Rosado Felix (14 page)

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Authors: MBA System

BOOK: Rosado Felix
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En su afán de marcharse de allí cuanto antes, acepta la invitación para ir a ver las cabalgaduras.

—Me llamo Santín —dice el gitano—. Venga, acompáñeme hasta aquellas postas.

Al llegar al punto de encuentro, entre la manada de caballos que le presenta le llama poderosamente la atención uno blanco, de crines elegantes y cola peinada, enjaezado incluso en las patas; el gitano, desde luego, es un fanático y sabe tanto vender como tratar a sus equinos.

—El blanco —dice Curro, sin pensarlo dos veces—. ¿Puedo probarlo?

—Desde luego, ¿cómo no? Le aseguro que tiene buen ojo, ha hecho una fina y pronta elección, ¡venga, venga!

Los dos se acercan a la cuadra. Curro pasa la mano por los lomos, acaricia el cuello del animal, mira a las patas y asiente.

El gitano le alza los cascos.

—¡Vea qué herraje! Le digo que se lleva el mejor caballo de la feria.

— Eso espero.

—No lo dude.

—¿Sillas de montar?

—De lujo, y para este caballo, más. Cuero repujado y lana.

—Vale.

—Juanín, Juanín —grita a un muchacho—. Trae la silla de montar.

 

 

VI. EL CRIMEN

Aquel día, montado sobre el caballo, los pensamientos invadían su mente como un torbellino. En segundos, las escenas de amor con Rosalía pasaron como un rayo fulminante ante sus obnubilados recuerdos. Miraba a Orlando sin ver más allá de sus ojos. La pasión agitanada desató en sus entrañas una oleada salvaje de orgullo.

¿Cómo iba a permitir esa boda? Antes, muerto.

 

—¡Orlando! —gritó, como alma en pena que sale del infierno.

—Curro, te dije que no volvieras a acercarte a Rosalía. ¿Cómo tienes la desvergüenza de venir aquí el día de nuestra boda? —advirtió el otro.

—¡Rosalía es mía! —respondió Curro.

—Tú estás loco. Ja, ja, ja. No me hagas reír. ¡Sabes que hoy será mi esposa! —dijo de repente el prometido, con una seriedad mortal marcada en su rostro.

—¡Con el permiso de mi faca, ladrón! —retó el amante.

Curro bajó del caballo atrapado por un volcán de violencia. Antes de que Orlando pudiera apenas reaccionar, sintió el frío acero clavándose en su pecho. Una cuchillada partió el clavel rojo y le atravesó el corazón.

Orlando cayó al suelo, como un saco, con la mirada abierta al cielo. El mayordomo, pasmado ante la escena, gritó aterrorizado. «Al asesino, al asesino...». Curro, desestimando la faca ensangrentada, montó con rapidez en Aral.

Espoleó al caballo y escuchó un disparo. Las crines se mancharon con la sangre roja de sus manos mientras galopaba hacia el río.

Le persiguieron. Dispararon más y las balas surcaron sus flancos con los avisos de la condena en la subida hacia Ronda. Curro acababa de cometer un delito de sangre. Y la pena era el destierro o la muerte si se dejaba atrapar. La pasión pudo con el crimen.

 

 

VII. LA PERSECUCIÓN

Las aguas del río Genil descienden suaves en una mañana de rocío blanco. El frío cala los huesos de los hombres de la Guardia Civil a pesar de sus fuertes ropones; se embozan dentro de una capa de dos dedos de grosor cual manta de lana vieja y usada, y una pañola calada bajo el tricornio abanderado; se abrigan también el cuello con un bufandón que solo deja a la vista sus acristalados ojos, enrojecidos en el fulgor del amanecer, en medio de tiritones y de un vaho que delata que no son estatuas, aunque eso parecen por su rigidez. Una bocanada de humo sale del cigarro del sargento, el único empecinado en seguir adelante, en subir aún más hacia la alta montaña rocosa de la Sierra Morena después de tres días de intensa caminata. El frío se mete como una cuchilla a través de las botas.

—Menos mal que no hay nieve —advierte uno de los hombres, frotándose las manos.

Solo rocío, pero el rocío es de un picante que remata el azote de la noche; durante horas han permanecido al resguardo de los riscos de Santa Ana, quemando palitroques y ramas secas recogidas en los alrededores.

—¡Calienten las manos, caliéntenlas!

—¡Y los pies, mi sargento, y los pies! ¡Nos van a salir sabañones!

—Tiempo tendrán luego.

—No hay quien pueda vivir en estas montañas.

—Ese hombre no puede resistir mucho en los altos.

—¡A saber dónde se esconde...!

—Y que lo digas, perdimos sus huellas hace dos días —dice el cabo—. Creo que no merece la pena seguir.

—Necesitamos más hombres para que la batida tenga éxito.

—Ese facineroso se habrá helado, subiendo, subiendo... —dijo otro. Todos los guardias hacen sus comentarios con el fin de desanimar al sargento.

—Quizá.

—No, no lo creo —apunta de nuevo el sargento, moviendo la cabeza—. Conoce el monte, no es un novato cualquiera.

—Peor, peor si es verdad lo que dicen —añade el cabo.

—¿Qué dicen? — interroga otro.

—Que combatió en Cuba y que comía incluso raíces. Sabrá sobrevivir.

—No solo eso —sentenció el sargento—. Además, es un rebelde. Esta semana llegó un despacho al cuartelillo con la orden de búsqueda de Curro Córdoba, por desertor...

—¿Desertor?

—Sí, vino herido de la isla, se curó y eludió su reincorporación a filas, después ya sabéis lo que pasó...

—¡Vaya, vaya, desertor y ahora...!

—¡Asesino! —dijo, ensañado, el oficial de la Benemérita mirando al pico alto. Él está bien pagado por los Labourdette y se toma la persecución como un desquite personal.

Dos guardias marchan atrás, rezagados, esperando que el sargento detenga su forzada marcha.

—No se entiende muy bien cómo puede acontecer tan brusco cambio en un hombre —dijo uno de ellos.

—Todos llevamos un violento dentro —argumentó el segundo—. Y si despierta, malo —masculló.

Los dos se miraron entre sí y echaron otra vez un alto casi exhaustos. Todos los de arriba seguían esperando la orden de parar y regresar, pero el superior no daba la impresión de que fuera a ceder, ni aun con el viento levantándose como si también hubiera despertado de su letargo.

—Sargento, esto es una locura.

—No, no...

—Pero, sargento, ahí arriba no vamos a encontrar nada.

Muy a su pesar, el tiempo se ponía del lado de sus hombres. Cuanto más subían, menos leña encontraban para hacer fuego, y sin qué calentarse el frío se hacía inaguantable.

—Nos helamos.

Tozudo, el sargento interrogó al cabo. ¿Qué comida nos queda?

—No mucho, no podemos seguir.

Asintió y los demás resoplaron.

—Volvamos —dijo secamente.

Los de abajo, algo alejados, murmuraron.

—Si llega a decir que sigamos p´arriba, le pego un tiro —amenazó uno en voz apenas perceptible.

De inmediato iniciaron el descenso huyendo de una Sierra que empezaba a parecer un helado infierno. El viento terminó de alzar sus brazos y las aguas del río se revolvieron como si estallarán golpeadas por latigazos. El fugitivo no andaba lejos de allí y sonrió expectante cuando observó que los guardias descendían caracoleando por los senderos de tan empinadas cuestas. Regresó a las covachuelas, cogió un conejo cazado con un cebo, encendió un fuego sin miedo al humo delator y asó la carne. Curro Córdoba acababa de entrar en una senda que las gentes visten de épica y canta el romancero.

 

 

VIII. LA LEYENDA DE LOS ENAMORADOS

Curro traba su nuevo mundo con el recuerdo lejano de Rosalía, a la que espera ver pronto. Bien a su pesar, que escondido anda y a escondidas ha de acudir al convento de La Corcoya, en el pueblo, para no arriesgar su suerte, que entrampada está en el monte, sin remedio ya para su ánimo, pues en criminal se convirtió con aquella puñalada que asestó furioso al endiosado Orlando José de Labourdette.

El monte es cruel en invierno y, como las caballerías y las bestias que lo habitan, Curro Córdoba se encomienda a sus instintos en busca de cobijo. La dureza del clima es lo único que lo diferencia de las situaciones límite que padeció en el Ejército; comer hierbajos no sería ninguna desdicha cuando tantas veces se vio obligado a hacerlo antes, así las ingirió en las trochas cubanas; y esa pudiera ser quizá su necesidad extrema, pues la fauna de la Sierra es rica en fieras, aves y conejos, siempre se abre la mañana con una pieza cobrada en las trampas que aprendió a colocar en su infancia, hoy, una liebre, mañana, una perdiz; y así, cubierto su alimento, solo le queda pensar en su espíritu, en el regreso, en cruzar las cañadas sin que le maten impunemente. Miedo al hambre no tiene, porque ya lo padeció, y sobrevivió a la herida que lo marca, esa cicatriz del pecho, cortado junto al hombro por un filo acerado que dio más miedo a su alma que a su sangre, la que brotó expósita y agria en cumplimiento de su deber patrio, y fue considerado un ofrecimiento de valentía para infundir valor a sus compañeros. «No se vayan, ni me dejen solo, que viviré, por estas», y se besaba los dedos. «Lo juro», decía. Y vivió.

Ahí baja Curro Córdoba, solitario, en su caballo blanco, que parece un ánima de noviembre, escapándose entre las brumas de la noche.

Los ladridos de un perro, amenazantes, advierten a tres pastores de su presencia.

—¿Quién va? —pregunta uno.

—No tengan miedo, amigos —responde él—. Me perdí en el sendero y aquí llegué sin querer —advirtió de nuevo para ahuyentar sus preventivas.

A pies juntillas le creyeron enseguida, porque así se manifestó la bondad de estas inocentes gentes y bonachones trabajadores del campo, pues no tienen malicia, ni soberbia; así son muchos pastores, con solo un fuerte carácter, que no es poco, que sacan a relucir si les tocan sus ovejas, les arrebatan sus propiedades o les hurtan la confianza por la traición; y como en esta visita inesperada, en cualquier otra condición, la llegada llana de Curro Córdoba les entresacó su amistad y le ofrecieron la hermandad al huésped, que no es otra que compartir en la lucha por vivir y disfrutar cada día del sol amaneciente, de sus correrías y trashumancias, con sus comidas austeras o sus festines en los días señalados por la religión o las fiestas católicas y paganas; y no olvidan su amor por las mozas y el goce tras muchos días de sufrir los rigores de la ausencia. En un tipo así de hombre pareciera haberse convertido Curro, pues vivía ya como ellos, con la diferencia oculta por el secreto, Curro es, ahora sí, un perseguido por la Justicia. Y mientras compadrea con sus nuevos amigos, piensa, medita a la luz del fuego, clava la mirada en las llamas, como si quisiera ver entre los carbones al rojo vivo el pasado escrito y marcado con sangre, iluminado el hombre por la luna llena, y así mira al cielo y ve que la sangre mana de la luna.

Una vida sencilla, alegre, simple y llana se transformó con el paso de los años en ese complicado jeroglífico que lo atormenta, con símbolos de dolor y gozo, pasión y frialdad; vida y muerte vuelven a tocarse en sus extremos, como se tocan las yemas de los dedos, se acercan y se alejan, se enfrían y se aprietan cuando el puño se cierra solo guiado por el nervio de la ira o del amor.

 

Las llamas levantan sus plumas incandescentes hacia las manos que se frotan entre palmas, no solo para combatir el helado aire que cala la noche sino también para alegrar el tiempo de reposo tras una sobria pero sabrosa cena, con queso de oveja fresco, pan de pueblo y un trozo de jamón en salazón; luego unas bayas y un poco de tabaco de petaca que desprende un humeante olor.

El día ha sido largo, hoy pareció más largo que otras jornadas, más agotador y polvoriento; los pastores acarrearon el rebaño para llegar cuanto antes a la campiña del invernadero y se estacionaron en la Loma de Santa Ana, terreno a resguardo entre valles y montañas, lugar ideal para el ganado, aunque temido por los hombres, pues lo llaman «el Paso de los Cautivos».

—Manuel, ¿por qué lo llaman así?

—Hay una leyenda que habla de dos cautivos, de un hombre y una mujer.

Manuel lo cuenta como sigue. Dicen que en las noches oscuras, al amparo de las apagadas estrellas, del interior de la vieja ermita salen suspiros que se escuchan como lamentos, entre las ruinas quedaron atrapados las almas del hombre y de la mujer, ya que en las piedras bendecidas por los báculos fueron descabezados los dos enamorados por el sarraceno y la sangre corrió como el agua. El hombre era un fornido cristiano que tuvo la osadía de enamorar a una bella mora que correspondió a los halagos de su pretendiente y se entregó a sus deseos, a pesar de ser enemigos, y el amor sufrió entonces persecución por moros y por cristianos; huyeron de los dos y en su fuga encontraron descanso en este sitio, mas quedaron en medio de los guerreros que les perseguían, entre cruces y lunas, que forzaban su paso por ver quién llegaba primero hasta los traidores, los cruzados se rindieron al agotamiento en la vera de la colina y la falange de los lunados continuó adelante; rodearon la ermita y entraron estos, yacía la pareja dormida y sin más reverencias se les ataron las manos; cautivos eran de moros, y lo habrían sido de los cristianos, que renunciaran a su pasión se les pidió y, como fue imposible, se les ajustició allí mismo con un acero.

Entre las llamas, Curro cree ver las imágenes de los abrazos entre la mora y el cristiano, como si fueran los suyos con Rosalía. Quedó su mirada por unos instantes seducida por la lumbre.

—Durmamos —comentó el pastor más viejo—. Mañana la tarea será más dura aún.

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