Robin Hood II, el cruzado (48 page)

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Authors: Angus Donald

Tags: #Aventuras, #Histórico

BOOK: Robin Hood II, el cruzado
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La carga de los berberiscos nos llegó en oblicuo desde la derecha, para evitar el barullo de hombres muertos y de caballos caídos en el suelo, delante mismo de nuestras líneas; entraron desde la derecha y su carga fue precedida por una lluvia mortal de jabalinas que cayeron como una ducha negra y letal sobre nuestra delgada línea de infantes. Aquellas azagayas de metro y medio de largo trazaron un elegante arco en el aire y se hundieron en los cuerpos de arqueros y lanceros, derribándolos en un amasijo de miembros que se debatían y de sangre derramada; vi a un arquero con el cuello atravesado por la delgada lanza arrojadiza, y a otro hombre sentado en el suelo con aire errático, sujetando con ambas manos la jabalina hundida en el centro de su vientre oscurecido por la sangre. Little John daba órdenes a gritos para cerrar el muro de escudos, «¡cerrar!», y una segunda oleada de jabalinas se estrelló en los escudos de nuestros hombres. Yo alcé mi propio escudo, sobre los lomos de
Fantasma
, y acomodé el hombro izquierdo detrás de él.

Las lanzas arrojadizas eran mucho más pesadas que las escasas flechas que los jinetes turcos habían conseguido dispararnos. Cuando impactaban en los grandes escudos redondos, los lanceros eran empujados hacia atrás, y a menudo la línea se deshacía hasta que el hombre recuperaba su lugar y tapaba de nuevo con el escudo el hueco abierto. Con una jabalina clavada, el escudo se volvía poco manejable, desequilibrado, difícil de utilizar con destreza. Vi a un lancero morir de una lanzada en la cabeza al mismo tiempo que su vecino de la derecha detenía dos proyectiles con su escudo redondo de madera, pero, al abrirse un hueco a su izquierda, el doble impacto le hizo tambalearse. Su tropiezo dejó un hueco de dos hombres en el muro de escudos, y un bravo berberisco lanzó de inmediato a su montura hacia allí. Dirigió un golpe con la lanza a un arquero que consiguió evitarlo con un quiebro oportuno, y con un aullido de desafío que sonaba de forma parecida al llanto de un bebé, «la-la-la-la-la», espoleó a su caballo contra la línea de nuestra caballería que ahora tenía enfrente.

Sir James de Brus fue el primero en reaccionar: picó espuelas a su caballo y avanzó unos pasos hacia el beréber. Con el escudo desvió hacia un lado la lanzada salvaje que le dirigió su oponente, y con un hábil movimiento levantó su propia arma de modo que la punta de la lanza entró por la barbilla del jinete enemigo y fue a alojarse en su cerebro. El hombre cayó hacia atrás, chorreando sangre por la herida abierta en el cuello, y sir James retiró con toda calma la punta ensangrentada de la cabeza inerte del hombre, inclinando el cuerpo hacia un lado sobre la silla de montar, e hizo avanzar al paso a su caballo para cerrar con su bulto la brecha abierta en el muro de escudos. También en otros puntos de la línea habían aparecido huecos bajo la lluvia mortal de jabalinas, pero Little John conseguía llegar a todas partes, y su estatura y el gran radio de acción de sus brazos le permitían manejar su hacha de doble filo con una devastadora eficacia contra los enemigos montados. Empujó y colocó en línea a los lanceros que retrocedían, les gritó una y otra vez que cerraran filas, y cuando un berberisco amenazaba romper el muro, quebraba su lanza de un hachazo y, como un mítico Áyax, abatía uno tras otro a los caballos y jinetes que se ponían a su alcance como un leñador enloquecido, manejando la enorme hacha como si no fuera más pesada que una azuela de desbastar. Y nuestros arqueros no se estaban cruzados de brazos: sabían que sus vidas dependían de mantener a los berberiscos al otro lado del muro de escudos, donde los jinetes de las túnicas blancas acechaban ahora en busca de alguna brecha en la línea, y lanzaban sus veloces proyectiles con terrible eficacia. Ocupados en esquivar jabalinas y evitar lanzadas, los arqueros consiguieron, sin embargo, lanzar nutridas descargas de flechas contra los jinetes enemigos. Como disparaban muchas veces a una distancia de no más de doce pies, era frecuente que las flechas atravesaran el cuerpo de los berberiscos y fueran a herir a algún hombre o animal colocado detrás. Flechas y jabalinas volaban por el aire límpido, y de pronto el jinete colocado detrás de mí dio un gran grito y se echó atrás en la silla con una jabalina clavada en el hombro. Me volví, y vi que era Will Scarlet. Tenía la cara blanca, la mirada perdida, y la sangre empapaba su cota; cayó de la silla sin pronunciar palabra. Apreté los dientes y volví mi mirada al frente. Teníamos órdenes estrictas de no romper las filas, ni siquiera para ayudar a los heridos. Otra jabalina pasó silbando por encima de mi cabeza; me encogí un poco más detrás de la protección del escudo, sin atreverme apenas a mirar por encima de su borde superior…

Y de pronto, todo acabó. Los berberiscos supervivientes se retiraron dejando a sus muertos y heridos apilados en un montón de carne ensangrentada y hedionda delante de nuestro frente. Nos habíamos mantenido firmes por muy poco, y ni
Fantasma
ni yo nos habíamos movido un solo paso durante todo aquel combate desesperado.

Los arqueros supervivientes desenvainaron sus espadas cortas y corrieron al otro lado del muro de escudos para cortar los pescuezos de los berberiscos y turcos heridos, y saquear las ropas de los muertos; aproveché y me volví a mirar el lugar que había ocupado Will Scarlet. Su puesto estaba cubierto ahora por otro jinete, y alcancé a ver que, detrás de las líneas, el padre Simón atendía a mi amigo pelirrojo junto a la pila del equipaje personal de nuestros hombres. Will no había sido nuestra única baja, ni mucho menos; de hecho, pude ver a varias decenas de hombres, sobre todo arqueros y lanceros, tendidos o sentados detrás de nuestras líneas, esperando a recibir la atención de Reuben, que se agachaba junto a cada uno de ellos e intentaba curar a los que podía. William y los demás criados corrían de un lado para otro, con agua para los heridos más graves y vendas que pasaban a Reuben. Aparté la mirada de aquella escena de dolor y sangre, y observé a Robin. Su rostro estaba vacío de expresión, salvo por la dura tensión de los músculos de la mandíbula.

Dirigí la mirada más allá de la posición de mi señor, y pude ver que no habíamos sido los únicos en sufrir la furia de la caballería de los sarracenos. Por lo menos otros dos puntos de la línea estaban siendo atacados por unidades de la caballería turca. A pesar de que nosotros mismos habíamos sufrido un ataque similar, y muchos amigos nuestros habían sufrido y muerto en él, el espectáculo me pareció admirable. Los jinetes eran magníficos, galopaban con una gran destreza, soltaban sus flechas en descargas cerradas sobre la zona elegida de la línea y luego, delante mismo del enemigo, hacían dar la vuelta a sus caballos con la presión de las rodillas y se retiraban al galope, asaeteando aún al enemigo mientras se alejaban. Estaban invitando a nuestros hombres a cargar, a irrumpir en sus filas y salir al campo para poder masacrarlos. En conjunto, sus bajas habían sido escasas: teníamos pocos arqueros en el ejército, la mayoría de ellos con Robin, de modo que el único daño que sufrieron fue debido a algunos virotes de ballesta bien dirigidos que les alcanzaron mientras cargaban o se retiraban en masa.

—Sólo están tanteando posibles debilidades a todo lo largo de la línea —me dijo Robin. Me dejó confuso: ¿tanteando? Yo creía haber sobrevivido a un ataque importante. También me sorprendió un poco que Robin se dirigiera a mí, porque nuestra relación aún era tirante, pero enseguida me di cuenta de que, con sir James de Brus fuera de su posición, tan sólo estaba haciendo una observación al hombre que tenía más cerca—. Y creo que han encontrado esa debilidad —siguió diciendo Robin, al tiempo que señalaba el flanco izquierdo, donde los monjes hospitalarios se veían amenazados de nuevo por otra horda de jinetes enemigos, que se dirigía al trote hacia el extremo de nuestra línea.

—Ve en busca del rey, Alan, por favor, y dile que en el centro nos mantenemos firmes, pero que la izquierda está a punto de sufrir otra sacudida. Pregúntale si tiene órdenes para nosotros.

Hice girar en redondo a mi caballo y me abrí paso por entre los heridos colocados en el lado del mar de nuestro ejército. Cuando dejé atrás la zona donde recibían los primeros auxilios, me volví para mirar hacia el norte y vi que Robin tenía razón: los hospitalarios se veían asaltados de nuevo por formaciones nutridas de arqueros montados. Me desentendí del zumbido profundo de los arcos turcos y de los gritos de los caballeros y los relinchos de los caballos heridos a mi espalda, y galopé en dirección sur hacia la división del rey para comunicarle la advertencia de Robin. Era fantástico moverse en medio de aquel terrible calor, sentir el viento en la cara y oler en el aire la sal procedente del mar situado apenas a doscientos metros a mi derecha. Cuando llegué hasta el grupo de caballeros que rodeaba al rey, sin hacer caso de las miradas amenazadoras de sir Richard Malvête, vi que se había entablado una fuerte discusión. Mi amigo sir Nicholas de Seras hacía gestos apasionados con las manos.

—Mi señor —decía—, os lo imploro, los hospitalarios deben cargar…, y pronto. No podemos resistir más en esta situación; las flechas de los turcos han borrado prácticamente del mapa a nuestros infantes, y los caballos —tragó penosamente saliva—, los caballos están siendo masacrados en sus propias filas, y no hacemos nada. Tenemos que cargar ahora; si no, ya no quedará nadie para poder hacerlo.

—Decid al gran maestre que tenéis que resistir, como el resto de nosotros; todos tenemos que aguantar hasta que llegue el momento oportuno.

—Pero, sire, los hombres dirán que somos unos cobardes, que tenemos miedo de atacar al enemigo porque…

Ricardo le dirigió una mirada salvaje.

—¡Contened vuestra lengua, señor! Soy yo quien está al mando. Y atacaremos cuando yo lo ordene. No antes. Por Dios, maldito sea vuestro gran maestre y su cháchara sobre la cobardía…

Un caballero del séquito tiró de la manga del rey Ricardo:

—¡Mirad, sire! —dijo señalando hacia el extremo de la línea. Todos volvimos la cabeza en esa dirección.

A kilómetro y medio aproximadamente de nosotros, una línea de jinetes negros en perfecta formación se desgajó con toda nitidez del revoltijo de la maltrecha tercera división. Mantenían las lanzas verticales, una valla pálida de puntas aceradas que destellaban al sol, y hacían avanzar despacio sus monturas. Desde nuestra posición, podíamos ver claramente las cruces blancas de la orden de los Hospitalarios de San Juan de Jerusalén sobre las gualdrapas negras de sus caballos. Todos guardamos un silencio atónito; yo casi no me atrevía a respirar. Luego apareció una segunda fila de jinetes negros detrás de la primera.

—Así que van a cargar de todos modos… sin permiso —murmuró uno de los nobles acompañantes del rey.

Frente a los hospitalarios se encontraba una gran multitud de jinetes turcos; muchos habían desmontado para contar con una plataforma más estable desde la que lanzar sus flechas a las vacilantes líneas cristianas. Parecieron tan sorprendidos como nosotros al ver aparecer a los hospitalarios desde detrás de los carros de la impedimenta, a cuya defensa habían estado atados tanto tiempo. Algunos lanzaron flechas a las filas de jinetes negros, pero no tuvieron ningún efecto visible. Entonces los hospitalarios, suavemente y en silencio, como un enorme gato, pasaron al ataque. La primera fila de jinetes, de unos setenta hombres, arrancó al trote, y los cuerpos forrados de malla de acero subían y bajaban al unísono en las sillas de montar. Luego pasaron al medio galope. Las lanzas descendieron hasta la posición horizontal; la primera línea aceleró el paso y se lanzó al galope tendido. Los turcos estaban aún tratando de montar apresuradamente en sus ponis, y después de lanzar a la desesperada una última flecha procuraban quitarse de en medio, cuando cayó sobre ellos la primera fila de los caballeros. La muerte ahogó el grito de los hombres alcanzados por las largas lanzas de los caballeros hospitalarios. El peso de los poderosos caballos lanzados al galope facilitaba la penetración de las puntas de acero a través de las armaduras ligeras de la caballería turca, y el colosal impacto de la carga desbarató la masa de caballos y la rompió en mil fragmentos de jinetes aislados que huían para salvar sus vidas. Pocos lo lograron, porque la primera línea los barrió como un viento rugiente, y luego la segunda línea, la de los sargentos hospitalarios, se precipitó en la hirviente melé, y las espadas se abatieron y las mazas aplastaron cráneos, cuando más de sesenta furiosos servidores de Cristo de hábitos negros se tomaron la venganza por las humillaciones sufridas a lo largo de toda la mañana bajo las flechas punzantes de aquellos hombres. Detrás de ellos llegó una gran masa de caballeros franceses, y el alegre abigarramiento de los colores de sus sobrevestes contrastaba con la austeridad sombría de las dos primeras filas de atacantes. Toda la caballería de la tercera división, todos los hombres que aún tenían caballos sobre los que sentarse, se lanzó a la carga. Unos trescientos jinetes, la élite de nuestro ejército, atacaron al galope, desobedeciendo de forma flagrante las órdenes del rey Ricardo. Los caballeros franceses, vociferando sus gritos de guerra, cayeron sobre la masa principal de la caballería enemiga y mataron a cuantos turcos pudieron con un relajamiento lleno de felicidad; volaban las espadas, salpicaba la sangre, y los enormes corceles de batalla mordían y pateaban, dirigidos por sus amos cristianos sedientos de sangre.

—Sire —dijo uno de los caballeros del séquito, rompiendo el silencio atónito—, se mueven por fin, mirad… Creo que Saladino está enviando a su reserva a la batalla.

Y señaló las líneas enemigas, donde grandes masas de hombres, miles de ellos al parecer, avanzaban por el flanco izquierdo para detener a los hospitalarios, todavía enzarzados en una melé furibunda, repartiendo tajos entre los turcos supervivientes con sus grandes espadas, que sembraban una ruina roja entre hombres y caballos.

—Bueno, ahí está, entonces. Saladino ha debilitado su centro. Hemos de aprovechar la oportunidad —dijo el rey Ricardo. Y me miró a mí como si supiera perfectamente dónde estaba—: Blondel —dijo—, avisa a Locksley. Tiene que avanzar para apoyar a la tercera división, y sacar las castañas del fuego a los hospitalarios, si puede, para luego atacar el flanco derecho del enemigo; es decir, el que queda a nuestra izquierda. ¿Está claro? Puede llevarse con él a James de Avesnes y los flamencos. Ahora vamos a atacar a lo largo de toda la línea. ¡Ésa es la orden, trompeta!

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