Authors: MBA System
—¡Genaro González y Díaz! —renombra, furioso ahora, el sargento.
Nicolás el filósofo se atreve a responder.
—Es el resinero, sargento.
—¿El resinero?
—Murió, sargento. El accidente del cañón.
El oficial se mordió los labios y giró la cabeza hacia el capitán.
Hubo unos segundos de vacilación. Los soldados seguían con la vista en el horizonte. Firmes.
El capitán rompió entonces las reglas y anuló la revista.
—Bien, es suficiente. ¡Pase solo la lista de servicios de mañana!
Hecho. Ninguna novedad. Lo de siempre. El capellán empieza a leer luego su oración:
«Dios del Universo, Creador y Padre Nuestro danos el don de la unidad y de la paz, danos fuerza para que podamos cumplir con nuestro deber, te lo pedimos, a Ti que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amen»
.
El protocolo religioso aún no ha terminado y el capellán pide protección para los jóvenes marineros a la Virgen del Carmen, patrona de la Armada.
De inmediato, tras un silencio, todos los hombres entonan a coro la canción. Una salve que suena como una bendición a escasa distancia de la costa cubana.
«Saaalve, estreeella de los maaares, de los maaares iris, estreeellaaa de hermosuuura, saaalve, maaadre de mi vivo amooor... de consuelo fervorooosa, Saaalve, Saaalve, maaadre, maaadre...». A coro, a coro, los más de doscientos infantes se entregan al himno. Allá, al frente, está su destino.
—¡Rompan filas!
V. RON Y JARANA
El barco atraca. En el puerto los hombres son esperados con alegría por muchas mujeres que van en busca de reales. Aún sin bajar del navío, el capitán somete a la brigada a una última ceremonia. «Infantes, no es suficiente con repetir una vez más que hay que aceptar la responsabilidad a la que os compromete el deber; el español lucha, no se rinde, demostrando así el indómito carácter de esta raza, afirmando su lealtad y fidelidad a la patria, en cualquier época y circunstancia, su defensa de la madre patria y su disposición a morir por ella, en una labor callada, porque sois uno a uno los que vais a labrar el futuro de España. ¡Viva España! ¡Viva el Rey!».
Ha terminado. Lo estaban deseando. Quieren bajar a tierra sin más miramientos, que falta les hace estirar las piernas ya en suelo firme, correr por la arena de esas playas que han visto desde el cascarón del barco. Y más aún, quieren entrar en las tabernas y conocer a esas mujeres que les llaman con pañuelos rojos y blancos. El sol, alto, da calor, mucho calor. Bajan eufóricos, olvidándose de todo, incluso de sus estómagos y del empacho de galletas.
— ¡Eh, Nicolás! ¡Viva La Habana! —dice Marcelo, entusiasmado, acompañado ya por una mujer a la que abraza.
—¿La Habana? —interroga la mulata entre risas—, no, no, no, esto no es La Habana, estáis en el Puerto de Nuevitas.
—¡Es lo mismo! —grita alborozado—, ¡pues viva Nuevitas!, ¡vivan las mujeres de Nuevitas!
Nicolás camina junto a Curro Córdoba.
—Hemos llegado.
—Y que lo digas, ¿aquí estamos seguros?
—Sí, sí, parece que sí.
—¿Dónde van esos dos?
—¿Tú que crees?
—Son Marcelo y Alge.
—Están deseando conocer a una mujer, ja, ja, ja... ya sabes.
—No me fío, no me fío demasiado; aquí, sin conocer a nadie, de repente entrar en un caserón de citas…
—Son como en todas partes, ¡no te preocupes!, ¡vamos a beber ron!
—¡No se alejen del puerto! —les dijo el capitán, a sabiendas de que cualquier peligro puede acechar contra los soldados.
Marcelo y Alge van acompañados por las dos mujeronas, alegres se pierden en el cruce de la primera bocacalle, en el pórtico de una mansión indiana, de aspecto exótico, con una inexcusable colada femenina, prendas rosas y blancas, un reclamo indiscutible para los recién llegados.
Los cañaverales rodean el caserón blanco. El jardín se distingue con una puerta baja que da entrada a unas escaleras de madera maciza. Suben y se topan con una puerta roja, cuarteada, con una mirilla triangular en el centro. Los dos marineros, ansiosos y con deseos de juerga, pasan asombrados por el deleite en el recibidor de las fulanas, luego piden de beber ante un mostrador de caoba barnizada y brillante. Un lujo de mansión, con
chaise longue
rojas por todas partes, cortinas del mismo color y una escalera de caracol que conduce al piso superior.
—Ron, traigan ron —dicen ellas.
Marcelo y Alge, entusiastas muchachos, beben con ahínco y besan con ímpetu los labios, el cuello y los pechos de sus mujeres, entre la algarabía del local, que empieza a llenarse de clientela, entran más marineros y algún suboficial, pero nadie reconoce a nadie, es día de fiesta y de placeres.
—Marcelo —dice Alge con grandes risas—, vaya, no pierde usted el tiempo.
—Alge, le voy a decir a vuesa merced una cosa: haya cebo en el palomar, que palomas no faltarán, ja, ja, ja... —ríe también Marcelo—. Venga más ron.
—Y este otro: sin bolsa llena, ni rubia, ni morena, ja, ja, ja... —añade Alge.
—...y que lo prueben primero los humanos, ja, ja, ja..., ¡adivina qué es! —señala Marcelo a carcajadas para completar un dicho más.
El ambiente caldea el prostíbulo. La tarde desfila con rapidez ante las botellas y el alcohol atolondra ya a muchos de los hombres recién desembarcados. Alguno cae incluso sin sentido, arrebatado por el exceso que se ceba en todos. Marcelo, en busca del espíritu vividor y aventurero, abrumado por su puta, sube con ella con más ganas que fuerzas y a punto está de rodar escaleras abajo, pero se agarra a la baranda y a la cintura de la mujer hasta alcanzar el dormitorio. Con poca destreza se desviste, pues el alcohol empaña su conciencia y no acierta más que a desgarrar vestidos y botones y a desnudar a la dama, dice él, de cintura para arriba. Lo intenta luego con las faldas y se pierde en su memoria el resto de la faena, lo vuelve a intentar subiéndose a la cama con ella encima y él, sumido ya en el cansancio y el ron, se queda más dormido que vivo, a pesar de su apetito por el sexo y sus ganas de perder la virginidad. Ella, desconsolada pero harta, también opta por dormir y se echa a su lado, como si abrazara a un marido cualquiera.
Alge, veterano en las mismas lides, más avispado y realista y, por supuesto, menos bebedor, entró a taconazos en la habitación de al lado, como si acudiera a un desfile militar.
—Ponte ahí, mujer, que vas a conocer la hombría de un español —dijo con chulería.
Alge desnudó a su preciosa acompañante sin ningún tacto; despojada de casi todas sus ropas, quedó ante los ojos lujuriosos y vidriosos del marinero con una única prenda en sus manos, el culero rojo aterciopelado; el entrever la redondez de las nalgas y el semidesnudo de la joven excitó sobremanera al hombre, este la tomó por la espalda, con tiento y demasiado nervioso acarició los abultados pechos y los carnosos glúteos de la mulata, la empujó contra la cama con pocos respetos y la penetró con prisas, pero también el alcohol le derrotó antes de lo previsto y el clímax se apagó más pronto de lo que él hubiera, en su tozudez, imaginado; de tal modo sufrió el desconsuelo que su alardear quedó fuera de sitio.
—¿Así es como lo haces? —dijo con sorna ella.
—Mañana, mañana te lo demostraré, hoy creo que me pasé bebiendo.
—Pues vas a pagarme lo mismo, ¡suelta mis reales!
—Mañana, mañana.
—Ahorita, cariño, ¡ahorita!
—¡Que te crees tú eso! —respondió él—. Mañana, cuando cumpla.
— Aquí —insistió ella— el servicio se paga, con o sin...
Herido en su orgullo, Alge se alzó y la abofeteó antes de que pronunciara una palabra más.
—¡Puta rastrera! —dijo él. Y la mano abierta sacudió por segunda vez el bello y angelical rostro de la meretriz.
Ella gritó entonces y subieron dos hombres de la casa. Entraron y vieron a la mujer tirada en el suelo, gimoteando. Ambos se abalanzaron de inmediato sobre el marinero desnudo. Alge apenas pudo levantar los brazos, ni tiempo dio a que apareciera el miedo en su rostro cuando vio el reflejo de un cuchillo que parecía una espada, el machete cayó con todo el cortante filo sobre su cabeza. Ni un grito, ni un suspiro. La tez quedó lívida y sangrante, purpúrea en el acto, el cráneo se abrió como si fuera un melón partido rojo y viscoso, pareció que nunca hubiera existido ese hombre de cuerpo fornido, deshecho ante la violencia del arma blanca más temida por los soldados españoles. Un machetazo mortal mandó de un golpe al hombre a sus infiernos.
—¿Entró solo? —preguntaron ellos.
—No, venía con otro, está con la Marilú —respondió ella.
—Vamos por él —comentaron los asesinos.
Y Marcelo tampoco despertó ya del sueño que le venció. Murió sin saber dónde, ni cuándo, borracho y dormido sin haber catado mujer.
La vuelta de los marineros al navío se saldó, pues, con dos ausencias. Al día siguiente, el sargento no pasó lista, aun sabiendo que los dos hombres no se habían incorporado. Preguntó por allí sin mucha insistencia, como veterano que sabe de estas correrías de antaño.
—¿Alguien los ha visto?
—Entraron con dos mujeres al prostíbulo.
—¿Y qué? —preguntó sin demasiada convicción, por cumplir trámites.
Lo cierto es que muchos entraron y pocos recordaban nada de la noche. Brumas y mujeres desnudas. Ron. Resacas.
—Pues no les han visto salir. Los de la casa dicen que huyeron de noche por el patio trasero.
—¡Borrachos, puteros! —gritó encolerizado—. Un buen soldado... ¡sabe beber!, ¡sabe irse de jarana y contentar a las mujeres!... pero al día siguiente ¡sabe estar listo para la guerra! ¿Qué sois vosotros?
Callaron. Algunos compañeros comentaron lo extraño de la anunciada huida. Nicolás y Curro se miraron entre sí.
—Esos no han salido vivos de ahí, ¡créelo! —dijo Curro.
—¿Y dónde están? —interrogó Nicolás.
—Piensa mal. ¡Enterrados! —asintió Curro—. Y el sargento lo sabe.
El capitán apuntó en su cuaderno: «Desaparecidos».
VI. DANTESCOS
Cuba, la isla, amanece llana, con onduladas y montañas que sortean el escenario dantesco en los rincones patéticos de la guerra, desde la cordillera de Guaniguanico a la inhóspita Sierra Maestra, pasando por la meridional de Escambray y las penillanuras de Florida y Camagüey. De ahí regresa lo que queda de la brigada Elcano, de Camagüey, sitio, dicen los oficiales, infestado de cantonalistas. La tropa recogida se asienta por los suelos, cientos de soldados cansados, otros enfermos. Los que vienen derrotados por el amargor como si huyeran del frente son sustituidos por los que van corajudos a su encuentro. La brigada Magallanes, recién llegada como refuerzo vital, se topa en su espera con una columna malherida; y el navío de guerra atracado en el puerto, después del intercambio de soldados, es ahora, o eso parece, una enfermería acorralada por fuertes olores, gangrenas abiertas y gargantas dolorosas.
Más de cien mil soldados hay en Cuba al servicio de España. Ochenta mil están afectados por algún mal. El que menos ha pasado dos o tres veces por los camastros de los destartalados hospitales de campaña y casi todos por causa de las fiebres amarillas o la disentería. Los nuevos, que se veían crecidos por solo haber cruzado el mar, no tardan en percatarse de la situación. Siguen siendo vulgares novatos.
—Curro, mira lo que nos espera, fíjate en estos que acaban de llegar —comenta el Perla, atónito, mientras observa las caras desencajadas de sus compañeros, ya veteranos.
Los soldados, cansados y malheridos, apenas se inmutan ante el desfile de sus blancos uniformes. La mirada perdida es su seña de identidad, ven el barco con ansia de salir de allí, ¿será ese velero el que les devuelva a España?, parecen preguntarse agarrados a sus muletas de madera, unos, a sus inútiles mauser, otros; de repente, como un loco, el abanderado corre por el muelle gritando: «¡Madre!, ¡padre!...», ha perdido la cordura. Es un joven de poco más de veinte años, pero se confundiría con un viejo vesánico.
El capitán Castaños no quiere que sus hombres caigan de nuevo en la desmoralización tan pronto, acaban de tomar contacto con los estragos de la guerra y teme que se vengan abajo. Recurre así, por enésima vez, a sus ceremonias militares. Cornetas. Música militar y tamborada. Reúne a la tropa en la plaza redonda, manda izar la bandera y entona, circunspecto:
—A los que un día sirvieron con honor, lucharon con honor, fueron grandes y fuertes, como púgiles lucharon, como mártires murieron, ¡no pudieron querer a otra bandera...!
Nicolás, Curro y el Perla miran a los pies de una corona de laurel colocada junto a una cruz de madera. Por los caídos.
—¿Y todo por una bandera? —ironiza el primero.
—¿Cuántos más tienen que morir? —se pregunta el segundo.
—¿Y cuándo volveremos a nuestro país? —advierte, pesaroso, el Perla.
Doscientos cuarenta y cuatro hombres inician la marcha y desde el recodo de la bahía, en la ensenada, observan los restos de una nave corsaria, destruida en combate. ¡Gracias a Dios!, dicen los españoles que regresan abatidos, pues esta vez, al menos por una vez, la fortuna dio la espalda a los independentistas. Todos rezan a una y otra parte de las trincheras. Los infantes desfilan y dejan atrás los restos de lo que fuera una brigada como la suya; doscientos cuarenta y cuatro soldados con un incierto destino, como doscientos cuarenta y cuatro fardos de carne de cañón, que sufrirán entre los bambúes y los lodazales, comandados por el heroico capitán Castaños, el del parche en el ojo izquierdo, arrebatador en sus discursos, invitándoles a la guerra como si fuera santa, doscientos cuarenta y cuatro almas que relevan a los supervivientes de Elcano y dejan el barco que les trajo a este paraíso de Cuba, el
Magallanes
, anclado por la defensa del puerto y de la patria. ¡Patriotas todos!, grita el capitán, ¡ahí queda nuestra bandera!, grita más, en permanencia del puesto, por si acaso, lo más probable, hubiera que evitar nuevos ataques de piratas y extranjeros, ¡malditos bucaneros!, ¡pues no nos quieren robar los tesoros de la Corona!, sigue gritando el capitán Castaños, todo pundonor, ¡ánimo, valientes! A sus hombres guía hacia la jungla, ¡arriba los estandartes! Los demás le escuchan y le siguen en una larga procesión con música de corneta. Batallar y morir es todo uno en los primeros encuentros con el invisible enemigo.