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Authors: Alica Giménez Bartlett

Tags: #Policíaco

Ritos de muerte (31 page)

BOOK: Ritos de muerte
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Antes de entrar en el despacho pregunté por Garzón. Dejé orden de que se personara en el interrogatorio en cuanto volviera.

Ricardo Jardiel no estaba nervioso, preguntó si podía fumar. Tenía el aspecto de un hombre endurecido, curtido a los cuatro vientos, orgulloso. Me senté frente a él y le di un cigarrillo.

—Le voy a ser muy franca, Jardiel, las cosas están mal. Piense bien lo que va a decirme y procure que sea todo cierto. Si se contradice puede caerle cualquier acusación: violación, asesinato, cualquier cosa.

—Yo no he hecho nada y lo saben. Puedo probarlo, además. ¿Creen que no tengo suficientes testigos con todos los clientes de mi negocio? Nunca me muevo de allí.

—Está bien, entonces no tiene nada que temer. Hábleme de su hijo Juan.

—¿De Juan? No lo había visto desde que dejé a su madre. Hace un par de años alguien debió decirle dónde encontrarme y se presentó en el bar. Charlamos. Me hizo gracia eso de toparme con un hijo de repente.

—Pero usted tuvo otro con su segunda mujer.

—¿Emilio? ¿Le ha dicho él que yo era el padre de Juan?

—No. Hábleme de Juan.

—¿Qué puedo decirle? Tampoco sé gran cosa, era buen chaval. Vivía acoquinado por la zorra de su madre. Venía por aquí, tomaba una cerveza... Toda la vida oyendo que yo era un cabrón, hubiera podido tomarme odio, pero no fue así.

—¿Usted le daba consejos?

—¿Qué?

—Entiéndame, ¿le decía que se librara de su madre?

—Supongo que alguna vez se lo diría.

—No se ponga a la defensiva, Jardiel. Le repito que es mejor que suelte lo que sabe.

—Bueno, se lo decía, sí, le decía que no estuviera aguantándola toda la vida, que no se casara con la chica que ella le había buscado. Es normal que se lo dijera, ¿o no?

—Es normal cualquier cosa que usted hiciera por salvar a su hijo, quiero que lo entienda muy bien, incluso que lo escondiera en su casa cuando andaba huido. Ningún juez iba a condenarlo por eso.

—Yo no sabía que era un violador.

—O sea que lo escondió.

—No he dicho que lo escondiera. Mire, que yo sea el padre de ese chico no es más que una casualidad, pregúntele a su madre lo que quiera, al fin y al cabo es ella quien lo educó. Yo no sé nada, y por lo tanto no voy a decir nada. ¿Quién sabe si era o no era el violador? Se ha llevado el secreto a la tumba.

—Puede que no. ¿Por qué me ocultó quién era usted cuando estuvimos la otra vez en su bar?

—¡Y a quién le interesa meterse en líos!

—Está bien, puede irse.

Se quedó estupefacto.

—¿Puedo irme ya?

—Si no sabe nada...

Se levantó. No parecía en absoluto convencido de aquel desenlace tan fácil. Pero ¿qué podía hacer yo? Aquel tipo era duro de pelar, no hablaría si pensaba que todas las pruebas habían desaparecido con su hijo. En la puerta esperaba Garzón. Me miró con un interrogante. Fui a recoger mi abrigo.

—¿Ya ha soltado a ese chico?

—Sí.

—¿Hace cuánto?

—Una hora.

—Supongo que estará en su casa, vamos a verlo.

En el coche puse en antecedentes al subinspector. Estaba subyugado.

—Estamos muy cerca, Petra, lo presiento.

—No cante victoria, hay un montón de preguntas que aún no tienen contestación, un montón de delitos que se acumulan esperando un culpable.

—Por lo menos ahora está abierto un camino.

Emilio estaba en su casa. Cuando abrió la puerta su rostro expresó cansancio, curiosidad, exasperación.

—¿Y ahora qué coño quieren?

—Tu padre ha confesado la verdad.

Salió la chica de la camiseta, había llorado, se puso junto a él.

—Pues muy bien, ¿y a mí que me cuentan?

—Deja de hacerte el gracioso y vámonos. Esta vez no vas a salir con tantas facilidades.

Su novia se le aferró a las mangas de la camisa.

—¿Qué es lo que he hecho?

—Esconder a tu hermano Juan Jardiel cuando la policía lo buscaba. Sabías perfectamente que era el violador, él te lo dijo.

—¡No es verdad! Mi padre no ha dicho eso.

—Oye, no perdamos más tiempo, ya se lo contarás al juez.

La chica se adelantó.

—No, no se lo van a llevar, no ha hecho nada malo.

Él la retuvo por el brazo.

—¡Cállate!

—No, no me voy a callar, si ya te has enfadado conmigo porque he hablado una vez, da igual que vuelva a hacerlo.

—¡Si te hubieras callado!

—Estarías en la cárcel aún. ¿Crees que tu padre va a hacer algo por sacarte?, no es más que un cerdo.

Garzón y yo asistíamos silenciosos a la escena. Nada se podía añadir para afianzar la treta, o funcionaba o dábamos media vuelta.

—Tú sabes que es verdad lo que digo, un cabrón; se arriesgó escondiendo a tu hermano, pero no ha sido capaz de pasarse por la cárcel a verte, o pagar tu fianza.

Emilio bajó los ojos. La chica se volvió hacia mí.

—Su padre sabía perfectamente lo que había hecho Juan, sabía por qué lo buscaban. Lo metió en el almacén de las bebidas, y si no lo hubieran matado le hubiera dado dinero para irse al extranjero, tenía mala conciencia y quería ayudarlo.

Hubo un silencio crispado.

—Tú sabes que es verdad, Emilio, hasta parecía que le gustara que Juan hubiera sido capaz de violar y armar tanto revuelo.

—No sabes lo que dices, cállate —dijo en voz baja.

—Será mejor que declares eso ante el juez, Emilio, mejor para ti, para tu padre, para todos.

Procuraba que mi voz sonara dulce. La chica me miró:

—¿Y una vez que haya declarado, lo dejarán volver a casa?

—Creo que sí.

Suspiré a fondo, había funcionado. Llevé a los chicos hasta el juzgado y Garzón partió en busca de una orden de detención para Ricardo Jardiel.

Nos encontramos para comer. Garzón estaba nervioso.

—¿Cuándo interrogaremos a ese pájaro?

—Déjelo unas horas en conserva, quiero que se lo piense bien, que vea el berenjenal en el que se ha metido. Además, no vamos a andarnos con historias. Le plantaremos delante de los morros una copia de la declaración de Emilio. Si queremos que cante, ha de verse las cosas muy negras.

—¿Y no cree que sería suficiente con decírselo? Así ganábamos tiempo.

—¡Vaya prisa le ha entrado! ¿Por qué?

—¿Cómo que por qué?

—Sí, usted no es hombre de precipitaciones. ¿Qué demonios le pasa?

—¡Joder, Petra, de tanto investigar se le va a quedar la deformación! Lo único que pasa es que ya ha llegado el inspector de Gerona. Esta tarde tenemos que entrevistarnos con él. Se ha pasado toda la mañana estudiando los informes.

—¡Vaya!, y usted quiere que en dos horas resolvamos el caso y cuando nos encontremos le digamos: ¡
voilà,
primer espada, ha llegado usted tarde!

Remoloneó como si mis palabras le parecieran una tontería.

—¿Va a contárselo, Petra?

—¿El qué?

—Nuestras últimas averiguaciones, lo del padre de Jardiel.

—¿Está usted de broma? ¡Desde luego que sí!

Partió de mal talante, una albóndiga.

—Yo, que conste, no pienso obedecer órdenes directas suyas. Aquí, desde el principio, usted ha sido la jefa. Así que si decide mandarme algo...

—¡Tranquilícese, Fermín!, por lo menos es un hombre. ¡Imagínese que llegan a enviarnos a otra mujer!

Me miró con ojos rencorosos.

—Eso ya es mala leche, reconózcalo.

Bueno, pensé, aunque no logremos resolver este maldito caso, la experiencia habrá sido positiva tanto para Garzón como para mí. Los dos habíamos aprendido cosas, nuestro compañerismo era genuino, carente de cualquier afectación. Él llegó a comprender que una mujer podía mandarle en el trabajo sin caer necesariamente en un descrédito y yo... yo había estado mucho más equivocada que él y, por tanto, mi cambio era mayor. Había ganado humildad. La inmersión en el mundo miserable del delito, la falta de lucimiento de aquel oficio... ciertamente ya no me sentía con ánimos de abroncar funcionarias, desnudar sospechosos o ponerme reivindicativa con los mandos. Me daba cuenta de que las dificultades de ser policía exceden a las meramente planteadas por la discriminación de la mujer. Pero ahora resultaba que este cambio, a Garzón no le hacía ni pizca de gracia.

—Así que no piensa oponerse a que otro jefe se inmiscuya —insistió.

—Olvídese, Fermín, todo parece indicar que en vez de resolver el caso en un tiempo razonable hemos contribuido a que se complicara.

—Pero si ya casi lo tenemos en el bote.

—¿Ah, sí? Explíqueme cómo.

—Juan Jardiel era el violador y Masderius lo mató.

—De acuerdo, ¿y quién volvió a violar y asesinó a Salomé?

—¡Recoño, y yo cómo voy a saberlo!

—Demos un poco más de tiempo al tiempo. Es posible que ese inspector nos ayude. Por cierto, ¿sabe su nombre?

—Ramón García del Mazo, un nombre ridículo.

Me eché a reír.

—Le invito a tomar un café en el Efemérides. Hasta las cuatro no tendremos la declaración de Emilio. ¿Qué le parece?

Le parecía mal, pero aceptó. ¿Por qué demonios a aquellas alturas se había vuelto tan remiso a la autoridad? ¿Una toma de conciencia tardía de los planteamientos individualistas?

En el Efemérides había un rato de tranquilidad; Pepe y Hamed estaban comiendo mano a mano, así que pasamos y nos sentamos con ellos a la mesa en espera de que fuera el momento de servir el café. Tragaban un guisado exótico de cordero con hojas de menta al que no pudo resistirse el subinspector.

—Sólo un poquito para probar, acabamos de comer.

Observé admirada cómo era capaz de reciclarse en asuntos gastronómicos, hasta qué punto disfrutaba con la comida ¡Dichoso él! Siempre tenía un último recurso vital al que aferrarse.

—¿Cómo va el caso? —preguntó Hamed.

—Bueno, vosotros sabréis qué dice la televisión.

—Sí, te vimos el otro día, no resultabas muy favorecida en las imágenes.

—Es verdad, no sabía que estaban siguiéndome con una cámara. Desde entonces escojo bien el modelo antes de salir de casa.

—No estaban siguiéndote —dijo Pepe muy serio.

—¿Y tú cómo te has enterado de eso?

—Me lo dijo Ana. Esa chica, Luisa, la novia de Juan Jardiel, la llamó diciéndole que iba a montarte un numerito, le pidió que estuviera allí y lo filmara.

—¿Ella se lo pidió?

—Sí, tenía mucho interés en recalcar que su novio no había sido el culpable.

—Quizá se equivocaba después de todo.

—Y entonces, ¿por qué han violado a otra chica después, con la marca y todo exactamente igual? Jardiel ya no pudo hacerlo.

—No lo sé, Pepe, y aunque lo supiera, supongo que te das cuenta de que no podría hablar de eso, en especial sabiendo que Ana Lozano sigue siendo una habitual de este bar. ¿Aún nos espía en la sombra?

Pepe levantó del plato sus bonitos ojos castaños y me los clavó.

—¿No crees que estás desarrollando un síndrome persecutorio? Ana Lozano viene por aquí, pero eso no significa que ande tras tus pasos, quizá no eres tan importante.

¿Pepe agrediéndome? Aquello era nuevo para mí, un hito, una excepción, casi para celebrarlo.

—Puede que lleves razón, tengo el síndrome del zorro en una cacería.

Se levantó Hamed.

—Voy a hacer unos tés aromáticos.

—A esa chica parece importarle muchísimo que todo el mundo sepa que Jardiel no era un violador, le importa casi más que verlo muerto como un perro.

—Por lo menos así salva su honor —dijo Hamed desde la cocina.

—¿Qué has dicho? —pregunté.

Salió llevando una tetera de cobre que humeaba.

—Lo único que queda de un muerto es el honor.

—Mentalidad oriental —dijo el subinspector preparando una taza.

—Quizá —puntualicé.

Nos concentramos en la bebida. Finos piñones subían y bajaban entre el líquido.

—Delicioso té al gusto árabe —saboreó Garzón.

—Puede que Oriente y Occidente no estén tan lejanos —comenté pensativa.

—¿Filosofas? —preguntó Pepe, irónico.

—¿Qué te hace pensar eso?

—Tu tendencia natural a filosofar sin muchos motivos.

Estaba admirada, un nuevo derechazo, ¿qué había ocurrido? Garzón me miró de soslayo, sonrió.

—Inspectora, ¿no cree que ya es tarde?

En el coche no podía dejar de pensar en lo que había sucedido. Mi compañero enseguida lo notó:

—¿Hay algo que le preocupa?

—¿Se ha fijado qué agresivo estaba Pepe contra mí?

Agitó la cabeza, flemático.

—Quizás eso es sano.

—¿Sano, por qué?

—Usted hace tiempo que resolvió su historia con él, quizás ahora haya llegado su momento.

Encendí un cigarrillo.

—Vamos, Garzón, si lo que quiere insinuar es que está saliendo con Ana Lozano me parece evidente, pero esa relación no le ayudará a resolver nada.

—¿Está segura?

—¡Esa periodista tiene la misma edad que yo!

—No todo el mundo es como usted, los hay que repiten modelo.

—En cualquier caso, no es motivo para reaccionar de ese modo.

—Es una primera fase belicosa, ya se le pasará.

Me quedé observándolo mientras conducía. Era como un cofre cerrado, pero el brillo del oro salía por las comisuras de sus labios.

—Usted se lo aconsejó, ¿verdad?, usted le aconsejó que aprendiera a ser duro conmigo.

—Yo no le he aconsejado nada, pero somos amigos, ¿recuerda? y por tanto hemos hablado de muchísimas cosas.

Cabeceé con sorpresa, como si descubriera que aquella carne de sardina era en realidad puro salmón.

—La hostia, Garzón, es usted la hostia, de verdad.

Se reía encantado.

—Ha conseguido algo que para mí había sido imposible: librarme de la estela de todos mis maridos.

—¿Está enfadada?

—¡Le aseguro que no! ¡Me siento agradecida!

A Garzón mi sorpresa le daba años de vida, había dejado de sentirse un palurdo provinciano y ahuecaba sus nuevas plumas de pavo real experto en sentimientos urbanos.

—Ya hemos llegado. —Bajó, llegó hasta mi portezuela con paso crecientemente escorado—: Las damas, primero —dijo lleno de orgullo.

—La hostia en verso, Fermín, hablo en serio.

La declaración de Emilio nos esperaba, firmada, rubricada: su padre había dado cobijo a Juan Jardiel cuando era prófugo de la justicia. La empuñé satisfecha. Aquel trozo de papel era la única arma que podíamos esgrimir para que el hombre hablara.

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