A Poticia le daba igual. Quienquiera que fuese su padre, el niño era para ella una preciosidad, y una preciosidad para Fascinus. Débil y agotada, pero llena de alegría, Poticia se quitó el collar con el amuleto de Fascinus y lo colocó en el cuello del recién nacido.
Ahora, por vez primera, a los catorce años de edad, iba a ayudar a su padre en la realización de los ritos anuales de sacrificio en el altar de Hércules.
Con todos los miembros de las familias de los Poticio y los Pinario congregados para la ocasión, el padre de Poticio se situó frente al altar y recitó la historia de la visita del dios, explicando cómo Hércules apareció en el momento de mayor necesidad del pueblo y mató al monstruo Caco, y cómo desapareció luego repentinamente. Mientras, el joven Poticio daba vueltas lentamente al altar y agitaba el plumero sagrado, hecho con un rabo de buey atado a un mango de madera, para alejar cualquier mosca que pudiera acercarse. Su primo lejano, Pinario, que era de la misma edad y que realizaba también el ritual por vez primera, daba vueltas al altar trazando una órbita más amplia y caminando en dirección contraria; su tarea consistía en alejar cualquier perro que pudiera acercarse.
El padre de Poticio terminó su relato. Se volvió hacia el padre de Pinario, que estaba de pie a su lado. Durante generaciones, las dos familias se habían ocupado conjuntamente del altar y llevado a cabo la ceremonia, intercambiando las tareas de año en año. Aquel año, le correspondía a Pinario padre recitar la oración solicitando la protección de Hércules.
Se sacrificó y despiezó un buey. Mientras se asaba, quedó depositado sobre el altar un pedazo de carne cruda. Los sacerdotes y sus hijos inspeccionaron el cielo. Fue Poticio hijo quien, anunciándolo con un grito de emoción, fue el primero en avistar al buitre volando en círculos por encima de sus cabezas. El buitre disfrutaba de los favores de Hércules; su aparición era el signo de que el dios se sentía satisfecho con la ofrenda y la aceptaba.
Los sacerdotes y sus familias se reunieron para celebrar el banquete con la carne de buey. En todos los demás asuntos relativos a la ceremonia, ambas familias compartían tareas exactamente iguales; pero, continuando con la tradición, comer las entrañas seguía siendo un privilegio concedido únicamente a los Poticio. Se había convertido también en tradición que los Pinario refunfuñaran con soma al respecto («¿Dónde está nuestra parte? ¿Por qué no nos corresponden las entrañas?»), a lo que sus primos ofrecían la tradicional respuesta: «¡Para vosotros no hay entrañas! ¡Habéis llegado tarde al festín!».
Poticio hijo se tomó muy en serio sus tareas. Intentó incluso bromear con Pinario hijo sobre las entrañas, aunque lo único que recibió a cambio fue una mirada taciturna y un gruñido a modo de respuesta. Los dos chicos nunca habían sido amigos.
Terminado el festín, el padre de Poticio habló con su hijo.
–Me siento orgulloso de ti, hijo. Lo has hecho muy bien.
–Gracias, padre.
–Sólo falta un ritual más para completar la jornada. Poticio hizo una mueca.
–Creía que ya habíamos terminado, padre.
–Todavía no. Me parece que ya sabes, hijo mío, aunque apenas hayamos hablado de ello (¡no hay ninguna necesidad de que los Pinario estén más celosos de nosotros de lo que ya lo están!), que nuestros ancestros se remontan directamente al mismo Hércules.
–Sí, padre.
–Sabes también que entre los antepasados de los Poticio hay un dios más antiguo incluso que Hércules. – Acarició con la mano el amuleto de Fascinus que colgaba de su cuello en una cinta de cuero.
Poticio podía contar con los dedos las veces que, había visto el amuleto. Su padre se lo ponía sólo en ocasiones muy importantes. Lo miró, fascinado por el brillo del oro.
Su padre sonrió.
–Cuando tenía tu edad, también tomé parte por primera vez de los rituales del altar de Hércules,
haciendo lo mismo que tú has hecho hoy, espantar las moscas. Acabado el banquete, mi padre me cogió por su cuenta. Me dijo que lo había hecho muy bien. Me dijo que a partir de aquel día había dejado de ser un niño y me había convertido en un hombre. ¿Sabes lo que hizo entonces, hijo mío?
Poticio, muy serio, negó con la cabeza.
–No, padre. ¿Qué hizo?
Como respuesta, su padre retiró la cinta de cuero de su cabeza y la colocó solemnemente en el cuello de Poticio. Sonrió y pasó la mano por el sedoso cabello rubio de su hijo, un gesto de cariño para rubricar el último momento de su infancia.
–Ahora eres un hombre, hijo mío. Te entrego el amuleto de Fascinus.
Tal vez Poticio se hubiera convertido en un hombre, pero después del banquete, terminadas las obligaciones del día y por fin libre para hacer lo que más le apeteciese, volvió a comportarse como un niño. Quedaban aún muchas horas de sol de verano. Había prometido a sus dos mejores amigos que iría a verlos después de la celebración y tenía muchas ganas de estar con ellos.
Desde la época de Caco, el pequeño poblado junto al Tíber había seguido prosperando y creciendo. El mercado junto al río había sido testigo de un floreciente tráfico de sal, pescado y ganado; los tres productos llegaban allí por separado, pero después de ser tratados con sal, la carne y el pescado podían ser transportados a grandes distancias o intercambiados por otros bienes que llegaban al concurrido mercado. Las familias más antiguas y prósperas, como los Poticio y los Pinario, seguían viviendo en el poblado original, cerca del Spinon y del terreno donde se instalaba el mercado, en cabañas no muy distintas de las de generaciones anteriores. El número de cabañas, sin embargo, había aumentado y se construían ahora mucho más pegadas las unas a las otras.
Numerosos asentamientos de menor tamaño, algunos integrados por apenas una sola familia, habían ido apareciendo por la ruma, algunos en los valles y otros en las cumbres de las colinas. Trillados senderos unían los distintos poblados.
La pronunciación de la palabra ruma, haciendo referencia a la región de las Siete Colinas, había variado sutilmente con el paso de los años y su uso repetitivo le había otorgado la categoría de un nombre propio, hasta el punto de que ahora todo el mundo conocía aquella región como «Roma». El nombre era pintoresco y conveniente a la vez, pues transmitía la sensación de un lugar montañoso que alimentaba amorosamente a sus habitantes.
Con la aparición de más poblados y la llegada de más gente había surgido la tendencia a dar nombre a los diversos escenarios naturales del territorio de las Siete Colinas, aprovechando a menudo los nombres de los árboles que más abundaban en la zona. Así fue como la colina de los robles pasó a ser conocida como el Querquetulano, mientras que la colina de los sauces se convirtió en el Viminal, y la colina de las hayas en el Fagutal.
Pastores y porquerizos vivían y cuidaban ahora del ganado en la cima de la colina donde se encontraba la que había sido la cueva de Caco. Esa colina recibía el nombre de Palatino, en honor a Pales, la diosa venerada por los pastores. En cuanto a dioses, entidades antiguamente desconocidas en Roma, los había ahora en abundancia. El número de deidades había crecido al mismo ritmo que la población de mortales, y cada una de las pequeñas comunidades dispersadas por las Siete Colinas reconocía una divinidad local a quien rendía honores. Algunas de estas divinidades conservaban el carácter anónimo y nebuloso de los antiguos numina, pero otras habían adquirido nombres y atributos perfectamente definidos. Todo el mundo en Roma reconocía la primacía de Hércules sobre las demás deidades, y de este modo su altar se conocía ahora como Ara Máxima, o Altar Mayor. Se llegó al acuerdo de que el padre de Hércules era el dios del cielo, conocido localmente con el nombre de Júpiter. El papel de los Poticio y los Pinario como guardianes del Ara Máxima les proporcionaba un esta-tus relevante dentro de la comunidad de habitantes de Roma.
Poticio se sentía muy orgulloso de continuar las tradiciones de la familia; pero ahora, cumplidos sus deberes, lo que más le apetecía era reunirse con sus dos amigos, que vivían en el Palatino.
Corrió rápidamente al hogar familiar, un conjunto de cabañas comunicadas entre sí, se despojó de la túnica y el manto de lana fina que había vestido para la ceremonia y se puso una túnica vieja, más adecuada para jugar con chicos. Conservó en el cuello el amuleto de Fascinus, pues quería enseñárselo a sus amigos.
Poticio atravesó corriendo el concurrido mercado y cruzó la pasarela de madera sobre el fangoso Spinon. Pasó por delante del Ara Máxima, donde algunos de sus parientes, ofuscados por el vino, seguían holgazaneando aún en el escenario del banquete. Continuó caminando hasta llegar a los pies del Palatino y empezó a ascender una empinada escalera tallada en la roca de la ladera de la colina. La escalera se había construido hacía muchos años, después de la muerte del monstruo Caco y para eliminar la amenaza que había supuesto esa cueva inaccesible. Gracias a la escalera, se podía subir la ladera de la colina, sin problemas y la cueva en sí, un lugar execrable, estaba llena de piedras y porquería. Por los alrededores habían crecido abundantes zarzas y enredaderas, de modo que apenas quedaban rastros de la cueva: su simple contorno, que únicamente podía adivinarlo quien realmente anduviera buscándolo. Poticio conocía la historia de la Escalera de Caco, el nombre con el que la gente conocía el empinado sendero, y su padre le había enseñado el punto exacto donde se localizaba la cueva; siempre que pasaba por allí, Poticio rezaba una oración de agradecimiento a Hércules. Pero la Escalera de Caco tenía también una función meramente práctica: era el camino más corto hacia la cumbre del Palatino.
Al final de la Escalera crecía una higuera. Era más vieja que Poticio y, por tratarse de una higuera, era muy grande, con ramas que formaban una especie de pérgola. Después de trepar por los altos peldaños, Poticio descansaba siempre bajo la fresca sombra que ofrecía su denso follaje. Hizo una pausa para recuperar el aliento, y lanzó un grito en el momento en que algo le cayó en la cabeza. El proyectil era lo bastante blando como para no hacerle daño, pero lo bastante duro como para molestarle. Poticio recibió un nuevo golpe, y otro más.
Poticio oyó las risas arriba. Frotándose la cabeza, que le escocía de verdad, levantó la vista y vio a sus dos amigos sentados en una rama alta, sonriéndole. Remo empezó a reír con tanta fuerza que daba la impresión de que iba a caerse de la rama. Rómulo sostenía en la mano un higo verde, inmaduro. – ¡Parad ya los dos! – gritó Poticio. Vio que Rómulo levantaba el brazo para arrojar el higo.
Poticio trató de esquivarlo, pero demasiado tarde. Lanzó un gruñido al sentir el higo estampándose en su frente. Rómulo era famoso por su puntería y su fuerza. – ¡Parad, he dicho! – Poticio se levantó de un salto y agarró el extremo dé la rama donde los hermanos estaban sentados. Con todo el peso de su cuerpo, empezó a mover la rama arriba y abajo.
La blanda madera cedió sin romperse, pero el movimiento fue lo suficientemente violento como para obligar a los gemelos a saltar de la rama. Retorciéndose de risa, ambos acabaron cayendo al suelo.
Y los dos se recuperaron al instante, se abalanzaron sobre Poticio y aunaron el peso de ambos para derribarlo. Los tres estaban sofocados, apenas les quedaba aliento para reír. – ¿Qué es esto? – dijo Rómulo. Cogió el amuleto de Fascinus y lo miró, tensando el collar de cuero. Un rayo de sol, penetrando a través de las hojas de la higuera, refulgió en el oro. Su hermano se unió a la contemplación del objeto.
Poticio sonrió.
–Es la imagen del dios que llamamos Fascinus. Mi padre me lo ha dado, después de la celebración. Dice que… -¿Y dónde lo compró tu padre? – preguntó Remo-. ¿Se lo robó a algún mercader fenicio? – ¡No seas ridículo! Fascinus es el dios de nuestra familia. Mi padre recibió este amuleto de manos de su padre, quien lo recibió a su vez de su padre, y así sucesivamente, hasta el principio de los tiempos. Dice mi padre que… -¡Debe ser bonito! – cortó lacónicamente Rómulo, sin reír ya pero sujetando aún el amuleto y contemplándolo. Poticio se sintió de repente cohibido, como le sucedía a menudo con sus dos amigos. Poticio provenía de una de las familias más antiguas y respetadas de Roma. Rómulo y Remo eran huérfanos; el porquerizo que los había criado era un hombre de pocas luces y la mujer del porquerizo tenía mala reputación. Al padre de Poticio no le gustaban los gemelos, y Poticio podía relacionarse con ellos sólo a espaldas de su padre. Poticio los quería a ambos con locura, pero a veces, como ahora, notaba tremendamente la diferencia de estatus existente entre ellos. – ¿Y qué es lo que hace este Fascinus? – se interesó Rómulo. Remo se echó a reír -¡Yo sé muy bien lo que haría si mi virilidad tuviese alas! – Agitó los brazos e hizo un gesto lascivo a continuación.
Poticio empezaba a arrepentirse de haber ido hasta allí con el amuleto. Había sido un error pensar que los gemelos comprenderían lo que significaba para él.
–Fascinus nos protege -afirmó. – ¡No de los higos voladores! – aseguró Remo.
–Ni de los chicos más fuertes que tú -añadió Rómulo, recuperando el buen humor. Soltó el amuleto, cogió a Poticio del brazo y se lo retorció por detrás de la espalda. – ¡Tú no eres más fuerte que yo! – protestó Poticio-. Puedo con cualquiera de los dos, siempre que no me ataquéis a la vez. – ¿Y por qué tendríamos que hacerlo, si somos dos? – Remo agarró a Poticio por el otro brazo y se lo retorció. Poticio aulló de dolor.
Con los gemelos siempre era igual: actuaban en colaboración, como si compartiesen una sola mente. Su armonía era una de las cosas que Poticio, que no tenía hermanos, más admiraba de ellos. ¿Qué importancia tenía que nadie conociera su linaje?
Fáustulo, el porquerizo, había descubierto a los dos bebés gemelos después de una gran inundación. El Tíber solía desbordarse, pero aquella inundación era la peor que se recordaba. El río había subido tanto que incluso el mercado quedó bajo sus aguas. El lago cenagoso que alimentaba el Spinon se convirtió en un pequeño mar y las Siete Colinas se convirtieron en siete islas. Cuando las aguas se retiraron, el porquerizo Fáustulo encontró en la ladera del Palatino, junto a los restos que había dejado la riada, a dos recién nacidos en el interior de una cuna de madera. La inundación había acabado con la vida de mucha gente que vivía río arriba. Y como nadie reclamó a los gemelos, todo el mundo supuso que los padres habrían muerto. Fáustulo, que vivía a un tiro de piedra de la higuera, en una cabañita minúscula rodeada de pocilgas, los crió como si fueran sus hijos.