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Authors: Alica Giménez Bartlett

Tags: #Policíaco

Ritos de muerte (34 page)

BOOK: Ritos de muerte
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—¿Y el mando colegiado?

—A mí también me la suda el mando colegiado; no puede llegar este tío al final del caso y apuntarse una medallita.

—Le aseguro que, aunque ese tipo se apunte nuestros tantos, el caso lo resolveremos nosotros.

—Así no va a ascender en la puta vida.

—¿Y quién le ha dicho que quiero ascender?

Salimos a la calle poniéndonos las gabardinas.

—No se altere demasiado por el cambio de planes, Garzón, lo de la pizza estaba difícil, sólo me quedan aceitunas...

—Una pizza de olivas con aceite crudo no hubiera estado mal.

—Estoy segura de que tiene aptitudes culinarias de las que usted mismo ha vivido ignorante.

Gruñó y puso primera, estaba de mal humor.

La comida se hizo eterna. García del Mazo discurseaba sobre la importancia del factor humano unido a la tecnología dentro de la praxis policial. Pensé que, en el fondo, era un buen tipo, ni siquiera se había enfadado por nuestra inasistencia a la primera reunión. Era incluso simpático, sólo que había llegado en un mal momento, interrumpía, dilataba el proceso de investigación. Estaba convencida de que nos hallábamos casi al final de nuestro caso y me molestaba tener que darle explicaciones, llevarlo prendido como un broche a lo largo de las pesquisas que nos quedaran por hacer. Garzón miraba a su nuevo jefe colegiado con ojos criminales mientras yo tenía dificultades para seguir sus palabras. No podía dejar de darle vueltas: sólo a una persona podía interesarle la pública rehabilitación de Jardiel, y esa rehabilitación llevaba necesariamente implícita la muerte. Cuando logré prestar de nuevo atención a García del Mazo éste estaba diciendo:

—Lo del padre de Juan es muy importante, muchachos. Voy a interrogarlo yo también para ver si lo pillo en contradicciones, ¡quién sabe si no está dándonos alguna pista falsa!, ese individuo es muy sospechoso. Por otro lado, voy a pedir que nos hagan un dibujo del doble reloj en el ordenador. Quedan perfectos, lo hacen también para los retratos robot. Cuando uno lleva una investigación hay que pedir muchas cosas, solicitar datos a todos los departamentos, incordiar, exigir, de lo contrario te toman por un inepto.

Garzón me miró. Yo sonreí.

—Se nota que tienes experiencia en las cosas internas, Ramón.

Me miró con el orgullo saliéndole por los poros de la nariz.

—Te aseguro que, a estas alturas, a mí ya nadie me coge en un renuncio.

—Este tío es un gilipollas —dijo el subinspector Garzón a la salida del bar.

—Déjese de hostilidades y vayamos a lo nuestro. ¿Qué hora es?

—Las cinco menos cuarto.

—Pues habrá que esperar hasta que cierren las tiendas.

Llegamos al supermercado donde Luisa trabajaba. Garzón aparcó lo suficientemente lejos como para poder controlar la puerta sin que nadie se percatara de nuestra presencia. Encendimos la radio y nos dedicamos a lo que secularmente se dedica la policía mientras aguarda: fumar. Yo arrancaba a mi cigarrillo pequeñas nubes estratificadas mientras que mi compañero se envolvía todo él en cúmulos algodonosos. A las ocho menos cinco salieron los últimos clientes del establecimiento y a las ocho bajaron la verja. Media hora más tarde, por una puerta secundaria, desfiló todo el personal. Luisa iba sola, con el paso moroso de quien no tiene prisa por llegar a su casa.

—Ahí está —dijo Garzón.

La vimos alejarse, evanescente como una pincelada en un cuadro.

—¿Y cómo ésa chica ha podido matar a nadie?

Asentí en silencio, estaba completamente absorta en las pisadas de Luisa, elásticas, largas. Estuve pendiente de su silueta hasta que dejé de ver su abrigo pardo.

—¿Ha pensado en eso, Petra?

—Lo he pensado.

Todo iba bien. El encargado era el último en marchar y mientras buscaba las llaves, Garzón y yo bajamos del coche, fuimos rápidamente hasta él. Nos dimos a conocer como policías.

—¿Trabaja con ustedes Luisa López?

—Acaba de marcharse.

—Verá, ella nos dijo que guardaba una prueba aquí, habíamos quedado pero... se nos ha hecho un poco tarde. ¿No le ha dejado nada para nosotros?

—No.

—¿Tiene usted alguna idea de dónde puede tener ella sus cosas?

—Cada empleado tiene un armarito para la ropa, pero si ella no está...

Sonreí:

—No nos haga ir a buscar una orden de registro, será sólo un momento.

Apartó el cuerpo, nos dejó pasar, estaba serio y desconfiado. Nos llevó hasta la parte trasera del local, internándonos por un corredor lleno de cajas. Al final, se abría una sala cuadrada bastante grande, donde se alineaban varios armaritos metálicos junto a enseres de limpieza.

—Creo que el suyo es el doce.

—¿Tiene duplicado de la llave?

Desapareció, cada vez más mosqueado, y volvió al cabo de un instante trayendo un manojo de llaves. Buscó una, me la dio.

—¿Le importaría dejarnos solos? Acabamos enseguida.

La prevención podía notarse alrededor de su cabeza, como un aura. Se alejó de mala gana. Miré a Garzón.

—¿Procedemos?

Sus ojos eran los de un niño ante el desenlace de un cuento. Asintió. En cuanto abrí la puerta un fuerte olor a colonia barata se extendió hasta nuestras narices. Garzón, embebido, se me había pegado a la espalda, mirando por encima de mi hombro. Notaba su aliento resollante como el de un buey. Colgado de una percha estaba el uniforme de Luisa, una chaqueta azul. En el suelo se veían varios botecitos cosméticos, una toalla, una diadema y un montón de hojas de periódico cuidadosamente dobladas.

—Mire a ver qué dicen esos periódicos.

—Un momento, Fermín.

Pero era inútil demandar calma, los normalmente morigerados ritmos de Garzón se habían inflamado ante la inmediatez. Comprendí que se sentía como el manipulador de una marioneta demasiado lenta. Retrocedí un paso y lo invité:

—Siga usted.

No lo pensó, se lanzó sobre los papeles y empezó a hojear. Aquellas páginas contenían información sobre el caso, algo muy lógico que no aportaba evidencias. En la parte inferior había un cajoncito sobre el que se lanzó a hurgar. Sacó dos bombones envueltos en colores brillantes, un espejo, un peine.

—Aquí no hay nada.

Extrajo el cajón por completo y metió la mano en la oquedad. Tras un momento de palpaciones la sacó y en ella llevaba un pequeño hatillo hecho con pañuelos. Lo puso frente a mis ojos y, poco a poco, con cuidado de no tocar lo que había dentro, lo desenvolvió. Allí estaba, el condenado reloj, la máquina de marcar flores, el arma del violador.

—¿Ha visto, Petra? —preguntó inútilmente Garzón con la voz insegura.

Se advertía perfectamente cómo una esfera estaba inserta en un círculo de púas, pero no debíamos manipularlo antes de que fuera inspeccionado por los expertos. Al tomar contacto con aquel instrumento sentí placer, curiosidad, un momento después me produjo un horror desmedido. Algo abstracto se materializaba, tomaba existencia real. Habíamos estado jugando con las piezas de un puzzle truculento, pero ahora las teníamos cerca. Aquellas púas horadaron piel, hicieron manar sangre, se hincaron en brazos indefensos. De pronto, una fuerte voz sonó detrás de nosotros:

—¡Quietos!, ¿qué hacéis ahí?

Me volví, al borde de la histeria. Eran dos guardias de la policía nacional.

—¿Qué coño buscáis?

—Tranquilos, compañeros —dijo Garzón.

El encargado había avisado a la policía. Completamente normal, nuestro comportamiento fue tan sospechoso que no le dejamos otra alternativa. Hubo que identificarse, darles explicaciones someras. Sentí pánico de que a aquel hombre se le hubiera ocurrido alertar también a Luisa. Pedimos a los guardias que nos acompañaran hasta su casa como refuerzo para efectuar la detención. Subieron a su coche celular y nos siguieron. Al volante, Garzón se preguntaba:

—¡Dios Santo!, parece evidente que esa chica es culpable, pero ¿de qué?

—No podernos saberlo aún, pero todo indica que se cargó a Juan. Nadie sino ella podía saber dónde estaba, quitarle el reloj.

—¿Y la violación posterior?

—Va usted demasiado deprisa, habrá que detenerla, interrogarla.

En su caletre de noble elefante simultaneaba la conducción con las amargas deducciones:

—Matar a su propio novio, a su hermano, ¿de veras cree que se atrevió?

—Es una tipa dura, ¿recuerda lo que nos dijo Ricardo Jardiel? Ni siquiera quiso recibir a su verdadera madre, darle la posibilidad de perdonarla.

Cabeceó con efusión escandalizada y filosófica frente al mal:

—¡El ser humano, qué complicación!

Llegamos al piso de los Jardiel. Luisa no se había fugado, ella misma abrió la puerta. Su expresión no mostró nada especial, pero un segundo después vio a los guardias detrás de nosotros y sus ojos traslucieron una cierta reserva.

—Luisa, tienes que acompañarnos a comisaría.

—¿Por qué?

Garzón echó mano al bolsillo, sacó el pequeño amasijo de pañuelos, lo puso frente a ella.

—Hemos encontrado esto en tu armario del supermercado.

Bajó la vista, se le tiñó la cara de un rojo suave.

—Voy a por un abrigo.

En ese momento salió la señora Jardiel. Nos miró de modo desabrido.

—¿Qué hacen ustedes aquí?

—Luisa tiene que venir con nosotros para prestar declaración.

La chica pasó por su lado sin hablar.

—¿Declarar a estas horas? ¡Ni lo piensen!, vamos a cenar. ¿Es que no se han metido bastante en nuestra vida?

—Es algo grave, señora, tiene que venir.

Salió Luisa de nuevo, cargando bajo el brazo un abrigo oscuro.

—¿Y tú adónde vas?

—Voy con ellos, madre, luego volveré.

—Tú no te mueves de aquí.

Hubo un instante de paralización. La mujer sujetaba a su hija adoptiva por un brazo, ésta levantó la cabeza y se encaró con ella.

—Déjeme, madre, tengo que marcharme —dijo hablando bajo.

Garzón la impulsó suavemente por la espalda, cruzaron el umbral. Di un paso al frente.

—La avisaremos desde comisaría cuando pueda venir a ver a su hija.

Me taladraba con ojos encendidos.

—Escupo en usted —dijo, y lanzó a mis pies un salivazo. Asentí con amargura, di media vuelta, eché andar. Un portazo sonó haciendo retumbar aquel espacio miserable de la escalera. Bajé los peldaños de dos en dos, como si huyera del infierno. Estirpes malditas, culpabilidades que nunca saldrían a la luz. Aquella mujer, como un gran árbol, había proyectado una densa sombra a su alrededor bajo la cual nunca daba el sol y todo estaba podrido.

No tuve más remedio que comunicarle a García del Mazo que habíamos detenido a la chica. Enseguida convocó una reunión previa al interrogatorio. Garzón estaba furioso. Estuvo aleccionándonos sobre la conveniencia de pasarle un test psicológico a la detenida. Lo importante de ese método no eran las consecuencias que los psicólogos pudieran sacar sobre los rasgos de su personalidad, sino el tiempo que transcurría mientras el individuo estaba resolviéndolo. Parecía probado que era un período crucial para desbaratar posibles estrategias urdidas en el último momento por el encausado, mientras daba además ocasión al policía para prepararse y abordar el asunto sin prejuicios derivados de la euforia por haberlo detenido.

Luisa tardó dos horas en contestar a preguntas como: ¿Qué haría usted en caso de naufragio? Mientras, los peritos estudiaban las huellas impresas en el reloj. Se daba por descontado que García del Mazo asistiría con nosotros al interrogatorio. Cuando lo supo el subinspector Garzón, el color de su cara se puso como un camaleón en un charco de sangre.

—¡Es inaudito!, no tiene ningún derecho a meterse ahora.

—Déjelo, Fermín, el final aún no está claro.

Me miró, sulfurado, apiadándose de mi inocencia.

En cuanto vi a Luisa me pareció que en aquel breve tiempo había adelgazado. Su cuerpo robusto estaba encogido y, bajo los ojos indiferentes, se dibujaban semicírculos oscuros. García del Mazo me hizo un gesto significativo, algo así como «
está acabada, no se resistirá
». Tomó la iniciativa.

—No hace falta que te diga que de nada te servirá negar las evidencias, es mejor que nos cuentes la verdad, pronto y claramente. ¿Quieres un cigarrillo?

Luisa negó con la cabeza. Parecía serena bajo su aspecto desmoronado.

—Los peritos han comprobado que el reloj que tenías en la taquilla es el mismo que se utilizó para marcar a las chicas violadas. ¿Por qué estaba en tu poder?

—Alguien me lo dio.

—¿Quién?

—El hombre que las violó.

—¿Tú sabes quién es?

—Sí, el mismo que mató a Juan.

—Dinos su nombre.

—No lo sé, un tipo al que Juan conocía.

—¿Y te dio el reloj a ti?

—Me lo mandó.

—¿Por qué?

—No lo sé.

—¿Quién era ese hombre?

—No lo sé.

—Pero sí sabes que era el auténtico violador y que mató a Juan.

—Me llamó por teléfono y lo dijo.

—¿Esperas que nos creamos todo eso?

—Es la verdad.

García del Mazo se volvió hacia nosotros, hizo un gesto de fastidio. Me acerqué a Luisa y le pregunté.

—¿Sabías que Juan había vuelto a tomar contacto con su padre, que iba a verlo y que pasaban ratos en un bar?

—No.

—¿Sabías que...

—Con usted no quiero hablar. Usted tiene la culpa de todo, de que lo acusaran, de que lo mataran.

—No te engañes, la culpa sólo la tiene quien violó, quien mató, nadie más.

—Con usted no quiero hablar, si está usted delante no diré ni una palabra.

García del Mazo terció:

—La inspectora Delicado...

Lo interrumpí.

—Déjalo, si el problema es mi presencia me iré.

Garzón hizo ademán de salir tras de mí, pero el inspector lo atajó:

—Quédese Garzón, a lo mejor necesito alguna cosa.

Mi compañero puso cara de mártir y me miró melancólicamente mientras me iba.

Me senté en el pasillo. ¿Estaba Luisa encubriendo a alguien? Fantasmas familiares, obsesivos, sucios, alimentando con sus efigies muertas el odio de toda una vida. Un caso para el gran padre Freud. Me acerqué al guardia de servicio.

—¿Ha venido la madre de la detenida?

—No, inspectora.

—¿Ha llamado o preguntado por ella?

—Voy a mirar, pero creo que no.

Volvió al cabo de un momento.

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