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Authors: Alica Giménez Bartlett

Tags: #Policíaco

Ritos de muerte (32 page)

BOOK: Ritos de muerte
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—¿Han traído ya a Ricardo Jardiel?

—Está en el despacho 20, inspectora.

—¿Quiere que me quede fuera? —preguntó Garzón.

Hice un signo negativo con la cabeza. No me parecía que Jardiel fuera un tipo a quien pudiera influir positiva o negativamente la presencia de nadie. No me equivoqué, ni siquiera miró a mi compañero. Su aire despectivo no había variado a pesar del encarcelamiento cautelar. Las añagazas psicológicas no servirían con él, únicamente se avendría a reconocer aquello que no pudiera negar por evidente. Ir al grano me parecía imprescindible. Le puse la declaración ante los ojos. La leyó. Sólo estando muy atenta a los movimientos de su rostro me fue posible darme cuenta de la contracción de sus mandíbulas. Dejó caer el papel. Me miró sin perder la calma.

—Muy bien, ¿y?

—Ahora ya no volverá a negar que usted escondió a su hijo.

—Bueno, no podía hacer otra cosa, era mi hijo, no lo negaré. Pueden acusarme de eso.

—Podemos acusarlo de algunas cosas más. Usted sabía que su hijo era el violador que andábamos buscando.

—No.

—Emilio así lo afirma.

—Se lo imaginará. ¿Qué puede saber él?, ni siquiera lo vio. Además si ha dicho eso ¿por qué no figura en su declaración?

—Oiga, es infantil, ¿por qué pensaba que su hijo estaba siendo perseguido, por haberse saltado un semáforo?

Tenía las respuestas bien preparadas, en ningún momento se mostraba nervioso.

—Usted sabe que soy dueño de un bar. Allí van muchos chicos, hablo con ellos, los conozco bien. Los chicos de hoy en día tienen muchos problemas, a veces patinazos con la justicia, por consumo de drogas, por cualquier cosa. Mi hijo se presentó y me dijo que tenía un problema, no le pregunté cuál.

Me levanté, di unas zancadas por la habitación.

—Es increíble, Jardiel. Me parece lógico que no tenga ganas de cargar con una acusación de encubrimiento, pero lo más acojonante es que no haga nada por ayudar a descubrir quién se cargó a Juan.

—Juan está muerto.

—Ésa es una gran verdad, una verdad casi tan grande como que usted es el violador y asesinó a su propio hijo.

De reojo vi que Garzón hacía un ademán casi imperceptible de sorpresa.

Jardiel se llevó las manos a la cabeza con aire de burla.

—Sí, y también maté a Kennedy.

Era necesario hacer uso de toda mi teatralidad. Sonreí cínicamente:

—Ríase cuanto quiera, cuanto más mejor. Para que su disfrute sea completo le voy a contar por fin toda la acusación que el juez está fraguando contra usted. ¿Preparado?

Levantó mucho las cejas para que cualquier expresión de su rostro quedara anulada.

—Usted, Ricardo Jardiel, ha sido desde el principio el violador. Nadie duda que su personalidad es más fuerte que la de su hijo; probablemente ejerció en los últimos tiempos un enorme influjo sobre él. Su hijo Juan sabía que usted violaba a esas jóvenes y las marcaba, usted se lo contaba, y lo utilizaba. Le mandó a preparar el reloj especial con las púas, de modo que, llegado el caso, el relojero sólo pudiera reconocerlo a él. Pero su hijo empezó a ponerse nervioso cuando vio que el círculo de sospechas se cerraba en torno a él. Fue a pedirle protección y usted lo escondió en el almacén de las bebidas. Naturalmente aquel no era un plan que pudiera durar, de modo que le prometió a su hijo una fuerte cantidad de dinero para sacarlo clandestinamente del país. Una cantidad de la que, por desgracia, usted no dispone ni dispondrá jamás, así que hizo lo único que podía hacer para quitárselo de en medio: lo mató. Después, ha vuelto a violar porque, naturalmente, es usted un enfermo, Jardiel, un loco que no merecería más que compasión si no fuera porque es tan peligroso.

Garzón me observaba admirado por la resurrección repentina de su teoría aplicada al interfecto. La cara de Jardiel había ido poniéndose blanca; sin embargo, a pesar de haber sufrido esa primera conmoción, dijo aparentando tranquilidad:

—Usted puede inventarse las historias que le dé la gana, pero cuando mataron a Juan yo estaba sirviendo cervezas. A ver cómo piensa probar sus fantasías.

—Su hijo Emilio ha declarado que usted se sentía orgulloso hablando sobre las violaciones de Juan. Eso le ha interesado al juez. También ha declarado que usted iba a pagarle la huida al extranjero. Es como si se hubiera encargado a conciencia de hacerlo testigo de evidencias falsas. Ha vuelto a interesarle al juez. Las piezas casan perfectamente. Sobre todo porque su hijo Emilio ha acabado declarando que usted se quedó tan fresco al enterarse de que habían asesinado a Juan. Y no queda ahí la cosa, lo último que ha dicho es que el reloj con el que las chicas eran marcadas está en su poder.

—No he leído ninguna de esas cosas en su declaración.

—Hay una segunda declaración. Tampoco en la que ha leído figuran datos como que usted alentaba a su hijo en sus presuntas fechorías, o que lo escondía en el almacén de las bebidas o que pensaba facilitarle la huida, y sin embargo, ya ve cómo yo he llegado a saberlas.

Ahora sí estaba tocado, mi florete había llegado a su cuerpo. Veríamos hasta qué punto era profunda la herida.

—Piénselo bien, Jardiel, las cosas están muy graves. Mañana volverán a traerlo a comisaría, será nuestro último interrogatorio, el siguiente se lo hará el juez, bajo acusación formal. Piense lo que le conviene declarar antes de que sea tarde.

Me levanté, Garzón me siguió. Salimos al pasillo y tras dar cuatro pasos mi compañero no pudo contener su curiosidad.

—No entiendo nada, inspectora. ¿De verdad Emilio ha confesado que su padre tiene el reloj?

—No, no ha dicho tal cosa, pero pienso que Jardiel se lo ha tragado. Le di a Emilio una declaración incompleta para firmar, faltaban muchos datos de los que nos facilitó, pensé que en nuestro poder esos datos podían ser más útiles y elásticos, incluir alguna mentira que también pasara por verdad.

—Genial, inspectora, genial.

—No me halague, la teoría del violador fantasma la parió usted, yo sólo la he usado con otros fines.

—Me quito el sombrero.

—Pues póngaselo otra vez, si este tío recupera la serenidad que ha perdido un instante y piensa las cosas con detenimiento, mañana pedirá que le enseñemos la segunda declaración y entonces...

—Dios está con nosotros, Petra, no lo hará.

—Dios no anda en estos líos, Fermín, para manifestarse escogería asuntos de más relumbrón, se le aparecería a Ana Lozano mostrando el camino y ella le haría una entrevista en la tele.

A las cinco en punto estábamos en el despacho del comisario, García del Mazo ya había llegado. Era un individuo más o menos de mi edad, no muy alto, con un bigotito recortado al hilo de su fino labio superior. Estaba serio, petriforme y, si desde su cara emitía alguna señal de comunicación, reconozco que mis receptores no se hallaban preparados para recogerla. Se hicieron las presentaciones pertinentes, a las que Coronas intentó dar un sesgo cordial. Luego puso los puntos sobre las íes.

—No quiero hacer caer sobre sus hombros responsabilidades añadidas, pero ya saben que este caso está teniendo un seguimiento público excepcional, de modo que les insto a que intenten solucionarlo cuanto antes. Naturalmente, el mando entre los dos inspectores será conjunto. ¿Hay alguna pregunta?

Callamos los tres. En cuanto nos dejó solos García del Mazo intentó sonreír.

—Todos los jefes hablan igual, deben recibir cursillos de oratoria.

Intenté sonreír yo también.

—¿Ha leído los informes?

—Háblame de tú, me llamo Ramón.

Asentí.

—Y yo Petra.

Garzón guardó un silencio absoluto y mi nuevo compañero tampoco le preguntó.

—Los he leído. Si me permitís mi parecer, creo que están bien, sólo que se hallan poco tipificados, adolecen de una cierta dispersión. No habéis sido muy sistemáticos, ¿me equivoco?

—Me temo que estás en lo cierto, hemos ido a remolque de los acontecimientos, dando bastantes bandazos.

—Eso sucede muchas veces, no te preocupes demasiado.

Garzón se removió inquieto.

—Bueno, supongo que aún puede introducirse la ayuda del ordenador, los bancos de datos policiales de los que habéis hecho poco uso.

—Hay novedades de última hora que no se han reportado todavía, si quieres te informo.

Le conté toda la historia del interrogatorio a Ricardo Jardiel. Daba cabezadas afirmativas sin variar para nada la expresión de sus facciones. No parecía impresionado ni mi revelación tenía visos de ser crucial.

—Muy bien, sigue por ahí, aunque... el máximo rendimiento que puede derivarse de ese interrogatorio es que el padre afirme que Juan era el violador. Lo cual puede ser verdad o incluso no serlo. La pregunta es ¿quién lo mató?, porque es obvio que el asesino de ese chico es el violador posterior e incluso puede que el inicial, y, por supuesto, el asesino de Salomé.

Hablaba con seguridad, tan despacio que el interlocutor se veía impelido a creer en sus razonamientos, o al menos a seguir sus explicaciones como si contuvieran algo nuevo.

—Hay un punto que, a mi modo de ver, habéis dejado peligrosamente suelto.

El subinspector y yo nos miramos por el rabillo del ojo con aire culpable, cogidos en falta.

—Se trata de la muerte de Salomé. Nadie se ha ocupado de seguir los últimos movimientos de su vida, las posibles personas que conoció, los cambios que introdujo en sus costumbres.

Garzón intervino.

—Yo pasé por su casa y me dijeron que hacía lo mismo de siempre con los mismos horarios.

—No es suficiente, subinspector... —no le había incluido en los beneficios del tuteo—... ¿qué puede saber la familia de las andanzas de una chica joven? ¿No han pensado que es demasiada casualidad que se escogiera de nuevo a una misma víctima?, ¿qué significado tiene eso?, ¿sólo un reto burlesco hacia la policía? ¡No estamos en una serie televisiva!

Empezó a molestarme su tonillo profesoral, pero llevaba razón, por todos los demonios del averno, aquel tecnócrata de picha corta llevaba razón.

—No te preocupes, Petra, yo voy a investigar por esa vía, tú sigue con lo de Jardiel, y usted subinspector, introdúzcase por vía de ordenador en las listas de individuos con reincidencia en delitos.

—Acudir a las listas de sospechosos fue el primer paso que dimos, sin muchos resultados —se dio Garzón el gustazo de decir.

—Pero yo le hablo de tipos reincidentes, llamativamente reincidentes, me atrevería a decir. Esas listas de datos existen en la sección informática, de hecho el banco de datos de Barcelona es muy completo.

Garzón se puso serio.

—Lo haré, inspector, a sus órdenes.

Conocía su gélido estilo de obediencia oficial. Aquel tipo estaba repateándole las tripas.

García del Mazo consultó unas notas que llevaba en la mano.

—Vamos a ver... ¿qué me faltaba por decirles? ¡Ah, sí! —adoptó un timbre casual—... hay una cuestión de método con la que disiento también. Se trata de las relaciones con la prensa. ¡Señores, por favor, estamos en el siglo veinte, muy pronto el veintiuno! ¿Por qué negarse a cal y canto a hacer declaraciones? Eso no puede ser, se han creado en nuestro cuerpo departamentos especiales para las relaciones exteriores. Está absolutamente demostrado que los impedimentos hacia los periodistas no hacen más que dificultar nuestra labor. Es una cuestión muy sencilla de solucionar, se escoge un portavoz policial y se da una rueda de prensa de vez en cuando. Eso es todo. ¿Decir algo sustancial? No es necesario, sólo rasgos generales que aplaquen la curiosidad del público. Así se cuida nuestra imagen y se aborta la excesiva especulación.

Me miró sonriendo, comprensivo.

—Ya sé que no apruebas eso —añadió.

—Bueno, pero ahora ya somos dos en mando colegiado, así que si tienes las cosas tan claras será mejor que te encargues de hacerlo.

—Si no te importa lo haré, a no ser que prefieras encargarte tú.

—Adelante, creo que te mueves por los departamentos con más soltura que yo.

Hizo un gesto unificador con las manos.

—En cuanto a métodos, me parece conveniente que hagamos dos reuniones al día: una por la mañana y otra por la noche.

Saltó Garzón:

—¿Dos reuniones?, ¿con qué fin?

—La reunión es un fin en sí misma, una herramienta de trabajo, una base para el intercambio de ideas, de hipótesis.

—¿Y si no tenemos nada que intercambiar?

—Le contaré que en Estados Unidos, subinspector, se hizo la experiencia de meter a todos los directivos de una empresa durante un año dos horas diarias en una habitación. No había motivo justificado, ni orden del día, ni temas concretos que tratar y, lo que es más curioso, nadie lideraba el encuentro. Y, ¿saben qué ocurrió? Al cabo de ese período de tiempo la empresa había incrementado las ventas en un cuarenta por ciento, la organización interna se había optimizado y todos los elementos potenciables de entre los empleados habían conseguido más responsabilidad. ¿Qué le parece? Por supuesto parece ser que hubo días en los que aquellos hombres estaban callados durante minutos enteros, cercanos a desesperarse, sin saber qué hacer; pero al final, siempre se encontraba un cabo del que tirar; por él se llegaba a la madeja.

—Jugarían a los chinos —dijo Garzón.

García del Mazo esbozó una sonrisa indulgente.

—Quizá.

Se despidió con la afabilidad justa que correspondía a la ocasión y salió por la puerta, pimpante. Llevaba un traje bien cortado, azul oscuro, una corbata estampada de minúsculos estribos de montar.

—¡Vaya pájaro! —exclamó Garzón—. Un moderno y eficaz, a ésos me los conozco como si los hubiera parido.

—Hará carrera. ¿Tomamos una cerveza, Fermín?

Cruzamos la calle en silencio. Mi compañero estaba aparejando la cuadriga de demonios que iba a llevárselo a toda carrera. Yo esperaba filosóficamente verlo convertido en auriga, pasar junto a mí a más castaña que el carro de Ben-Hur. No se hizo esperar.

—Se ha bajado usted los pantalones, ¿no, Petra?

—¿Eso le ha parecido?

—Puede estar bien segura. Tanto mando colegiado y tanta hostia, tanta reivindicación feminista y el copón y ahora resulta que a todo le dice que sí.

—Había cosas en las que llevaba razón.

—¿En lo de la prensa también?

—No sé de qué se queja, usted siempre ha opinado lo mismo que él afirma.

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