en un sofá, se tumbó en el mismo sitio y se durmió enseguida.
Ahlberg entró a ver a Martin Beck, que se encontraba sentado junto al teléfono, meditaba.
—¿Ha llegado Kollberg? —preguntó alzando la vista y mirándole con los ojos rojos.
—Está durmiendo. Cayó como un toro apaleado. Stenström permanece en su puesto.
Sólo tuvieron que esperar dos horas antes de recibir la primera llamada del día.
—Ha vuelto a salir. Camina hacia el puente a Kungsholmen.
—¿Qué aspecto tiene?
—El mismo. Viste igual. Dios sabrá si ha dormido vestido.
—¿Camina rápido?
—No, lentamente.
—¿Has podido dormir algo?
—Poco. Pero no me siento precisamente como Superman.
—Menos mal.
Hasta las cuatro de la tarde, Stenström contactó con ellos a intervalos regulares de aproximadamente una hora. Folke Bengtsson llevaba en movimiento seis horas con dos breves paradas en una cafetería. Había recorrido Kungsholmen, Söder y el casco viejo. Ni siquiera se había acercado a la vivienda de Sonja Hansson.
A las cinco y media, Martin Beck estaba dormido en la silla delante del teléfono.
Un cuarto de hora más tarde, Stenström le despertó.
—Estamos en la plaza de Norrmalm. Va camino de Strandvagen y ahora parece diferente.
—¿De qué manera?
—Como si se hubiese despertado. Va como acelerado.
Hora y media después:
—Ahora tengo que tener más cuidado. Acaba de llegar a Sveavagen desde Odengatan. Está mirando a las chicas.
A las nueve y media.
—Karlavägen-Sturegatan. Pasea lentamente hacia la plaza Stureplan. Parece más tranquilo y sigue mirando a las chicas.
—Ten cuidado —le advirtió Martin Beck.
De repente sintió que estaba despierto y descansado, a pesar de que apenas había dormido en dos días.
Estaba estudiando el plano donde Kollberg había intentado reconstruir el errático itinerario de Bengtsson con un rotulador rojo, cuando sonó el teléfono.
—Es la décima vez que llama hoy —comentó Kollberg.
Martin Beck cogió el auricular a la vez que miraba el reloj de pared.
Las once menos un minuto.
Oyó la voz de Sonja Hansson. Sonaba ronca y un poco temblorosa.
—¡Martin! Ha vuelto.
Apretó fuerte al auricular.
—Vamos —dijo.
Sonja Hansson colgó el auricular y miró la hora. 23:01. Dentro de cuatro minutos Ahlberg entraría por la puerta y la liberaría de aquel irremediable y escalofriante malestar enquistado en una sensación de soledad.
Le sudaban las palmas de las manos y se las secó con la bata de algodón. Al hacerlo, la tela se le ajustó por las caderas.
Entró en silencio al oscuro dormitorio y se acercó a la ventana. El parqué le resultó duro y frío bajo sus pies descalzos y se puso de puntillas, apoyó la mano derecha en el parteluz y miró furtivamente a través de la fina cortina. Había algo de movimiento allí abajo, sobre todo delante del restaurante del otro lado de la calle, pero le llevó al menos minuto y medio descubrirlo. Salió de Runebergsgatan en la dirección opuesta a su portal, pasó arrimado al muro bajo y fue hacia la calzada de Birger Jarlsgatan. En medio de las vías del tranvía giró bruscamente a la derecha. Después de medio minuto más o menos desapareció de su campo de visión. Se había movido muy rápido deslizándose con pasos largos y parecía dirigir la mirada al frente, como si no reparara en el entorno ni pensara en nada.
Regresó al salón, que por lo menos tenía algo que ofrecer: luz, calor y algunas cosas que le gustaban. Encendió un cigarrillo e inhaló el humo profunda y largamente. A pesar de ser muy consciente de lo que estaba haciendo, siempre sentía el mismo alivio cuando él se marchaba sin entrar en la cabina telefónica. Ya llevaba demasiado tiempo esperando aquella ruidosa llamada que rompería en pedazos su paz interior e introduciría un elemento irracional e inquietante en su hogar. Tenía la esperanza de que no llegara nunca. De que todo fuera un error y le permitiesen volver a la misma rutina de siempre para no pensar nunca más en aquel hombre.
Recogió el jersey de lana que llevaba tejiendo tres semanas. Se acercó al espejo y se lo puso por encima. Dentro de poco lo acabaría. Volvió a mirar el reloj. Ahlberg ya llevaba unos diez segundos de retraso. Hoy no batiría ningún record. Sonrió, porque sabía que le molestaría. Se enfrentó a su tranquila sonrisa ante el espejo y observó una hilera de pequeñas gotitas de sudor que brillaban a lo largo del nacimiento del pelo. Sonja Hansson atravesó el vestíbulo y entró en el baño. Separó los pies sobre los gélidos azulejos y se puso a lavarse la cara y las manos con agua fría, inclinada hacia delante.
Al cerrar el grifo, oyó cómo Ahlberg intentaba abrir el cerrojo con la llave. Ya llevaba un minuto de retraso.
Con la toalla todavía en la mano dio un paso hacia el vestíbulo, estiró la mano, desenganchó la cadena de seguridad y abrió la puerta.
—Gracias a Dios, es un alivio que hayas venido —dijo.
No era Ahlberg.
Todavía con una sonrisa en los labios retrocedió lentamente hacia el interior del piso. El hombre que se llamaba Folke Bengtsson no le quitó la vista de encima mientras cerraba tras de sí y echaba la cadena a la puerta.
Martin Beck era el último, estaba a punto de abandonar el despacho cuando el teléfono sonó de nuevo. Volvió corriendo y cogió el auricular.
—Me encuentro en el vestíbulo del hotel Ambassadör —informó Stenström—. Le he perdido entre el barullo de gente. Hará unos cuatro o cinco minutos como mucho.
—Ya se ha ido para Runebergsgatan. Vete para allá lo más rápido que puedas.
Tiró el auricular y alcanzó a los demás, que iban bajando las escaleras. Se subió a la parte de atrás del coche salvando con dificultad el respaldo del asiento delantero de Ahlberg. Siempre ocupaban los mismos asientos; era importante que Ahlberg saliera el primero.
Kollberg metió la marcha, pero tuvo que soltar el embrague al momento para esquivar una furgoneta de la policía que estaba entrando. Por fin pudo seguir y entró girando en Regeringsgatan entre un Volvo verde y un Skoda beige. Martin Beck, con los brazos apoyados en las rodillas, se quedó mirando al frente fijamente, a la lluvia fría y cortante que caía fuera. Sentía una gran tensión física y mental, pero iba centrado y bien preparado. Como un deportista entrenado para batir un récord.
Dos segundos más tarde, el Volvo verde chocó contra una furgoneta que salía en dirección prohibida, por el cruce de David Bagaresgata. El Volvo dio un giro cerrado a la derecha justo un instante antes de la colisión, y Kollberg, que ya había iniciado el adelantamiento, tuvo que realizar la misma maniobra.
Reaccionó rápido y ni siquiera rozó al coche de delante, pero los vehículos se pararon en paralelo atravesando el cruce y pegados el uno al otro. Kollberg ya había metido la marcha atrás cuando el Skoda beige se estampó con un fuerte golpe contra la puerta delantera derecha. El conductor había frenado en seco, un gran error teniendo en cuenta el estado de la calzada.
No se trataba de un accidente grave. Dentro de diez minutos un par de agentes de la policía de tráfico aparecerían con sus cintas métricas, apuntarían la matrícula y el nombre, pedirían el permiso de conducir, el documento de identidad y la licencia de la radio, luego escribirían «daños en la chapa» en sus libretas, se encogerían de hombros y se marcharían. Si ninguno despedía olor a alcohol, la gente que ahora gritaba y gesticulaba bajo la lluvia, subiría en sus «dioses de chatarra» abollados y desaparecería cada uno en una dirección.
Ahlberg maldijo su suerte. Martin Beck tardó diez segundos en darse cuenta de por qué. Se encontraban atrapados. Las dos puertas estaban bloqueadas, tan eficazmente como si las hubiesen soldado.
En el mismo segundo en que Kollberg tomó la desesperada decisión de dar marcha atrás para alejarse de aquel tumulto, un autobús de la línea 55 se detuvo justo detrás de ellos. La única vía de escape quedaba obstruida. Para colmo, el conductor del Skoda beige había salido de su coche bajo la lluvia, probablemente hirviendo de rabia y cargado de argumentos. Quedó fuera de su campo de visión, sin duda se hallaba ya al otro lado de los coches.
Ahlberg colocó los dos pies contra la puerta, tomó impulso y presionó hasta dar un gemido, pero el Skoda seguía con la marcha puesta y no se movió ni un milímetro.
Transcurrieron tres o cuatro minutos de pesadilla. Ahlberg gritó y gesticuló. La lluvia formó una capa congelada y gris sobre el cristal trasero. Fuera vieron a un agente borroso con un impermeable negro brillante.
Por fin, algunos de los curiosos parecieron darse cuenta de la situación y se dispusieron a empujar el Skoda beige. Sus movimientos eran torpes y lentos. El agente trató de impedírselo. Al cabo de un rato, él mismo intentaba ayudar. Consiguieron separar los coches un metro, pero las bisagras se habían dañado y la puerta estaba atascada. Ahlberg empujaba mientras blasfemaba. Martin Beck notaba cómo el sudor le resbalaba por la nuca, descendía por debajo del cuello de la camisa y confluía en un frío reguero entre sus omóplatos.
La puerta se iba abriendo lentamente chirriando.
Ahlberg salió dando tumbos. Martin Beck y Kollberg intentaron librarse los dos a la vez hasta que lo consiguieron.
El agente estaba preparado con su libreta en la mano.
—¿Qué ha pasado aquí?
—Cállate —aulló Kollberg.
Afortunadamente lo reconoció.
—Corre —gritó Ahlberg cinco metros por delante.
Unas cuantas manos trataron de detenerles. Kollberg, en su carrera, derribó a un asombrado vendedor ambulante de perritos calientes con su cajón colgado sobre el estómago.
Cuatrocientos cincuenta metros, pensaba Martin Beck. Sólo un minuto para un deportista entrenado. Pero ellos no lo eran. Y no corrían en una pista de atletismo, sino sobre una calle asfaltada bajo una lluvia que se congelaba al tocar la gélida superficie de la calzada. Al cabo de cien metros, el pecho parecía que iba a estallarle. Ahlberg les sacaba cinco metros de ventaja, pero en Jutas Backe se resbaló y casi se cae. Le costó sus metros de ventaja y bajaron la cuesta hacia Eriksbergsplan prácticamente uno al lado del otro. Unos puntitos brillantes bailaban ante los ojos de Martin Beck. Atrás, en diagonal, oía los pesados jadeos de Kollberg.
Dieron la vuelta a la esquina y atravesaron el arriate a toda velocidad con pasos pesados y ruidosos. Lo descubrieron los tres a la vez en la segunda planta del edificio de Runebergsgatan. Un tenue rectángulo iluminado indicaba que había luz en el dormitorio y el estor bajado.