Iguales que nosotros. Sí. Con «nosotros», no creo que se refieran a mí.
Es una suposición, pero dudo que a las estrellas de cine les interese reparar robots humanoides diseñados para someter y pacificar a la población furiosa y sedienta de sangre de un país ocupado. O que te metan en una celda de cuatro por dos con una ventana diminuta por realizar tu glamuroso trabajo.
—¿Bruce Lee? —digo. No soporta que lo llame así—. ¿Sabías que las estrellas de cine son iguales que nosotros? ¿Quién te lo iba a decir, tío?
Jason Lee deja de hacer flexiones. Alza la vista hacia el rincón de la celda donde estoy recostado.
—Calla —dice—. ¿Oyes eso?
—¿El qué?
Y entonces un proyectil de un tanque estalla a través de la pared del otro lado. Una lluvia de metralla y cemento convierte a mi compañero en pedazos flácidos de carne envuelta en restos de uniforme militar color caqui. Jason estaba aquí y ahora ya no está. Como por arte de magia. No me cabe en la cabeza.
Estoy acurrucado en el rincón, milagrosamente ileso. A través de los barrotes, me doy cuenta de que el oficial de servicio ya no está detrás de su mesa. Ya ni siquiera hay mesa. Solo cascotes. Por un instante, puedo ver a través del nuevo agujero abierto en la pared.
Tal como sospechaba, hay tanques al otro lado.
Una nube de polvo frío entra en la celda, y empiezo a temblar. Jason Lee tenía razón: ahí fuera hace un frío de cojones. Eso demuestra que a pesar de las reformas hechas, los barrotes de mi celda son tan fuertes y firmes como antes.
Comienzo a oír de nuevo. La visibilidad es nula, pero identifico un sonido de goteo, como un arroyo o algo parecido. Es lo que queda de Jason Lee, desangrándose.
Mi revista también parece haber desaparecido.
Mierda.
Pego la cara a la ventana reforzada con malla metálica de la celda. En el exterior, la base ha volado por los aires y ha quedado irreconocible. Tengo la vista puesta en el callejón que da al pabellón principal de la zona segura de Kabul. Un par de soldados amigos están allí, acuclillados contra un muro de adobe. Parecen jóvenes y también algo confundidos. Van totalmente pertrechados: mochilas, equipo de protección corporal, gafas, rodilleras… toda la pesca.
¿Qué seguridad proporcionan unas gafas de protección en una guerra?
El soldado de mayor rango asoma la cabeza por la esquina. Retrocede de un brinco, entusiasmado. Saca un lanzamisiles antitanque Javelin y lo carga rápidamente sin problemas. Buena instrucción. Justo entonces, un tanque estadounidense pasa por delante del callejón y dispara un proyectil sin detenerse. Cae sobre la base, lejos de nosotros. Noto cómo el edificio tiembla cuando el proyectil impacta en alguna parte.
A través de la ventana, veo cómo el soldado sale del callejón, se sienta con las piernas cruzadas con el lanzamisiles al hombro y queda cortado en filetes por la munición antipersonal del tanque. Es un sistema de protección de tanques automatizado que apunta a determinadas siluetas —como «tío con arma antitanques»— situadas en un radio determinado.
Cualquier insurgente habría sido más espabilado.
Frunzo el ceño, con la frente pegada a la gruesa ventana. Tengo las manos metidas en las axilas para mantenerlas en calor. No tengo ni idea de por qué ese tanque estadounidense acaba de liquidar a un soldado amigo, pero me da la impresión de que tiene algo que ver con el suicidio de SYP Uno.
El soldado que queda en el callejón observa cómo su compañero cae hecho pedazos, se vuelve y echa a correr en dirección a mí. Justo entonces, una tela negra ondeante me tapa la visión. Se trata de una túnica. Uno de los malos acaba de cruzar por delante de mi ventana. Oigo disparos de armas ligeras de bajo calibre en las inmediaciones.
¿Malos y máquinas chaladas? Joder. Las desgracias nunca vienen solas.
La túnica se aparta y el callejón entero desaparece sustituido por humo negro. El cristal de mi ventana se rompe y me abre la frente de un tajo. Oigo la sacudida amortiguada una fracción de segundo más tarde. Caigo hacia atrás sobre la litera, agarro la manta y me cubro los hombros con ella. Me toco la cara. Tengo los dedos manchados de sangre. Cuando miro a través de la ventana rota, veo bultos cubiertos de polvo en el callejón. Cadáveres de soldados, gente de la zona e insurgentes.
Los tanques están matando a todo el mundo.
Me está quedando muy claro que tengo que hallar una forma de salir de esta celda si quiero seguir con vida.
En el exterior, algo pasa rugiendo en lo alto y arranca vórtices oscuros del humo que se eleva en el cielo. Probablemente, una unidad aérea. Me vuelvo a encoger en mi litera. El humo está empezando a despejarse. Veo las llaves de mi celda al otro lado de la sala. Siguen sujetas a un cinturón roto que cuelga de un trozo de silla hecha astillas. Podría estar en Marte perfectamente.
Sin armas. Sin protección. Sin esperanza.
Entonces un insurgente cubierto de sangre se mete agachado por el agujero de la pared. Me ve y me mira fijamente con los ojos muy abiertos. Tiene un lado de la cara lleno de arena alcalina marrón claro y el otro cubierto de sangre pulverizada. Su nariz está partida y sus labios hinchados del frío. El pelo de su bigote moreno y su barba es fino y áspero. No puede tener más de dieciséis años.
—Déjame salir, por favor. Puedo ayudarte —digo en mi mejor dari.
Me quito el trapo de la cara para que pueda ver mi barba. Por lo menos sabrá que no estoy de servicio.
El insurgente apoya la espalda contra la pared y cierra los ojos. Parece que esté rezando. Pega las manos cubiertas de tierra contra el muro de hormigón derribado. Como mínimo tiene un revólver anticuado que le cuelga de la cadera. Está asustado pero sigue operativo.
No entiendo su oración, pero sé que no es por su vida. Está rezando por las almas de sus amigos. Sea lo que sea lo que está pasando allí fuera, no es nada bonito.
Mejor largarse.
—Las llaves están en el suelo, amigo —lo apremio—. Por favor, puedo ayudarte. Puedo ayudarte a seguir con vida.
Él me mira y deja de rezar.
—Los
avtomat
han venido a por todos nosotros —dice—. Creíamos que se estaban rebelando contra vosotros, pero están sedientos de la sangre de todos nosotros.
—¿Cómo te llamas?
Me mira con desconfianza.
—Jabar —contesta.
—Está bien, Jabar. Vas a sobrevivir a esto. Libérame. Estoy desarmado. Pero conozco a esos, humm,
avtomat
. Sé cómo matarlos.
Jabar coge las llaves y se sobresalta cuando algo grande y negro pasa a toda velocidad por la calle. Se abre camino con cuidado por encima de los escombros hasta mi celda.
—Estás encarcelado.
—Sí. ¿Lo ves? Estamos en el mismo bando.
Jabar piensa en ello.
—Si te han metido en la cárcel, mi deber es liberarte —dice—. Pero si me atacas, te mataré.
—Me parece justo —digo, sin apartar la vista de la llave en ningún momento.
La llave hace un ruido seco en la cerradura, y abro la puerta de un tirón antes de salir como una flecha. Jabar me derriba, con los ojos muy abiertos de temor. Creo que tiene miedo de mí, pero me equivoco.
Tiene miedo de lo que hay fuera.
—No pases por delante de las ventanas. Los
avtomat
pueden detectar el calor. Nos encontrarán.
—¿Sensores de temperatura por infrarrojos? —pregunto—. Solo los tienen las torretas centinela automatizadas, amigo. Las TVA. Están en la puerta principal. No apuntan a la base, sino al desierto. Vamos, tenemos que salir por la parte trasera.
Con la manta echada sobre los hombros, salgo por el agujero de la pared al gélido caos de polvo y humo del callejón. Jabar se agacha y me sigue empuñando la pistola.
Allí fuera hay un vendaval de polvo del demonio.
Me inclino hacia delante y echo a correr hacia la parte trasera de la base. Hay una falange de armas centinela protegiendo la puerta principal. No me interesa acercarme a ellas. Saldré por la parte de atrás y buscaré algún sitio seguro. Luego ya se me ocurrirá algo.
Doblamos una esquina y encontramos un cráter del tamaño de un edificio ardiendo. Ni siquiera un autotanque tiene la artillería para provocar algo así. Eso significa que las unidades aéreas no solo están divisando conejos desde arriba; están lanzando misiles Brimstone.
Cuando me vuelvo para advertir a Jabar, veo que ya está escrutando el cielo. Una fina capa de polvo le cubre la barba. Hace que parezca un viejo sabio en el cuerpo de un joven.
Probablemente no dista mucho de la realidad.
Extiendo la manta sobre mi cabeza para ocultar mi silueta y ofrecer un blanco confuso a cualquier cosa que observe desde arriba. Jabar no necesita que le diga que permanezca debajo de los aleros de los tejados; lo hace por costumbre.
De repente me pregunto cuánto tiempo llevará ese chico luchando contra esos mismos robots. ¿Qué ha debido de pensar cuando han empezado a atacar a nuestros soldados? Probablemente ha pensado que era su día de suerte.
Por fin llegamos al perímetro posterior. Varios de los muros de cemento de más de tres metros de altura han sido derribados. El cemento pulverizado cubre el suelo, y entre los pedazos rotos sobresalen barras de refuerzo. Jabar y yo nos agachamos junto a un muro caído. Me asomo a la esquina.
Nada.
Una zona despejada rodea toda la base, una especie de camino polvoriento que ciñe nuestro perímetro. Tierra de nadie. A varios cientos de metros de allí hay una colina ondulada con miles de pizarras que asoman como astillas. La colina del Puercoespín.
El cementerio local.
Doy una palmada a Jabar en el hombro y echamos a correr hacia allí. Tal vez hoy los robots no estén patrullando el perímetro. Quizá estén demasiado ocupados matando a gente sin ningún motivo. Jabar me adelanta, y veo cómo su túnica marrón se vuelve borrosa entre el polvo. El vendaval se lo traga. Corro todo lo que puedo para no quedarme atrás.
Entonces oigo el ruido que he estado temiendo.
El silbido agudo de un motor eléctrico resuena en los alrededores. Es un arma centinela móvil. Patrullan continuamente esta estrecha franja de tierra. Por lo visto, nadie les ha dicho que descansen hoy.
El ACM tiene cuatro patas largas y estrechas con ruedas en los extremos. Sobre ellas hay una carabina M4 preparada para el fuego automático, con una mira telescópica fijada en el cañón y un gran cargador rectangular a un lado. Cuando se pone en movimiento, las patas suben y bajan sobre las rocas y la grava tan rápido que no se las ve mientras el rifle permanece inmóvil, perfectamente nivelado.
Y viene a por nosotros.
Afortunadamente, el terreno es cada vez más accidentado. Eso significa que casi estamos a la altura de la franja perimetral escalonada. El silbido del motor se oye más fuerte. El ACM emplea un sistema de visión con adquisición de objetivos, de modo que el polvo debería ocultarnos. Solo puedo ver los faldones de la túnica de Jaba ondeando en el vendaval de polvo mientras sigue corriendo, alejándose rápidamente de la zona segura.
Inspiro. Espiro. Lo vamos a conseguir.
Entonces oigo el chasquido entrecortado de un telémetro. El ACM está usando sonidos ultrasónicos de corto alcance a través del vendaval de polvo para encontrarnos. Eso significa que sabe que estamos aquí. Malas noticias. Me pregunto cuántas cosas más he olvidado.
Uno, dos, tres, cuatro. Uno, dos, tres, cuatro.
Una lápida surge de la bruma: solo un pedazo anguloso de pizarra que se inclina ebriamente en el suelo. A continuación, veo una docena más que asoman por delante. Me tambaleo entre las lápidas, notando las frías y sudorosas losas bajo las palmas de las manos al agarrarlas para mantener el equilibrio.
El ruido es ahora casi un zumbido constante.
—¡Al suelo! —grito a Jabar.
El chico salta hacia delante y desaparece detrás de un surco del suelo. Una ráfaga de disparos de armas automáticas retumba en el vendaval. Pedazos de lápida estallan a través de mi brazo derecho. Me tropiezo y me caigo de bruces, y a continuación intento esconderme a rastras detrás de una piedra.
Clicliclic.
Unas manos fuertes me agarran el brazo herido. Contengo un grito cuando Jabar tira de mí por encima del montículo. Estamos en una pequeña zanja, rodeados de unos fragmentos de roca incrustados en el suelo arenoso que me llegan hasta la rodillas. Las tumbas están colocadas de cualquier modo entre matas aisladas de hierbajos musgosos. La mayoría de las lápidas no tienen inscripciones, pero en un par de ellas hay símbolos pintados con espray. Otras son de mármol grabado de manera elaborada. Veo que unas cuantas tienen jaulas de acero alrededor, con techos puntiagudos como único adorno.
Clic, clic, clic.
Los ultrasonidos se vuelven más débiles. Agazapado contra Jabar, me tomo un segundo para inspeccionar mi herida. Tengo la parte superior del brazo derecho hecha trizas, lo que ha arruinado por completo mi bandera de Oklahoma. La mitad de las puñeteras plumas de águila que cuelgan de la parte inferior del escudo de guerra osage han quedado raspadas por las astillas de roca negra. Le enseño el brazo a Jabar.
—Mira lo que le han hecho esos hijos de puta a mi tatuaje, colega.
Él me mira sacudiendo la cabeza. Tiene la boca tapada con el codo y respira a través de la tela de la manga. Puede que ahora mismo haya una sonrisa debajo de ese brazo. ¿Quién sabe? A lo mejor los dos vamos a salir de esta con vida.
Y entonces, como si tal cosa, el polvo se despeja.
El vendaval pasa por encima. Observamos cómo la enorme masa de polvo giratorio atraviesa la franja perimetral a toda velocidad, engulle la zona de seguridad y sigue adelante. Ahora brilla un sol radiante en un cielo azul despejado. En estas montañas el aire está enrarecido, y la intensa luz del sol proyecta sombras como el alquitrán. Ahora puedo ver mi aliento.
Y me imagino que los robots también.
Corremos todo lo que podemos, manteniéndonos agachados y moviéndonos como flechas entre las tumbas más grandes protegidas por jaulas de acero azules o verdes. No sé adónde vamos. Solo espero que Jabar tenga un plan y que incluya mi supervivencia.
Al cabo de un par de minutos, veo un destello con el rabillo del ojo. Es un arma centinela móvil que avanza por un sendero accidentado en medio del cementerio, balanceando su rifle de acá para allá. La luz del sol centellea en la mira telescópica que sobresale encima del arma. Las patas dobladas tiemblan sobre la tierra llena de baches, pero el cañón del rifle permanece inmóvil como una estatua.