Fue el principio del fin para Saladino en aquella jornada. Los caballeros de Ricardo habían roto el centro y el rey y sus hombres se abrían paso a través de la guardia de élite del sultán en busca del hombre con el que Ricardo deseaba más que ninguna otra cosa mantener un duelo cara a cara. Pero no había de ser así. Agobiado por los asaltos combinados de la izquierda, la derecha y el centro, el gran señor musulmán de la guerra ordenó la retirada, y entre el chillido de las trompetas y la cacofonía de los címbalos, dejó que los regimientos de su fiel guardia de corps cubrieran su marcha, y abandonó el campo de batalla en medio de una espesa nube de polvo.
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Estábamos demasiado agotados para perseguirlo. Yo me limité a observar, con la cabeza gacha y el cuerpo entero doliéndome por la fatiga, cómo los hombres de Ricardo barrían las últimas resistencias del enemigo en una serie de cargas relampagueantes. La victoria era nuestra, y yo, Dios sea loado, vivía para verlo.
No así muchos de nuestros hombres. Sir James de Brus había muerto. Me tropecé con su cuerpo cuando cabalgaba despacio de regreso a nuestras líneas. Había sido despedazado por los nubios, media docena de los cuales estaban esparcidos, muertos o moribundos, alrededor de su cuerpo. Su caballo había sido despanzurrado y estaba tendido junto a sus restos, gimoteando, con sus entrañas grasientas de un color púrpura verdoso desparramadas sobre sus cascos salpicados de sangre. Puse un fin rápido a sus sufrimientos cortándole el cuello con mi puñal, y marqué la posición del cuerpo de sir James hincando en el suelo la punta de su espada. Tenía intención de volver más tarde para enterrar de una forma decente a mi amigo, porque el sol estaba ya muy bajo en el cielo y yo no tenía ningún modo de llevar su cadáver despedazado hasta nuestras líneas con la mínima dignidad. Noté las grandes costras de sangre seca en mi cara, y cuando me miré las manos me pareció que llevaba puestos unos guantes rojos, hasta tal punto estaban teñidas de sangre. Más que ninguna otra cosa, mientras aún hubiese luz, me apeteció en ese momento bajar hasta el mar para bañarme y limpiar de algún modo mi cuerpo de la suciedad de la guerra. Luego, deseaba descansar durante un mes entero.
Volví a nuestras líneas y me enteré de que también mi amigo Will Scarlet había muerto de sus heridas. Sentí una profunda punzada de dolor en el pecho al ver su cuerpo; los ojos sin luz miraban a lo alto, al cielo, donde rogué que fuera bien recibida su alma por su participación en nuestra aventura. ¡Tantos muertos en el curso de esta peregrinación a Jerusalén, tanta sangre derramada en el nombre de Jesucristo! Pensé en los judíos de York, que prefirieron dar muerte a sus propios hijos y se quitaron la vida antes que ser masacrados por cristianos sedientos de sangre, convencidos de estar cumpliendo la voluntad de Dios. Pensé en Ruth, en sus ojos intensos y su figura femenina, que me habían cautivado tanto durante un par de días y que ahora ni siquiera conseguía recordar con claridad. Recordé a sir James de Brus y el ceño severo del que se servía para disimular un corazón amable, y al pobre Will muerto ahora a mis pies, que había querido en vano que sus hombres le apreciaran y había acabado por encontrar una extraña forma de felicidad junto a Elise. Y, por encima de todos ellos, pensé en Nur, en la belleza radiante que lucía sin esfuerzo, como un halo dorado, y en el pobre monstruo mutilado en el que se convirtió… por mi culpa.
Las lágrimas rodaban por mis mejillas cuando mi escudero William se acercó con un pedazo de pan, un pedazo de puerco en salazón y una jarra de agua de manantial.
—¿Es-estáis herido, se-señor? —me preguntó muy preocupado al ver la sangre que impregnaba mi cota, mi cara y mis miembros.
—Estoy bien, gracias, William —respondí con un resoplido—, pero tengo que lavarme antes de comer. Bajemos al mar.
Y así, tomamos un sendero estrecho que descendía por entre los abruptos acantilados de tierra roja hasta las aguas azules de una ensenada apartada de las miradas curiosas. Sólo podía caminar con movimientos rígidos por aquel sendero serpenteante, pero
Quilly
correteaba a nuestro alrededor como la perrita cariñosa en que se había convertido, feliz de estar viva y curiosa respecto de todos los olores que captaba su negra nariz. Me asombraron sus energías; yo casi no podía moverme y pedí a William que me llevara el escudo porque su peso me parecía casi insoportable. En la orilla arenosa del vasto mar Mediterráneo, me desvestí y, dejando a William y
Quilly
al cuidado de mis armas y mis ropas, desnudo como el día en que llegué al mundo, me entregué a la caricia de las mansas olas y me sumergí en el frío abrazo del mar. No me alejé mucho de la orilla porque era un mal nadador, pero con el agua hasta la altura del pecho me limpié como pude la sangre pegajosa, acariciado por los rayos postreros del sol colgado como un gran escudo de bronce en el cielo del oeste, sobre las aguas de un azul profundo.
Al volver a la superficie y mirar hacia la orilla, que no distaba más de cuarenta pasos, advertí alguna cosa extraña. Caminé en dirección a la playa para ver con más claridad lo que ocurría. Había dos siluetas, dos soldados, de pie junto al montón de mis ropas, y una forma achaparrada que parecía un enano junto a ellos. Chapoteé hasta que el agua me llegó a las rodillas, y entonces pude ver el color de las sobrevestes, y sentí que el corazón me daba un tremendo vuelco. Eran de color escarlata y azul celeste, y entonces me di cuenta de que el hombre que estaba colocado delante del otro tenía una mecha de pelo blanco en el centro de una cabellera roja. Era sir Richard Malvête.
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—Sal del agua, niño cantor —dijo Malvête—. Acércate y cantaremos los dos a dúo una bonita tonada en la playa.
Su voz ronca rebosaba de una alegría burlona. Yo me quedé donde estaba, cerca de la orilla, a unos veinte pasos; desnudo, chorreante, con las manos cubriendo pudorosamente mis partes íntimas. Sir Richard Malvête no se movió: estaba allí, con una mano en la empuñadura de su espada, mirándome con sus ojos castaños de fiera. El soldado se inclinó sobre la figura achaparrada, y sacó del cinto un largo cuchillo. Vi que se trataba de William, atado de pies y manos y con una señal roja en la sien, donde alguien le había golpeado. Lo habían atado con nudos muy apretados y en posición agachada, pero pareció más furioso que asustado cuando el soldado le acercó el cuchillo a la garganta. Junto al muchacho, estaba tendido el cadáver de
Quilly
, con la cabeza de pelaje dorado aplastada por un golpe salvaje. Sentí que empezaba a crecer en mi interior un torrente de furia, negro y poderoso, por la muerte de aquel perro feliz.
—Acércate, niño cantor —me llamó Malvête con su voz de bajo—, o tu criado morirá.
No tenía opción: era una cuestión de lealtad. William había sido un escudero bueno y leal conmigo, y no podía huir de allí y condenarlo a la muerte, aunque eso significara mi propia perdición. Y tampoco quería huir; deseaba aplastar a Malvête con mis propias manos si era necesario, o morir en el intento. De modo que empecé a caminar muy despacio hacia los dos hombres. Me detuve en la orilla misma de la playa, junto al bulto de mis ropas. Malvête mostró sus grandes dientes amarillos.
—Este va a ser un gran placer —dijo con su voz profunda y lenta—, algo que he estado esperando mucho tiempo. He venido a este lugar sólo con la intención de encontrar un sitio tranquilo donde darme un baño, ¡y mira lo que he encontrado!
Y, muy despacio, sacó la espada de su vaina; la hoja chirrió al rozar la funda metálica, e hizo que me recorriera el cuerpo un escalofrío. Malvête me dirigió una sonrisa horrible y avanzó un paso.
—Sir Richard —dije entonces—, sin duda no queréis matar a un hombre desnudo. ¿Me permitís vestirme antes, para morir como un cristiano decente?
Intenté que mi voz fuera lo más humilde posible, y con la mayor discreción eché una ojeada al mismo tiempo a la zona que se extendía alrededor de mis ropas. Entonces habló el soldado. De pie, junto a William, mostró con una mano unos pesados correajes sucios de arena que escondía detrás de su cuerpo, y de los que colgaban mi espada y mi puñal. Los agitó en el aire y preguntó:
—¿Es esto lo que estáis buscando,
señor
? —Y soltó una carcajada que pareció un ladrido.
El hecho de que me llamara «señor» era en cierta forma peor aún que el calificativo de «niño cantor». Mi cara debió de reflejar mi desencanto, porque Malvête rompió a reír con carcajadas roncas.
—En cualquier caso, vístete, niño cantor. No tengo ninguna prisa. Me gusta tomarme mi tiempo en mis pequeños placeres.
Con la mano izquierda, me señaló con un gesto magnánimo el montón de mis ropas.
Me incliné despacio hacia el suelo, con la mirada fija en Malvête, y extendí la mano con los dedos abiertos, buscando entre la arena, tanteando…, y aferré una piedra de la playa, del tamaño de un puño, que había visto desde el momento en que salí del agua. Con un rápido impulso proyecté el brazo adelante y arrojé la piedra con todas mis fuerzas contra la cara de sir Richard. He dicho antes que era un buen lanzador de piedras, y también he presumido de mi rapidez de movimientos en la batalla, pero en ese momento fui más rápido de lo que nunca he sido. La piedra salió disparada de mi mano y voló hacia la cabeza de Malvête, media libra de roca pulida por el mar dirigida a gran velocidad contra su nariz; aun así, la Bestia se agachó justo a tiempo. Sin embargo, Dios estaba conmigo aquel día, porque la piedra pasó silbando sobre la cabeza de Malvête y fue a impactar en la boca del soldado, que estaba colocado inmediatamente detrás de él. La fuerza del golpe fue asombrosa. El soldado cayó como un saco de grano en la arena, y Malvête retrocedió un par de pasos, todavía agachado, mientras dirigía miradas incrédulas al soldado inconsciente, y así me dio tiempo a aferrar mi escudo. Luego sir Richard me atacó con su espada larga, y un crujido sordo resonó cuando conseguí parar su golpe con la parte plana del escudo.
Di un paso hacia el soldado inconsciente en busca de mis armas, caídas a su lado y enredadas en los correajes, pero Malvête era demasiado astuto para dejar que me acercara. Se me echó encima y asestó un gran golpe lateral contra mi cabeza, y luego otro hacia mi costado derecho, en rápida sucesión. Yo detuve sus golpes con el escudo, y retrocedí. De pronto fui consciente de que estaba completamente desnudo… y armado sólo con un escudo anticuado. Sir Richard había recuperado el equilibrio. Tiró una estocada hacia mis espinillas desnudas y se echó a reír cuando evité el golpe con un salto.
—Esto va a ser más divertido aún de lo que imaginaba —burbujeó, y me di cuenta de que hablaba en serio. Disfrutaba del hecho de que el azar hubiera torcido un poco las cosas en mi favor, pero estaba claro que seguía convencido de que podía matarme con toda facilidad. Asestó otro golpe, y pareció encantado cuando me vio dar un traspié. Yo seguía intentando acercarme mediante un rodeo a mis armas, pero, cada vez que me movía en esa dirección, él me lo impedía con algunos golpes bien dirigidos, y yo me veía obligado a saltar, dar quiebros y parar con el escudo para seguir con vida. Lo miré jadeante desde detrás del borde del escudo; odiándole con todo el corazón y toda el alma. Sabía que no podía morir a manos de ese hombre. Sabía que yo iba a matarle a él, por Nur, por Ruth, por Reuben, por mí mismo. Ese mismo día, su alma había de viajar al infierno.
Debió de ver algo en mi cara, porque paró de reír y murmuró:
—Bueno, basta de bromas, es hora de acabar con esto.
Se lanzó adelante golpeando a izquierda y derecha con un diluvio de golpes que habrían resultado fatales para mí de llegar a su destino. Los bloqueé y paré con el escudo, a la espera del movimiento que quería, un revés que dejara al descubierto su cuerpo al final del golpe, y cuando lo vi llegar, en lugar de defenderme con el escudo esquivé su espada, levanté el brazo izquierdo y me abalancé sobre él. Me agaché hacia adelante, y la punta reforzada del escudo chocó con fuerza por debajo de su barbilla, directamente en la nuez o manzana de Adán, con toda la fuerza de mi impulso detrás de ella. El cartílago reventó con un ruido pegajoso, la tráquea se hundió y sus ojos de fiera se abrieron de par en par cuando cayó de rodillas frente a mí, con las dos manos aferradas a su garganta rota, incapaz de respirar ni de comprender lo que había ocurrido. Pasé a su espalda y, desde un metro de distancia, le golpeé con el borde del escudo de arriba abajo en la nuca, como si manejara un hacha. El hueso crujió, la cabeza osciló hacia atrás y el cuerpo se derrumbó en el suelo, con los pies dando breves y rápidas patadas en la arena y la cabeza vuelta hacia un lado en un ángulo imposible que sólo podía significar una cosa.
No perdí tiempo en mirarlo, sino que corrí hacia el soldado caído, saqué mi espada de la vaina cubierta de arena que había quedado debajo de su cuerpo, y le rebané la garganta casi en un único movimiento.
—Oh, Alan —dijo William—, ha si-sido mag-magnífico. Nunca había visto a ningún caballero realizar una ha-zaña pa-parecida.
Yo estaba inmóvil, tratando de recuperar el aliento, y mientras veía cómo la sangre de aquel hombre iba empapando la arena, desnudo pero armado con una espada ensangrentada y un escudo abollado, me sentí menos caballero que nunca en mi vida. La verdad es que me sentí como un guerrero surgido de las nieblas del pasado, uno de aquellos hombres pintados de azul que desafiaron a los romanos de capas rojas antes de que existieran siquiera los normandos y la caballería. Luego el momento pasó. Mi corazón empezó a calmarse, sonreí a William y alcé mi espada para saludarlo.
—¿Quie-quieres desatarme, por fa-favor, Alan? —dijo William. Di un paso hacia él…, y de pronto me detuve. Lo examiné con una mirada nueva. Algo en la manera como estaba atado pulsó en mi interior una cuerda muy lejana de mi memoria. Tenía las rodillas atadas al pecho y las manos a los pies, delante de las rodillas. Parecía un pavo listo para el espetón en la fiesta de la Navidad. Y, en ese momento, lo supe de cierto; llevaba algún tiempo sospechándolo, pero ahora estuve seguro. Supe que William era el asesino frustrado de Robin. Y supe también por qué había querido matar a Robin a lo largo de los últimos meses.
M
iré durante unos segundos a William, atado y encogido en la playa arenosa. Luego dejé la espada y el escudo en el suelo, y me puse las
braies
y la camisa. Aunque el sol se ponía ya, me sentí demasiado acalorado y magullado para vestirme del todo: me habría gustado darme otro baño, pero no había tiempo. Sin embargo, recogí el cinto de la espada y me lo abroché antes de arrodillarme delante de mi leal escudero William.