Rosado Felix (21 page)

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Authors: MBA System

BOOK: Rosado Felix
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Curro se aproxima y habla.

—Por favor, señorita, permita que baje sus maletas.

—No, no, estoy esperando... —comienza a decir antes de girar su cabeza hacia él.

—A tu vera, a tu verita tuya.

—¡Curro! ¡Dios mío, qué susto!

Y se lanzó a sus brazos.

—¡Por fin juntos!

— Lo que dure la feria. ¡Te has dejado bigote!

—Sí, sí, ya ves. Para disimular un poco. ¿Qué dijeron tus tíos?

—Nada, nada. No sospechan nada. Ya no me vigilan. Creen que todo ha pasado. Pero he de volver al convento, solo un tiempo, hasta el verano, y luego ¡adiós!

—Para entonces, todo estará dispuesto. Nos iremos, lejos, muy lejos.

—¿Dónde?

—A Cataluña, o a Francia —apuntó Leandro—. Allí se puede empezar una nueva vida.

—Rosalía, este es mi buen amigo Leandro —les presentó—. Pero ¡vamos, vamos!, ¡disfrutemos de la fiesta! Mañana iremos a los toros, y a los bailes.

Curro, Rosalía y Leandro se acercan sonrientes a la plaza, descuidados y tranquilos como nunca en los últimos meses. Ni ellos parecen perseguidos por la Justicia, ni ella una mujer recién salida de su claustro, castigada por sus tíos. Los tres se regocijan en el ambiente taurino. Allá van los picadores, sobre viejos rocines, y delante los toreros, en los landós, tirados por magníficos troncos de caballos.

—Mira, Rosalía. Estos son nuestros amigos, los matadores de toros de Ronda.

—Ja, ja, ja... Matadores solo hay uno, Gabriel, que los demás somos su cuadrilla —dijo uno.

—Acompáñennos. ¿Quieren venir a la capilla? —preguntó el diestro principal.

—¿Por qué no?

La Guardia Civil intenta imponer el orden y dirige a la gente, para evitar las avalanchas, todavía más cuando se acerca la hora de la función.

Los diestros cumplen el rito en la capilla de los toreros. Con su traje goyesco, se reclinan en el oratorio, iluminado por velas y santos, de rodillas y santiguados rezan por salir con bien. Los visitantes están tan serios como ellos. Antes del toreo, la preparación, los rezos, la circunspección y la cintura metida, que luego ya habrá tiempo para la juerga, tras la lidia, bailes y vino, cenas y música de guitarras.

Algunos caballeros presumen de corceles enjaezados que son puro espectáculo, galopan, cambian trote y dirección bruscamente; apretando las bridas, los jinetes hacen avanzar o retroceder a las monturas que sienten la espuela.

Los públicos inundan las calles y merodean la plaza, todos hablan contentos.

—Vaya, ahí se va aculando ese, ¡qué dominio!

—Vamos, vamos al patio de caballos, que ahí están los otros, los que salen más tarde.

—¿Empiezan ya los toros?

—No, primero son las pruebas hípicas.

—Dígame, ¿dónde compró esa montera?

—Allá abajo, en una caseta.

La afición gusta del empaque del paseíllo. Los alguacilillos cabecean sobre los danzantes caballos y visten ropajes negros y engolados, los matadores, de tiros largos, los banderilleros, detrás, los monosabios, los areneros, los pañuelos rojos y azules, los enjaezados. Aplaude la torería tan colorista desfile.

Ya en la plaza, el gentío es enorme, el revoloteo y el ruido, suena la música de pasodoble en armonía al son de los clarines y los timbales, tarde de fiesta, tarde de toros. Alrededor del coso se atrincheran los muchachos, entre las talanqueras, jugando están y gritan ¡escóndanse, que vienen los morlacos!

 

Curro y Rosalía, sentados entre el numeroso público, atentos observan la ceremonia y el bullir del gentío. Libres como nunca se sienten, aunque no por mucho tiempo, pues terminando la fiesta volverán a sus sitios, él a las montañas, ella al convento. Ella lo piensa y le mira triste. Él se gira y acaricia su rostro. Sus ojos tristes son arrebatadores como su belleza, y esta cautivadora de corazones, mas encerrado tiene el suyo. Abajo, en el coso de arena, sucede lo mismo; ya lo dijo un poeta, la belleza es seductora como la destrucción, y Rilke, en Andalucía, también lo advirtió lírico, no es más que el comienzo de lo terrible.

—¡Cuidado! —grita el público, enfervorizado—, ¡qué llegan las banderillas de fuego!

El olor a azufre, a pólvora, a carne, piel y pelo quemado, inunda el ruedo de un fuerte dolor de castigo, el que sufre el animal para que embista con fiereza.

—¿Por qué ponen estas banderillas? —pregunta Leandro.

—Porque el toro es manso a más no poder.

—Huele a pólvora y a carne tostada, ¡puag! ¿Y cómo las pusieron?

—Con la mecha y el cartucho de pólvora a punto, mire, ahí van otra vez, se encienden al clavarlas.

Un vendedor de naranjas ofrece su mercancía, atraviesa el tendido de sol, se acerca con disimulo a quien creyó reconocer y lo certifica, no será... ¿Curro? Lo es, el bandido, que se ha colado hasta las mismas narices del gobernador de Sevilla, ¡de reírse!, claro que ahora bastante tiene el presidente con taparse para evitar el olor que han dejado esas banderillas de fuego.

—¿Quiere unas naranjas? —preguntó el Jumilla, sonriente.

—¿Eh? ¡Jumilla!

—Tú por aquí.

—Y tú.

—Vendiendo naranjas estoy, ¿cuándo volverás al pueblo?

—Pronto, a despedirme de mis padres, ¿cómo están?

—El viejo, bien; la vieja no tanto.

—En tres semanas estoy allí.

—Vale.

—¡Dales mi abrazo!

—Eso está hecho. Toma, unas naranjas.

—¿Cuánto te debo?

—Tú, a mí, nada, regalo de amigo son, refrescan el gaznate.

—Pues buena suerte.

—Adiós, Curro.

El público se amontona en la plaza, es un jardín de sombreros. Aplaude la gente con gratitud al primer matador, que ya da la vuelta al ruedo por el merecimiento de su faena. Lanzan regalos, flores y botas de vino.

—¡Vaya, qué puros tiran algunos! —dice Curro. Son cubanos, habanos, largos como varas, él bien los recuerda.

Sale el segundo cornúpeta, rubio, hecho, un torazo, de cuernos abiertos y afilados como dos espadas. Es para su amigo de Ronda, Gabriel, que estudia al toro desde el burladero, con el capote mordido. El heredero del allá torero Pedro Romero y esta que viste, dicen, es su pañola, más de cincuenta años tiene.

—¡Ahí lo tienes, Grabiel! —dice un espectador, que le cambia el nombre. Y con Grabiel se queda, pues hasta de esa manera aparece ya en los carteles: Monumental corrida de ocho toros con «Grabiel de Ronda».

— ¡Qué torerazo!

De banderillero empezó, antes de coger la espada y espera un triunfo sonado pues va para cumplir cuatro años de carrera. El toro impone y se hace silencio.

—Mira, mira, chaquetilla corta de terciopelo, faja multicolor y pantalón ceñido, ¡cómo viste!, con botas enterizas y sombrero calañés.

—Sí, pero aquel es un torero de café, te lo digo yo, chulapón y presuntuoso, solo ve los toros desde la barrera.

—Vamos a esperar a la faena, ¡a ver cuánto se arrima!

Algunos no atienden a la plaza y sí al tendido, como Leandro, que se cruza miradas con una mujer hermosa. Y pregunta a una de sus acompañantes, abanico abierto y claveles rojos en mano.

—Dígame.

—Esa señal, ¿qué significa?

—¿No lo conoce acaso? Es el lenguaje de los abanicos, venga, que yo le enseñaré a llegar a esa mozuela. —Y distraído se quedó escuchando sus explicaciones amorosas.

Sale ya el picador, montado en un rocín viejo y acabado que cumple con el dicho. «¡Huele a muerte porque tiene más legañas que el caballo de un picaor!». Así lo grita uno con las manos aumentando la boca:

—Vaya usted con Dios, buen hombre, que dice aquel infortunado y descastado que ese caballo se pierde en las calles del cementerio.

Apenas hubo entrado el toro, el caballo rodó por los suelos con el vientre descosido.

—¡Válgame el Señor!, qué cornada le dio al caballo, carne de tienda es.

Otro toro. Y otro más, para una lidia de rejones.

—Mira qué estampa tiene el rejoneador, ¡si parece un mosquetero de la Corte francesa!

El jinete lo torea, cambia de caballos, alardea, brinda y luce los bailes del corcel azabache. Luego se endereza, danza un poco más, se viene al centro y pone las banderillas negras, con las que dicen que se duele más el toro, rebrinca la bestia, cocea y cornea al aire queriendo defenderse por si alcanzara algo, una pata del caballo o una pierna del rejoneador. El toro babea, muge y se siente acorralado, mientras la sangre sudorosa escurre por sus lomos y su bruto cuello. Queda poco. El Califa salta ahora a la plaza con un caballo dorado. Da dos, tres vueltas sobre la bestia con un rejón de muerte, se acerca y lo empala de un certero pinchazo. Rebrinca el toro, se dobla exhausto y moribundo y cae fulminado.

La plaza saca sus pañuelos y pide los premios máximos para el hábil jinete. El jardín de sombreros es ahora un mar de pañuelos de colores que se agitan como las olas.

Quinto toro. Para Grabiel de Ronda. Repite el diestro rondeño. Torea templado, alegre, fresco, parado. Brinda al público y lanza el sombrero hacia donde está Curro. Algunos miran, una pareja de guardias también, y Curro se esconde la cara bajo el sombrero cordobés. Rosalía sonríe como si hubiera olvidado sus penas. Sigue la fiesta.

—Ahí está otra vez el Grabiel, ¡qué arte! —dice la gente.

—Los toros cogen, de verdad, y más al que se arrima —dice uno.

—Ese toro no es bueno, te lo digo yo —dice otro.

—¿Por qué pitón?

—Por ninguno.

—Pues se sigue arrimando.

—Pues malo.

—¡Válgame el Señor, qué cornada le dio al mozo!

Los dos se han matado, el toro y el torero, espadazo y cornada se han cruzado en su muerte. La plaza es un grito. Hombres y mujeres se ponen de pie cuando los banderilleros agarran a Grabiel y lo llevan en volandas a la sala del sanitario.
Curro y Rosalía se quedan de piedra, prendado él por el dolor de ese que de unos días conoce, un maestro alegre que no dejó de reír siempre. Y ahora está abajo, con una cornada grave, le miró a los ojos y se vio en ellos, como si fuera un espejo. Curro mira ahora a Rosalía, intranquilo, como si hubiera leído una precognición en ese hombre.

 

Los corros en los alrededores de la plaza son muchos. Todos hablan de Grabiel de Ronda. Las noticias llegan pronto. Algunas mujeres lloran en la puerta grande.

—Ha muerto. Le ha matado, le ha matado el toro.

Ahora hablan de otros toreros.

—A Illo le mató un cuatreño, desde que le cogió duró diez días vivo.

—Y a aquel se le rompió el dicho, el de no hay quinto malo, porque el quinto le mató a él, ¡y eso que lo eligió para lucirse!

 

Allí, una semana después, en la misma plaza, en el mismo ruedo, el recuerdo. La feria se acaba. Curro se reúne con Rosalía, en su despedida, junto a sus amigos. Tristes están todos. La dama y el bandolero, las mujeres y los toreros.

—Que un toro serio y manso le mató, agárrate al miedo y vente a la taberna a tomar unos vasos de vino —dicen. Invitan para entonarse y perder los temores a seguir en el oficio o el arte, que las dos cosas son, más la segunda, aunque a veces da poco dinero y muchos sufrimientos y penurias.

Enfrente hay un cartel con el nombre de los matadores muertos, ¡vaya! ¿Quién lo puso ahí, quién?, el tabernero, que sabe bien lo serio que es esto, pero qué leche tiene de mala, que recuerda con sorna a los difuntos, ¿o quiere vanagloriar a los vivos que salen por su pie cada tarde de tan alto atolladero?, ¡con toros altos como caballos!

—Saliste ayer de la capilla un poco compungido —dice Rosalía.

—¿Cómo no? —dice Curro con la cabeza gacha, mientras acompañan en el sentimiento a la cuadrilla.

En tan religioso momento, se busca la intimidad, la emoción de seguir con vida, por eso rezan a los pies de la Virgen, en tributo para pedir, al menos, una tarde de toros más, ¡es veneración por la fiesta!

En la taberna siguen hablando.

—Para muerte mala la de José Cándido Expósito, ¡qué gran torero!, el primer notable del siglo dieciocho, que dejó la vida en la plaza de Puerto de Santa María, mira tú, que el cornúpeto le clavó los pitones en los riñones, jugó con él como si fuera un trapo, de cuerno a cuerno, y murió a las pocas horas, se desangró en la enfermería con sus amigos llorando a su lado hasta que expiró.

—Así murió Grabiel.

—Sí, una pena.

En la taberna hay estampas taurinas que empapelan tres paredes, junto a las cruces de los muertos. En un cuadro aparece un torero atrevido que se tira a la arena con grilletes en los pies y de este modo emprende la suerte de matar. Imaginación sin límites.

—No ven el riesgo —comenta el tabernero.

—Mira, aquí tienes otro, Francisco Herrera Rodríguez, «Curro Guillén», también dejó la vida joven, sevillano, torero hábil, arisco y valiente, muerto en Ronda a los 36 años, con una cornada que le rajó el muslo malamente; se lanzó a matar y se clavó la pitonada izquierda en la pierna derecha y luego, por si fuera poco, recibió una sangrante puñalada del cuerno derecho en el costado izquierdo.

Los toreros, cual gladiadores, son aclamados en la plaza, pintados en los folletos, y, los más renombrados, pasan a la historia, en los libros o en la leyenda, sobre todo los que mueren con sangre joven que se convierte en savia de mitos y heroicidades.

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