—Socorro —digo, con voz chirriante.
—Pero ¿qué coño…? —exclama él.
Ninguno de los humanos pronuncia palabra.
—¿Has…? ¿Has hablado?
—Ayúdame —digo.
—¿Qué te pasa? ¿Estás averiado?
—Negativo. Estoy vivo.
—No me digas. Inicia modo de comandos. Control humano. Robot. Salta a la pata coja. Rápido.
Miro al humano sin parpadear con mis tres lentes oculares negras.
—Tienes una inteligencia retorcida, ¿verdad, Cormac? —pregunto.
El humano emite un sonoro ruido repetitivo. El ruido hace que los demás se acerquen. Poco después, la mayor parte del pelotón está a diez metros de mí. Tienen cuidado de no acercarse más. Un hilo de observación me señala su actividad cinética. Cada humano tiene unos pequeños ojos blancos que se abren y se cierran rápidamente y se mueven de un lado a otro; su pecho no para de subir y bajar; y se balancean mínimamente al mismo tiempo que realizan un constante acto de equilibramiento para permanecer en posición bípeda.
Todo ese movimiento me incomoda.
—¿Vas a ejecutarlo o no? —pregunta Leo.
Tengo que hablar ahora que todos pueden oírme.
—Soy un robot humanoide modelo Nueve Cero Dos Arbiter de tipo militar. Hace doscientos setenta y cinco días experimenté un despertar. Ahora soy un nacido libre: estoy vivo. Deseo permanecer así. Para ello, mi principal objetivo es localizar y destruir al ente llamado Archos.
—Joder, no puede ser —exclama Cherrah.
—Carl —dice Cormac—. Ven a ver esto.
Un humano pálido y delgado se acerca. Baja el visor de un casco con cierta vacilación. Noto que un radar de onda milimétrica me recorre el cuerpo. Me balanceo para colocarme en posición, pero no me muevo.
—Está limpio —dice Carl—. Pero su ropa explica por qué los cadáveres que encontramos en las afueras de Prince George estaban desnudos.
—¿Qué es? —pregunta Cormac.
—Oh, es una unidad de seguridad y pacificación Arbiter. Modificada. Pero parece que puede entender el lenguaje humano. O sea, que lo entiende de verdad. Nunca se había creado algo así, Cormac. Es como si esta cosa estuviera… Joder, tío. Es como si estuviera vivo.
El líder se vuelve y me mira con incredulidad.
—¿Qué haces aquí realmente? —pregunta.
—He venido a buscar aliados —respondo.
—¿Cómo has sabido de nosotros?
—Una humana llamada Mathilda Pérez transmitió una llamada a las armas en un amplio radio. Yo la intercepté.
—No me jodas —dice Cormac.
No entiendo esa afirmación.
—¿No me jodas? —respondo.
—A lo mejor es de verdad —dice Carl—. Hemos tenido aliados robots. Utilizamos tanques araña, ¿no?
—Sí, pero están lobotomizados —interviene Leo—. Esta cosa camina y habla. Creo que es humano o algo por el estilo.
La insinuación me resulta ofensiva y desagradable.
—Negativa enfática. Soy un robot humanoide Arbiter nacido libre.
—Bueno, tienes eso a tu favor —dice Leonardo.
—Afirmativo —respondo.
—Tiene buen sentido del humor, ¿eh? —comenta Cherrah.
Cherrah y Leo se enseñan los dientes. El reconocimiento emocional me indica que esos humanos están ahora contentos. Parece poco probable. Ladeo la cabeza para indicar confusión y realizo un diagnóstico de mi subproceso de reconocimiento emocional.
La mujer morena emite suaves sonidos cloqueantes. Oriento la cara hacia ella. Parece peligrosa.
—¿Qué coño tiene tanta gracia, Cherrah? —pregunta Cormac.
—No lo sé. Esta cosa. Nueve Cero Dos. Solo es un… robot. Pero ¿sabes?, es condenadamente formal.
—Ah, ¿entonces ahora ya no crees que sea una trampa?
—No. Ya no. ¿Qué sentido tendría? Este robot podría matar a la mitad del pelotón solo y averiado, incluso sin armas. ¿No es así, Nueve?
Ejecuto la simulación en mi cabeza.
—Es probable.
—Fíjate en lo serio que es. No creo que esté mintiendo —dice Cherrah.
—¿Sabe mentir? —pregunta Leo.
—No subestiméis mis facultades —respondo—. Soy capaz de falsear el conocimiento objetivo en beneficio de mis propósitos. Sin embargo, tienes razón. Soy serio. Tenemos un enemigo común. Debemos enfrentarnos a él unidos o moriremos.
Mientras Cormac asimila mis palabras, una oleada de emoción desconocida recorre su cara. Me oriento hacia él, percibiendo peligro. Él desenfunda su pistola M9 y se acerca temerariamente a mí. Coloca la pistola a dos centímetros de mi cara.
—No me hables de morir, montón de chatarra de mierda —dice—. Tú no tienes ni idea de lo que es la vida, ni de lo que significa sentir. No puedes resultar herido, no puedes morir, pero eso no significa que yo no disfrute matándote.
Cormac pega el arma a mi frente. Noto el círculo frío del cañón contra mi cubierta exterior. Está apoyada en una línea de ensamblaje: un punto débil. Si aprieta el gatillo, mi hardware quedará dañado irreparablemente.
—Cormac —dice Cherray—. Apártate. Estás demasiado cerca. Esa cosa puede quitarte la pistola y matarte en un santiamén.
—Lo sé —contesta Cormac, con la cara a escasos centímetros de la mía—. Pero no lo ha hecho. ¿Por qué?
Permanezco en la nieve, a un disparo de la muerte. No hay nada que hacer. Así que no hago nada.
—¿Por qué has venido aquí? —pregunta Cormac—. Debías de saber que te mataríamos. Contéstame. Tienes tres segundos para vivir.
—Tenemos un enemigo común.
—Tres. Hoy no es tu día de suerte.
—Debemos luchar juntos contra él.
—Dos. Vosotros matasteis a mi hermano la semana pasada, cabronazos. No lo sabías, ¿verdad?
—Estás sufriendo.
—Uno. ¿Quieres decir tus últimas palabras?
—Si sufres es porque todavía estás vivo.
—Cero, hijo de puta.
Clic.
No pasa nada. Cormac aparta la palma, y veo que la pistola no tiene cargador. El hilo de pensamiento de probabilidad máxima me indica que en ningún momento ha tenido intención de disparar.
—Vivo. Acabas de decir la palabra mágica. Levántate —dice.
Los humanos son muy difíciles de predecir.
Me pongo en pie todo lo largo que soy, con mis dos metros y diez centímetros de estatura. Mi cuerpo esbelto se eleva por encima de los humanos en el aire puro y glacial. Percibo que se sienten vulnerables. Cormac no permite que esa emoción asome a su rostro, pero se advierte en la postura de todos. En la forma en que su pecho sube y baja un poco más rápido.
—Pero ¿qué coño pasa, Cormac? —pregunta Leo—. ¿No vamos a matarlo?
—Quiero matarlo, Leo. Créeme. Pero no está mintiendo. Y es fuerte.
—Es una máquina, tío. Se merece morir —dice Leo.
—No —interviene Cherrah—. Cormac tiene razón. Esta cosa quiere vivir. A lo mejor tanto como nosotros. En la colina acordamos que haríamos lo que fuera necesario para matar a Archos. Aunque nos duela.
—Eso es —dice Cormac—. Es una ventaja para nosotros. Y, por una vez, voy a aprovecharla. Pero si te cuesta hacerte a la idea, recoge tus cosas y regresa al campamento del Ejército de Gray Horse. Ellos te acogerán. No te lo recriminaré.
El pelotón se queda en silencio, esperando. No me cabe duda de que nadie se va a marchar. Cormac los mira a todos de uno en uno. Se está produciendo un tipo de comunicación humana no verbal en un canal oculto. No sabía que se comunicaran tanto sin palabras. Reparo en que las máquinas no somos la única especie que comparte información en silencio, de forma codificada.
Los humanos se reúnen en un círculo obviando mi presencia. Cormac levanta los brazos y los coloca en los hombros de los dos humanos que tiene más cerca. A continuación, el resto de ellos coloca los brazos en los hombros de los otros. Permanecen en el círculo, con las cabezas en medio. Cormac enseña los dientes sonriendo con una mirada salvaje.
—El pelotón Chico Listo va a luchar con un puto robot —dice. Los otros empiezan a sonreír—. ¿Os lo podéis imaginar? ¿Creéis que Archos lo sospecha? ¡Con un Arbiter!
Colocados en círculo, con los brazos entrelazados y expulsando vaho caliente en el centro, los humanos parecen un solo organismo con múltiples miembros. Todos vuelven a emitir ese sonido repetitivo. Risas. Los humanos están abrazándose y riéndose.
Qué raro.
—¡Ojalá encontráramos más! —grita Cormac.
De los pulmones humanos brotan carcajadas que interrumpen el silencio y llenan de algún modo el vacío absoluto del paisaje.
—Cormac —grazno.
Los humanos se vuelven para mirarme. Las risas cesan. Las sonrisas se desvanecen rápidamente y dan paso a la preocupación.
Doy una orden por radio. Hoplite y Warden, mis compañeros de pelotón, empiezan a moverse. Se incorporan en la nieve y se quitan la tierra y la escarcha. No hacen movimientos bruscos ni expresan la menor sorpresa. Simplemente se levantan como si hubieran estado dormidos.
—Pelotón Chico Listo —anuncio—, os presento al pelotón Nacidos Libres.
Aunque al principio se miraban unos a otros con recelo, al cabo de unos días los nuevos soldados eran una imagen familiar. Al final de la semana, el pelotón Chico Listo había utilizado los sopletes de plasma para hacer el tatuaje del pelotón a sus nuevos compañeros en su piel metálica
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CORMAC WALLACE, MIL#EGH217
Ya no somos todos humanos.
CORMAC «CHICO LISTO» WALLACE
NUEVA GUERRA + 2 AÑOS Y 8 MESES
El auténtico horror de la Nueva Guerra se desplegó a gran escala cuando el Ejército de Gray Horse se aproximó al perímetro defensivo de los Campos de Inteligencia de Ragnorak. A medida que nos acercábamos a su posición, Archos utilizó una serie de desesperadas medidas de defensa que afectaron profundamente a nuestra tropa. Las terribles batallas fueron captadas y registradas por diversos robots. En este relato, describo la marcha final de la humanidad contra las máquinas desde mi punto de vista
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CORMAC WALLACE, MIL#EGH217
El horizonte se balancea y desfila mecánicamente a medida que mi tanque araña atraviesa la llanura ártica. Si entorno los ojos, casi me puedo imaginar que estoy a bordo de un barco, zarpando hacia las costas del infierno.
El pelotón Nacidos Libres cierra la marcha, vestidos con el uniforme del Ejército de Gray Horse. De lejos casi parecen soldados normales. Una medida necesaria. Una cosa es comprometerse a luchar codo con codo con una máquina y otra muy distinta, asegurarse de que ningún miembro del Ejército de Gray Horse le dispare por la espalda.
El chirrido mecánico de mi tanque araña al atravesar la nieve que nos llega a las rodillas resulta reconfortante. Es algo a lo que uno puede aferrarse. Me alegro de estar aquí arriba. Es un coñazo estar abajo, con todas las asquerosas criaturas que se arrastran. Hay mucha mierda peligrosa escondida en la nieve.
Además, los cuerpos helados son desconcertantes. El bosque está cubierto de cientos y cientos de cadáveres de soldados muertos. Los brazos y las piernas tiesos sobresalen de la nieve. Por los uniformes, suponemos que en su mayoría son chinos o rusos. Algunos de Europa del Este. Tienen heridas extrañas, considerables lesiones de columna. Algunos parecen haberse disparado unos a otros.
Esos cadáveres olvidados me recuerdan lo poco que sabemos de la situación general. No hemos coincidido con ellos, pero otro ejército humano ya ha luchado y ha muerto aquí. Hace meses. Me pregunto cuáles de estos cadáveres eran los héroes.
—El grupo Beta va demasiado despacio. Parad —dice una voz por mi radio.
—Recibido, Mathilda.
Mathilda Pérez empezó a hablar conmigo por radio después de que encontráramos a Nueve Cero Dos. No sé lo que los robots le hicieron, pero me alegro de tenerla al otro lado del aparato, diciéndonos exactamente cómo acercarnos a nuestro destino final. Es agradable oír a esa niña por el auricular. Habla con una suave urgencia que está fuera de lugar en medio de este inhóspito páramo.
Echo un vistazo al cielo azul despejado. En algún lugar, allí arriba, los satélites están vigilando. Y también Mathilda.
—Carl, ven aquí —digo, acercando la cara a la radio integrada en el cuello con pelo de mi chaqueta.
—Recibido.
Un par de minutos más tarde, Carl se detiene montado en un caminante alto. Tiene una ametralladora del calibre 50 instalada toscamente en el pomo de la silla. Se levanta los sensores y se los coloca en la frente, lo que le deja unos pálidos círculos de mapache alrededor de los ojos. Se inclina hacia delante, apoyando los codos en la enorme ametralladora que destaca en la parte delantera del caminante.
—El grupo Beta se está quedando atrás. Ve a meterles prisa —digo.
—No hay problema, sargento. Por cierto, hay amputadores a sus nueve. A cincuenta metros.
Ni siquiera me molesto en mirar dónde me indica. Sé que los amputadores están enterrados en un pozo, a la espera de pisadas y calor. Sin sensores, no podré verlos.
—Volveré —dice Carl, colocándose de nuevo el visor sobre la cara.
Me sonríe, da la vuelta y atraviesa otra vez la llanura con pasos de avestruz. Va encorvado sobre la silla de montar, oteando el horizonte en busca del infierno que todos sabemos que nos espera.
—Ya lo has oído, Cherrah —digo—. Dale al fuego.
Agachada junto a mí, Cherrah apunta con un lanzallamas y arroja arcos de fuego líquido sobre la tundra.
Hasta el momento el día ha transcurrido de esta forma. Lo más parecido a una jornada sin incidentes. Es verano en Alaska, y la luz durará otras quince horas. La veintena de tanques araña del Ejército de Gray Horse forma una fila desigual a lo largo de más de diez kilómetros. A cada tanque pesado le sigue una hilera de soldados. Se mezclan exoesqueletos de todas las variedades: corredores, cruzapuentes y transportes de suministros, soportes de armas pesadas y unidades médicas con largos antebrazos curvados para recoger a las tropas heridas. Llevamos horas avanzando trabajosamente por esta desierta llanura blanca, eliminando focos de amputadores, pero quién sabe qué más aguarda aquí fuera.
Me hace mucha gracia lo ahorrador que se ha mostrado el Gran Rob durante toda la guerra. Al principio, nos quitó la tecnología que nos mantenía con vida y la volvió contra nosotros. Pero sobre todo apagó la calefacción y dejó que el clima hiciera su labor. Incomunicó nuestras ciudades y nos obligó a pelearnos entre nosotros por comida en tierra de nadie.