—¡Es un varón, Robin, un chico sano! Oh, ven a verlo. Ven a abrazarlo. ¡Es precioso!
El hijo de Robin era un bebé robusto con ojos de color azul claro, pelo negro como el azabache, y haciendo tantos mohines como un mono. A mí el pequeño Hugh no me pareció guapo en lo más mínimo, y al principio me extrañó el color de su pelo: Robin tenía los cabellos de un tono castaño claro, y Marian rizos de un rubio avellana. Pero Goody me explicó los misterios de la naturaleza, estando los dos juntos e inclinados sobre la cuna en la alcoba de Marian, uno o dos días más tarde.
—Oh, Alan, los hombres no sabéis nada de bebés —quien me lo decía era una doncella de poco más de doce años de edad—. Algunos niños nacen con el pelo negro. Me ocurrió a mí, así me lo contó mi madre. Y mírame ahora.
Agitó delante de mí su cabellera de un rubio sajón, sujeta en dos trenzas a ambos lados de sus mejillas rosadas, bailoteando al girar.
Yo extendí la mano y acaricié una trenza al paso; tenía el color del oro en polvo, y era suave como una pluma. Goody se echó atrás.
—He dicho «mírame», no «tócame». —Y de pronto todo fueron urgencias—. Ahora necesito que te quites de en medio, Alan; tenemos que limpiar bien la habitación para el bebé…
Y me empujó a toda prisa fuera de la alcoba como lo haría un ama de casa de edad mediana con un escolar travieso.
♦ ♦ ♦
Viajar formando parte de un ejército es, desde luego, algo muy distinto a viajar en solitario o en compañía de un grupo pequeño de personas, como solía hacerlo yo. Nos acompañaba una sensación difusa de amenaza que nada podía disipar, ni siquiera en nuestra propia tierra. Los pastores huían a nuestro paso en los plácidos prados, y los aldeanos atrancaban sus puertas y ventanas cuando nos acercábamos, incluso en los pacíficos condados del sur de Inglaterra. No hacía tanto tiempo —los abuelos podían recordarlo perfectamente— que, durante la Anarquía de Stephen y Maud, bandas de hombres armados merodeaban por el país dedicadas al saqueo. Y la gente de los pueblos tiene buena memoria.
Pero nosotros no robamos a nuestra propia gente; teníamos gran cantidad de víveres, gracias al préstamo de la plata de los amigos de Reuben, y cada noche, cuando acampábamos en un campo en barbecho o en un bosque comunal, matábamos uno o dos corderos y nos divertíamos. Mi música era muy solicitada. Casi cada noche me llamaban para cantar y tocar durante la cena, y a mí me encantaba hacerlo. Casi siempre cantaba viejas baladas del país. Chanzas rurales jocosas sobre maridos infieles y esposas furiosas, canciones sobre el granjero y sus animales, o relatos de las grandes batallas libradas siglos atrás por el rey Arturo y sus caballeros. Las
cansós
y los
sirventés
, es decir las canciones sobre el amor cortés y los poemas satíricos que acostumbraba cantar en los salones de la nobleza, eran mucho menos populares entre la soldadesca. De vez en cuando, Robin reunía a sus oficiales, y mientras cenábamos hacíamos planes para los días o las semanas siguientes. Al final de esas asambleas, yo desgranaba ante mi auditorio una oferta musical más sofisticada. De una canción que compuse por entonces me siento especialmente orgulloso: trata de un hermoso broche de oro, con una aguja en forma de espada, que lleva una noble dama. El broche está enamorado de la
domina
cuyo pecho adorna —y defiende del tacto de otros amantes—, pero por supuesto no puede existir un gran amor entre una joya, por hermosa que sea, y una gran dama, de modo que el broche únicamente podía servir a su señora, no poseerla, y aun así está contento con su papel. El final de la
cansó
es trágico: la dama, tal vez cansada del broche, se deshace de él y lo tira desde las almenas, y la hermosa joya queda enterrada en una zanja profunda y embarrada, recordando su amor hasta el día del Juicio, a los pies del castillo de su señora.
Tal vez pensaréis que, cuando compuse aquella canción de joyas parlantes y amores trágicos, me sentía especialmente abatido y de un humor negro, pero la verdad es que me sentía muy optimista. Mis relaciones con Robin habían vuelto más o menos a la normalidad. Había decidido perdonarle —me dije a mí mismo que tenía que esforzarme en ser un vasallo leal y acatar todas sus decisiones, tanto si estaba de acuerdo con ellas como si no—, y me sentía feliz en la compañía del resto de capitanes y vintenars, con la clara excepción de sir James de Brus. Pero no había problema: yo me limitaba a mostrarme cortés y distante con el escocés, y él hacía lo mismo conmigo. Además, contaba con un nuevo escudero que me hacía sentirme muy cómodo. A William —el chico que me ayudó a robar el rubí de sir Ralph Murdac— fuimos a buscarlo al castillo de Nottingham. Aquel compañero leal nos había estado mandando informes regulares de las actividades de Murdac a través de alguna misteriosa red de espías de Robin, y como recompensa, cuando cruzamos Nottingham de camino hacia el sur, el joven William se unió a nosotros como sirviente personal mío. Era un chico diligente, avispado y deseoso de agradar, muy inteligente a pesar de un ligero tartamudeo, y que solía anticiparse a mis deseos. Mantenía mi viola de madera de manzano y el arco de crin de caballo, un regalo enormemente valioso de mi antiguo mentor musical Bernard, en un estado impecable, y siempre estaba a mano para transmitir mensajes o cargar con cosas. Sin embargo, era un chico serio que rara vez sonreía, y que nunca se permitía las travesuras que yo mismo había hecho a su edad. Pero me gustaba así, y estaba encantado de tenerlo a mi servicio.
La única nube que oscurecía mi cielo era que Tuck no nos acompañaba a la gran aventura. Sin duda ello se debía a los informes de William —al parecer Murdac había insistido en su oferta de cien libras de plata por la cabeza de mi señor—, Robin había pedido a Tuck que se quedara en el castillo de Kirkton para cuidar de Marian y del bebé con sus dos enormes perros entrenados para la batalla,
Gog
y
Magog
. Aquellos gigantescos animales eran capaces de arrancar un brazo a un hombre con la facilidad con que yo arrancaba la pata de un capón asado, pero eran tan pacíficos como el Niño Jesús con los amigos de Tuck. Robin también dejó a una veintena de arqueros, diez jinetes y diez lanceros veteranos como guarnición. No eran una fuerza suficiente para defender el recinto exterior amurallado del castillo en caso de ataque, pero, como yo bien sabía por mi experiencia en York, eran más que suficientes para resistir en el torreón.
En lugar de mi amigo el alegre fraile guerrero, nos acompañaba el padre Simón, cura de la parroquia de San Nicolás de Kirkton, un hombre poco fiable en mi opinión, que parecía haber nacido sin barbilla; desde su boca, la parte inferior de su cara se unía al cuello sin obstáculo, como si alguien se hubiera llevado su mandíbula inferior. El padre Simón rezaba cortas plegarias todas las mañanas antes de nuestra partida, musitadas en un mal latín e incomprensibles para los hombres, y los domingos cantaba la misa, desafinando si se me permite el comentario, para todo el ejército. Yo tenía la sensación de que aquel hombre no quería demasiado a Robin; de hecho, en algunas ocasiones llegué a pensar que lo odiaba, aunque, como cualquier mortal consciente que deseara permanecer algún tiempo más sobre la tierra, temía a mi señor y lo trataba con respeto.
Me pareció conocer el motivo del desagrado del cura: sabía, como la mayoría de nosotros, que Robin había participado en la antigua adoración pagana a la Diosa Madre durante su etapa de proscrito, y aunque ahora prestaba el homenaje debido a la verdadera religión de Cristo, sus diabólicos antecedentes no habían sido olvidados. Fuera lo que fuere lo que sentía Robin a su vez respecto del padre Simón, o lo que pensaba en privado, participábamos en una peregrinación santa al lugar del nacimiento de nuestro Señor, y habría sido impensable viajar sin un sacerdote por lo menos. De modo que el clérigo sin barbilla se vino con nosotros.
Tengo una cosa que decir en favor de ese hombre. No se colocó a sí mismo por encima de los demás, como suelen hacer algunos clérigos. Se limitaba a cumplir con las tareas que le correspondían. Antes de embarcarnos en tres grandes barcos mercantes en Southampton, el padre Simón insistió en bendecir las naves para protegernos de los peligros del mar, y al parecer, sus ritos funcionaron. La travesía fue feliz, sin contratiempos, y tan sólo un día y una noche después de embarcar desfilábamos por el muelle de Honfleur, el puerto del rey Ricardo en la desembocadura del gran río Sena, en Normandía.
Yo nunca había salido antes de Inglaterra, y me asombró ver que Normandía era casi exactamente igual a mi país. Tal vez había esperado que la hierba fuera azul y el cielo verde, no lo sé. Pero la sensación de familiaridad fue extraordinaria. Los campos parecían los mismos, las casas eran iguales y las personas, hasta el momento en que abrían la boca y hablaban en francés, podían ser confundidas fácilmente con buenos y honrados campesinos ingleses.
Durante nuestra marcha a través del país normando, siempre en dirección sur, algunos elementos de nuestro ejército —sobre todo los que anteriormente habían sido proscritos— opinaron que los campesinos franceses sólo existían para proporcionarnos comida y bebida gratis. Robin tenía otras ideas y estaba decidido a mantener una disciplina estricta. Esta tierra era patrimonio de nuestro rey, dijo, y no íbamos a saquearla. Little John capturó y ahorcó sumariamente a dos jinetes por robar una gallina en nuestro primer día en suelo normando, y Robin reunió a los hombres y les habló en tono tranquilo y determinado bajo los mismos pies oscilantes de los saqueadores.
—¿Acaso creéis que he sido demasiado duro? —preguntó a los cuatrocientos hombres furiosos alineados delante de él. Utilizó su voz más estentórea, la de las arengas antes de la batalla—. ¿Acaso creéis que he sido injusto? ¡Me importa un ardite! Ningún hombre bajo mi mando robará ni siquiera un penique, ni profanará una iglesia, ni se encamará con ninguna mujer sin consentimiento de ella…, a menos que yo le haya dado permiso para hacerlo. Colgaré del árbol más próximo al bastardo que lo haga. Sin juicio, ni piedad; sólo un último baile en el extremo de una cuerda. ¿Está claro?
Hubo algunos refunfuños entre los hombres, pero todos sabían que la disciplina era necesaria, y los antiguos proscritos sabían también que Robin podía ser mucho más brutal si decidía serlo.
Aun así, Robin no había terminado:
—Y eso vale también para los oficiales. Cualquier capitán que robe o viole será azotado delante de sus hombres como lección para todos, y luego será degradado.
Era algo muy desacostumbrado, insólito. Lo habitual era que los oficiales fueran castigados de forma distinta que sus hombres, y que las penas por sus delitos nunca incluyeran castigos corporales. Puede que Robin dijera aquello porque nos encontrábamos en una situación también desacostumbrada, como un contingente más del ejército del rey Ricardo. Aunque encabezados por un conde, éramos mercenarios…, o lo seríamos cuando Ricardo pagara a Robin el dinero que le había prometido. Vi la mirada furiosa que sir James de Brus dirigió a Robin, y la forma en que acarició la vaina de su espada. Era el único hombre de todos nosotros, aparte de Robin, noble de nacimiento, y casi le pude oír pensar: «Moriré con mi espada clavada en tu vientre antes que soportar ser azotado como un siervo fugitivo». Pero no dijo nada. Era, después de todo, un buen soldado profesional, y sabía cuándo era necesario morderse la lengua.
No resultó estrictamente necesario violar a nadie: a lo largo de nuestra marcha por Normandía, las mujeres parecían brotar de la nada y sumarse a nuestra columna como abejas atraídas por la miel. Algunas eran rameras en busca de dinero fresco, pero también había mujeres hasta entonces virtuosas que buscaban aventuras y creían que, si se unían a un robusto gañán en armas, verían mundo. Y como nadie iba con quejas a Robin, él no tuvo necesidad de imponer castigos. Una criatura extraordinaria atrajo mi atención, aunque no por las razones por las que cabría esperar que un joven encontrara interesante a una mujer. Era una moza muy alta de treinta años o más, extremadamente flaca y con manos y pies muy grandes. Llevaba puesta una túnica verde, larga y sucia, que la cubría de los hombros a los tobillos, y no parecía tener pechos ni ninguna otra clase de curvas femeniles. Sin embargo, su cabello era una magnífica explosión de rizos blancos en desorden y sin peinar. A nada se parecía tanto como a un diente de león maduro, a punto de desprenderse de sus semillas. Y su nombre era Elise.
—¿Te digo la buena fortuna, señor? —me susurró en el campamento una noche en que reemplazaba un estribo roto en la silla de
Fantasma
. Divertido, le dejé leer la palma de mi mano.
—Veo un gran amor en tu futuro —dijo Elise, mirándome a los ojos. Yo asentí distraído: era una predicción previsible, casi obligatoria, para un joven. Ella siguió diciendo——Y veo un gran dolor. Piensas que eres fuerte en tu amor; que tu amor es un castillo que no puede derrumbarse, pero no eres tan fuerte como crees. Y traicionarás tu amor con la vista de tus ojos. El amor entra por los ojos…, y se va por el mismo camino. Ese día querrás ser ciego porque tu vista habrá matado todo el amor que guardabas en tu corazón.
Retiré la mano de inmediato. Todo aquello no tenía sentido, por supuesto, pero sonaba de forma sospechosamente parecida a una maldición. Y para ser sincero, las mujeres que aseguran tener un sexto sentido me ponen nervioso; algunas poseen un poder real, que les ha prestado el mismo diablo, y es preferible no cruzarse en su camino.
—No te ha gustado mi profecía —dijo, y me miró con curiosidad—. Muy bien, te diré otra: morirás ya viejo, en tu propio lecho, en tu hogar.
Era otra de las tonterías que solían decirse habitualmente a los guerreros, para ganarse sus simpatías. No pensé más en el asunto. Sonreí, le di unos céntimos y le dije que se fuera.
Pero Elise se quedó en nuestra columna; rara vez me hablaba y yo la evitaba, pero se convirtió, por lo que pude ver, en la cabecilla y portavoz de las mujeres que se habían unido a nuestra peregrinación. Robin vio que mantenía la paz entre las mujeres, que antes de su llegada reñían continuamente como perros y gatos, y no le importó que reuniera unas pocas monedas de cobre aquí y allá, contando historias y leyendo líneas de la mano; la consideró inofensiva y toleró su presencia, así como la de las demás mujeres, en nuestra compañía.
Pero a las dos semanas de nuestro viaje a través de Francia, Robin se vio obligado a enseñar los dientes. Will Scarlet fue acusado de robo por sir James de Brus. Peor aún, de haber robado en una iglesia. Fue pura debilidad de carácter: Will siempre había sido un ratero consumado, y en su época de proscrito había recibido el apodo de «burlacerrojos» por el desprecio que mostraba por las cerraduras de hierro que utilizan los ricos para defender los cofres en los que guardan el dinero. Con herramientas adecuadas, podía abrir cualquier cerrojo con la facilidad con que una puta se abre de piernas. Pero ahora ya no era un proscrito, sino un soldado santo de Cristo, un peregrino, y Robin estaba dispuesto a dejar claro ese punto por la fuerza bruta.