El foso de las hogueras está en medio de un claro rectangular, cuyos cuatro lados están rodeados de bancos hechos con troncos partidos. Las ascuas saltan y se mezclan con los puntos de las estrellas. Va a ser una noche fría y despejada. La gente, cientos de personas, se acurruca en pequeños grupos. Están heridos, asustados y esperanzados.
En cuanto llego allí, oigo un grito ronco y temeroso procedente de la lumbre.
Hank Cotton tiene agarrado por el cogote a un joven de unos veinte años como mínimo y lo está sacudiendo como si fuera una muñeca de trapo.
—¡Cretino! —grita.
Hank mide perfectamente más de un metro ochenta y es fuerte como un oso. Como ex jugador de fútbol americano, y encima bueno, la gente confía más en Hank de lo que confiaría en el propio Will Rogers si se levantara de la tumba con un lazo en la mano y los ojos brillantes.
El chico cuelga sin fuerzas como un gatito en la boca de su madre. La gente que rodea a Hank está callada, temerosa de abrir la boca. Sé que voy a tener que ocuparme del asunto. Soy el guardián de la paz y todo ese rollo.
—¿Qué pasa, Hank? —pregunto.
Hank me mira despectivamente y suelta al chico.
—Es un maldito cherokee, Lonnie, y este no es su sitio.
Hank da al chico un pequeño empujón que casi lo hace caer al suelo.
—¿Por qué no vuelves con tu tribu, muchacho?
El chico se pasa la mano por su camisa rota. Es alto y larguirucho y tiene el pelo largo, al contrario que los hombres achaparrados que lo rodean.
—Cálmate, Hank —digo—. Estamos en plena emergencia. Sabes perfectamente que este chico no va a salir de aquí solo.
El chico habla.
—Mi novia es osage —dice.
—Tu novia está muerta —le espeta Hank, con la voz quebrada—. Y aunque no lo estuviera, seguimos siendo distintos.
Hank se vuelve hacia mí, enorme a la luz de la lumbre.
—Tienes razón, Lonnie Wayne, esto es una emergencia. Por eso tenemos que seguir con nuestra gente. No podemos dejar que entren forasteros, o no sobreviviremos.
Da una patada al suelo, y el chico se sobresalta.
—¡Cretino,
wets’a
!
Después de respirar hondo, me coloco entre Hank y el chico. Tal como esperaba, a Hank no le hace gracia mi intromisión. Me clava un dedo grande en el pecho.
—No te conviene hacer eso, Lonnie. Lo digo en serio.
Antes de que la situación acabe mal, el guardián del tambor interviene. John Tenkiller es un tío menudo y esquelético de piel morena y arrugada y ojos azul claro. Siempre ha estado aquí, pero algún tipo de magia lo mantiene ágil como una rama de sauce.
—Basta —dice John Tenkiller—. Hank, tú y Lonnie Wayne sois hijos mayores y tenéis mi respeto. Pero los intereses de las tierras no os dan ninguna licencia.
—John —contesta Hank—, tú no has visto lo que ha pasado en el pueblo. Es una masacre. El mundo se está derrumbando. Nuestra tribu está en peligro. Y los que no son del clan, suponen una amenaza. Tenemos que hacer lo que sea necesario para sobrevivir.
John deja acabar a Hank y a continuación me mira.
—Con el debido respeto, John, no se trata de una tribu contra otra. Ni siquiera se trata de blancos, morenos, negros o amarillos. Está claro que hay una amenaza, pero no viene de la demás gente. Viene de fuera.
—Demonios —murmura el anciano.
Una pequeña conmoción recorre el gentío.
—Las máquinas —digo—. No me hables de monstruos y demonios, John. Solo son un puñado de máquinas estúpidas, y podemos acabar con ellas. Pero los robots no hacen distingos entre las distintas razas de hombres. Vienen a por todos nosotros. Los seres humanos. Estamos todos en el mismo barco.
Hank no pudo contenerse.
—Nunca hemos dejado entrar a forasteros en el círculo del tambor. Es un círculo cerrado —dice.
—Es cierto —conviene John—. Gray Horse es sagrado.
El chico elige un mal momento para alterarse.
—¡Venga ya, tío! No puedo volver allí abajo. Es una puta trampa mortal. Todo el mundo está muerto, joder. Me llamo Alondra Nube de Hierro. ¿Me oyes? Soy tan indio como el que más. ¿Y todos queréis matarme porque no soy un osage?
Poso la mano en el hombro de Alondra, y este se calma. Ahora hay mucho silencio, y solo se oye el crepitar del fuego y el sonido de los grillos. Veo un corro de caras osage inexpresivas como rocas.
—Bailemos, John Tenkiller —digo—. Esto es importante. Más importante que nosotros. Y mi corazón me dice que tenemos que ocupar nuestro lugar en la historia. Así que antes de nada bailemos.
El guardián del tambor agacha la cabeza. Todos nos quedamos quietos, esperando su respuesta. Las costumbres dictan que debemos esperar hasta la mañana si hace falta, pero no es necesario. John alza su sabio rostro y nos atraviesa con esos ojos suyos de diamante.
—Bailaremos y esperaremos una señal.
Las mujeres nos ayudan a prepararnos para la ceremonia. Cuando acaban de ajustarnos los trajes, John Tenkiller saca un voluminoso saco de cuero. El guardián del tambor mete dos dedos y saca un pedazo húmedo de arcilla. A continuación, recorre una hilera de unos doce bailarines y nos frota la tierra roja por la frente.
Noto la raya fría de barro en la cara: el fuego del
tsi-zhu
. Se seca rápido y, cuando lo hace, parece una vena de sangre. Una visión, tal vez, de lo que se avecina.
El enorme tambor es colocado en mitad del claro. John se sienta en cuclillas y marca un constante «pom, pom, pom» que resuena en la noche. Las sombras parpadean. Los ojos oscuros de los asistentes están puestos en nosotros. Uno a uno, todos nosotros —los hijos mayores— nos levantamos y nos ponemos a bailar alrededor del círculo del tambor.
Hace diez minutos éramos policías, abogados y camioneros, pero ahora somos guerreros. Vestidos a la antigua usanza —pieles de nutria, plumas, abalorios y cintas—, todos pertenecemos a una tradición que no tiene lugar en la historia.
La transformación es repentina y me impresiona. Pienso para mis adentros que esta danza de la guerra es como una escena atrapada en ámbar, indistinguible de sus hermanos y hermanas en el tiempo.
Cuando el baile comienza, me imagino el mundo demencial del hombre cambiando y evolucionando más allá del borde parpadeante de la luz de la lumbre. Ese mundo exterior no deja de avanzar dando tumbos, ebrio y descontrolado. Pero el rostro de los osage permanece inalterable, arraigado en este lugar, en el calor del fuego.
De modo que bailamos. Los sonidos del tambor y los movimientos de los hombres son hipnóticos. Cada uno de nosotros se concentra en sí mismo, pero desarrollamos de forma natural una armonía predestinada. Los hombres osage son muy corpulentos, pero nos agachamos, brincamos y nos deslizamos alrededor del fuego, gráciles como serpientes. Nos movemos como uno solo con los ojos cerrados.
Mientras avanzo a tientas alrededor del fuego, percibo el parpadeo rojo de la luz de la lumbre introduciéndose en las venas de mis párpados cerrados. Al cabo de un rato, la oscuridad teñida de rojo se abre y adquiere el aspecto de una amplia vista, como si estuviera mirando una oscura cueva a través de un agujero en un árbol. Es mi imaginación. Sé que no tardaré en hallar las imágenes del futuro allí pintadas… en rojo.
El ritmo de nuestros cuerpos libera nuestras mentes. Mi imaginación me muestra el rostro desesperado del chico de la heladería. La promesa que le hice resuena en mis oídos. Percibo el olor acre y metálico de la sangre acumulada en aquel suelo embaldosado. Al alzar la vista, veo una figura saliendo del cuarto trasero de la heladería. La sigo. La misteriosa figura se detiene en la puerta oscurecida y se vuelve despacio hacia mí. Me estremezco y reprimo un grito al ver la sonrisa diabólica pintada en la cara de plástico de mi enemigo. En sus pinzas acolchadas la máquina sostiene algo: una pequeña figura de papiroflexia de una grulla.
Y el sonido de los tambores cesa.
En el espacio de veinte latidos de corazón, la danza pierde vigor. Abro los ojos. Solo quedamos Hank y yo. Mi respiración forma nubes blancas. Al estirarme, las articulaciones me restallan como petardos. Una capa de escarcha cubre mi manga con flecos. Noto el cuerpo como si se acabara de despertar, pero la mente como si no se hubiera dormido.
El cielo hacia el este se está tiñendo de rosa claro. El fuego sigue ardiendo vorazmente. Mi gente está amontonada alrededor del círculo del tambor, dormida. Hank y yo debemos de haber estado bailando durante horas, como robots.
Entonces me fijo en John Tenkiller. Está de pie inmóvil como una roca. Muy lentamente, levanta la mano y señala el alba.
Entre las sombras hay un hombre blanco con la cara ensangrentada. Tiene una capa de cristales rotos incrustada en la frente. Se balancea, y los pedazos de vidrio brillan a la luz del fuego. Las perneras de sus pantalones están húmedas y manchadas de negro debido al barro y las hojas. En el pliegue del codo izquierdo, tiene a un niño pequeño dormido, con la cara oculta en su hombro. Un niño de unos diez años se encuentra delante de su padre, con la cabeza gacha, agotado. El hombre tiene su fuerte mano derecha posada en el hombro huesudo de su hijo.
No hay rastro de una mujer o de otra persona.
Hank, el guardián del tambor y yo miramos boquiabiertos al hombre, llenos de curiosidad. Tenemos las caras manchadas de ocre reseco y vamos vestidos con ropa anterior a los pioneros. El tipo debe de estar pensando que ha retrocedido en el tiempo.
Pero el blanco se limita a mirar como si viera a través de nosotros, conmocionado, afectado.
Justo entonces, su hijo pequeño levanta la cara hacia nosotros. Sus ojitos redondos están muy abiertos y llenos de angustia, y su frente pálida tiene una raya carmesí herrumbrosa de sangre seca. Tan cierto como que el niño está allí, el pequeño ha sido marcado con el fuego del
tsi-zhu
. Hank y yo nos miramos, con todo el vello del cuerpo erizado.
El niño ha sido pintado, pero no por nuestro guardián del tambor.
La gente se está despertando y murmura.
Un par de segundos más tarde, el guardián del tambor habla con el tono monótono y grave de una oración pronunciada durante mucho tiempo.
—Que el reflejo de este fuego en los cielos lejanos pinte los cuerpos de nuestros guerreros. Y, en ese momento y ese lugar, que los cuerpos de los
Wha-zha-zhe
se destruyan con el rojo del fuego. Y que sus llamas salten por los aires y enrojezcan los muros del mismísimo cielo con un brillo carmesí.
—Amén —murmura la gente.
El hombre blanco levanta la mano del hombro de su hijo y deja una huella de sangre perfecta y reluciente. Alarga los brazos, haciendo señas.
—Ayúdennos —susurra—. Por favor. Se están acercando.
La Nación Osage jamás rechazó a un solo superviviente humano durante la Nueva Guerra. Como resultado de ello, Gray Horse creció hasta convertirse en un bastión de resistencia humana. Por todo el mundo empezaron a circular leyendas acerca de la existencia de una civilización humana superviviente en mitad de Estados Unidos y de un desafiante cowboy que vivía allí, capaz de escupir a los robots a la cara
.
CORMAC WALLACE, MIL#EGH217
Todo tiene una mente. La mente de una lámpara. La mente de una mesa. La mente de una máquina.
TAKEO NOMURA
HORA CERO
Resulta difícil de creer, pero en el momento que nos ocupa el señor Takeo Nomura no era más que un viejo soltero que vivía solo en el distrito de Adachi. Los sucesos de este día fueron descritos por el señor Nomura en una entrevista. Sus recuerdos han sido confirmados por grabaciones tomadas en el edificio inteligente de la residencia de ancianos de Takeo y por los robots domésticos que trabajaban en él. Este día marca el comienzo de un periplo intelectual que acabaría conduciendo a la liberación de Tokio y las regiones de allende sus límites
.
CORMAC WALLACE, MIL#EGH217
Es un sonido extraño. Muy débil. Muy raro. Cíclico; se repite una y otra vez. Lo cronometro con el reloj de bolsillo que reposa en un foco de luz amarilla sobre mi mesa de trabajo. El reloj permanece un instante en silencio, y oigo la segunda manecilla haciendo tictac pacientemente.
Qué sonido más bonito.
En el piso no hay más luz que la de la lámpara. El cerebro administrativo del edificio desactiva las luces del techo cada día a las diez de la noche. Ahora son las tres de la madrugada. Toco la pared. Exactamente veintidós segundos más tarde, oigo un débil rugido. La fina pared tiembla.
Veintidós segundos.
Mikiko está tumbada boca arriba sobre la mesa de trabajo, con los ojos cerrados. He conseguido reparar los daños de la sección temporal de su cráneo. Está preparada para la activación, pero no me atrevo a conectarla. No sé lo que hará, ni qué decisiones tomará.
Me toqueteo la cicatriz de la mejilla. ¿Cómo puedo olvidar lo que pasó la última vez?
Cruzo la puerta y salgo al pasillo. Los apliques están atenuados. Mis sandalias de cartón no hacen ruido en la fina alfombra de vivos colores. El suave ruido suena otra vez, y me parece notar una fluctuación de la presión atmosférica. Es como si un autobús pasara cada pocos segundos.
Presiento que la fuente del ruido está a la vuelta de la esquina.
Me detengo. Los nervios me dicen que vuelva. Que me acurruque en mi piso del tamaño de un armario. Que me olvide de esto. Este edificio está reservado para personas de más de sesenta y cinco años. Estamos aquí para que cuiden de nosotros, no para correr riesgos. Pero sé que si hay peligro, debo enfrentarme a él y entenderlo. Si no por mi bien, por el de Kiko. Ahora mismo ella no puede hacer nada, y yo tampoco puedo hacer nada para repararla. Debo protegerla hasta que pueda romper el hechizo bajo el que está.
Sin embargo, eso no significa que deba actuar con valentía.
Apoyo mi dolorida espalda contra la pared en la esquina del pasillo. Me asomo y echo una miradita con un ojo. Respiro entrecortadamente del pánico. Y lo que veo me corta la respiración por completo.
El pasillo de los ascensores está desierto. En la pared hay un panel ornamentado: dos franjas de luces redondas con números de plantas pintados al lado. Todas las luces están apagadas salvo la de la planta baja, que emite un débil brillo rojo. Mientras miro, el brillante punto rojo sube poco a poco. Al llegar a cada planta, emite un suave clic. Cada clic aumenta de volumen en mi mente a medida que el ascensor sube más y más.