Read Riña de Gatos. Madrid 1936 Online
Authors: Eduardo Mendoza
Tags: #GusiX, Novela, Histórico, Intriga
Aún se habría descorazonado más el apuesto marqués de Estella de haber sabido que, mientras sus empeños se estrellaban contra la opacidad de Franco, la mujer que amaba y por la que se creía amado describía a su hermana el torbellino de pasiones de su agitado corazón en términos muy poco favorables para él.
—No me cabe duda de que Dios me ha castigado. Creyendo cometer el pecado de la carne, incurrí en el pecado de la manipulación ajena. Quise servirme de un hombre para mis indignos fines y Dios se sirvió de él para humillarme. Me he enamorado de Anthony y nunca podré ser suya.
—¿Por qué no? —preguntó Lilí con un hilo de voz.
Paquita había pasado la noche reflexionando sobre el particular y pudo rendir un informe detallado.
—Ante todo, él es inglés. Le gusta mucho España, es verdad, y sin duda no le importaría quedarse a vivir en Madrid. Pero nadie haría tal cosa en vísperas de la revolución bolchevique. Y si yo me fuera con él a Londres, papá me desheredaría.
—¡Paquita, te desconozco! Ayer estabas dispuesta a unir tu destino al de José Antonio, con todos los peligros y amarguras que eso implica, y hoy te arredra la idea de vivir del sueldo de un profesor —dijo Lilí con un deje de sorna que por fortuna su hermana no captó.
Paquita bajó la cabeza y se restañó una lágrima que le resbalaba por la mejilla.
—¡Ay, Lilí, si sólo fuera el dinero! Pero se trata de algo más complicado y, ante todo, de una cuestión de honor. Para empezar, él ni siquiera sospecha la verdadera naturaleza de mis sentimientos. Para vencer su resistencia, fingí ser una mujer de costumbres livianas. Ahora debe de pensar que lo que hice con él lo hago con el primero que se cruza en mi camino. ¿Y cómo convencerle de lo contrario, después de lo ocurrido entre nosotros? En segundo lugar, a estas alturas no puedo abandonar a José Antonio. Aunque nuestro amor sea imposible, él cuenta conmigo; saber que le quiero le sirve de sostén moral en los momentos de angustia o de flaqueza, en medio de tanto odio como despiertan su persona y sus ideas. Si ahora lo abandono, ¿qué consuelo le queda? Eso sin contar con que nuestra relación es un secreto a voces; si empieza a correr la especie de que le he puesto los cuernos con un extranjero, que encima parece un pasmarote… ¡Ay, Lilí, no quiero imaginar el uso que haría la prensa de la noticia! No, no, le he dado muchas vueltas y no hay otra salida: se impone el sacrificio. Haré como si no hubiera ocurrido nada. De lo que te acabo de contar, no diré una palabra, ni a Anthony ni a José Antonio ni a nadie: será un secreto entre tú y yo. Porque tú no me traicionarás, ¿verdad, Lilí?
—Por Dios, Paquita, ¡cómo puedes dudarlo! —respondió Lilí. Y al cabo de un rato, cambiando de tono, añadió—: Pero a cambio de mi silencio, revélame un secreto que me tiene muy intrigada.
—Tú dirás.
—¿Quién es en realidad Anthony Whitelands y qué ha venido a hacer a Madrid y más concretamente a nuestra casa?
Incapaz de negarse a satisfacer el razonable deseo de su hermana, Paquita le reveló la existencia del cuadro de Velázquez oculto en el sótano, la decisión de venderlo en el extranjero por mediación de Pedro Teacher y Anthony Whitelands y las distintas vicisitudes de la operación. Lilí escuchó la explicación sin hacer ningún comentario y finalmente exclamó:
—¿A eso se reduce el gran misterio? ¿Un cuadro de Velázquez? ¡Vaya decepción! Paquita sonrió y repuso:
—A ti te puede parecer poca cosa, y yo, si he de serte sincera, estoy de acuerdo contigo. Pero ese cuadro, aparte de valer una fortuna, tiene una importancia extraordinaria para entender la vida y la obra del pintor más grande de todos los tiempos. Al menos, eso dice nuestro querido amigo el profesor Whitelands. Para él no hay nada más preciado en el mundo, ni siquiera yo. Cuando habla del cuadro, se olvida de todo y se transforma en un ser maravilloso, como si el propio Velázquez se encarnara en él. O quizá yo lo veo así, con ojos de enamorada. A decir verdad, me da pena que no pueda ver realizado el sueño de su vida: atribuirse el descubrimiento de una obra maestra como la que está escondida a pocos metros de aquí.
Lilí se levantó del banco y agitó los brazos en señal de vehemente agitación.
—¿Pena? ¡Paquita, ese hombre te ha robado el honor y ha arruinado tu vida! En vez de sentir pena por los tropiezos de su carrera profesional, deberías estar pensando en la forma de matarlo.
En medio de su agonía, Paquita no pudo reprimir una sonora carcajada.
—¡Lilí, qué ocurrencias tienes! ¡Eres una criaturita adorable!
Luego se puso repentinamente seria y agregó:
—Más bien deberíamos ocuparnos de lo contrario. La pobre mujer que has visto conmigo hace un rato venía justamente a prevenirme de que los marxistas están tramando dar muerte a Anthony. No me ha dicho el motivo, pero sí la hora y el lugar aproximado. Primero pensé que se trataba de una historia de novela barata, pero acabé convencida de que me decía la verdad. Por lo visto, ella era la encargada de conducirlo con engaños hasta donde le esperan sus verdugos, pero en el último momento no se vio capaz de hacer algo tan canallesco. Según he podido deducir, Anthony y ella también han tenido un asuntillo. Nada serio.
—¿Y qué vas a hacer? —preguntó Lilí con impaciencia.
—La verdad, no lo sé. Estaba pensando en eso cuando nos hemos encontrado. Luego, hablando de otras cosas, se me ha ido el santo al cielo. Mi primera idea era ir a la policía, como es lógico, pero esa mujer me lo prohibió taxativamente; por su propia seguridad y quizá también por la del propio Anthony. Tal como están las cosas, es posible que la policía gubernamental, en vez de protegerle, encubra a los asesinos. Y si descartamos a la policía, sólo me viene a la mente una persona con recursos y agallas. Pero me falta valor para pedirle ese favor; tengo miedo de que si los dos se ponen en contacto, salga a relucir lo nuestro.
Lilí se había vuelto a sentar y miraba a su hermana fijamente, con la cabeza ladeada y la cara apoyada en la palma de la mano, como si tratara de identificar a la auténtica Paquita en la persona necia y aturdida que tenía delante. No puedo creer que el amor consista en esto, parecía estar pensando. Ella también había sentido su aguijón, pero la actitud de ella al respecto era muy distinta.
Los dramáticos acontecimientos que se produjeron en rápida sucesión a partir de aquel momento se debieron en buena parte a la intersección de los múltiples agentes implicados en el caso, en parte al ambiente de temor y violencia imperante en toda España y en parte, a una desafortunada conjunción de errores y coincidencias.
A eso de las seis de la tarde, Anthony Whitelands abandonó el hotel donde se alojaba para acudir a la cita con la persona que le había llamado, sin conocer la identidad de dicha persona ni saber el objeto de la cita. Semejante despreocupación por su parte podría calificarse de estupidez, si no la justificaran en cierta medida la confusión en que le habían sumido los recientes episodios sentimentales y de otro tipo, y el nerviosismo que le provocaba la inminente confrontación con José Antonio Primo de Rivera, a la que atribuía la máxima trascendencia.
Siguiendo el consejo del recepcionista, se dirigió por la calle Carretas a coger el metro en la estación situada en la Puerta del Sol. En cuanto puso el pie en la calle iniciaron el seguimiento dos agentes de paisano asignados a su vigilancia por el teniente coronel Marranón, con la orden terminante de no perderlo de vista ni un instante. Después de lo ocurrido al capitán Coscolluela, el teniente coronel había encomendado la misión a dos hombres, una medida a todas luces razonable, que en la práctica había de resultar fatal.
En la estación de Sol, Anthony se apeó para hacer transbordo. Como no dominaba la red de metros de Madrid, hubo de desandar varias veces los pasillos hasta dar con la línea y el andén adecuados. La céntrica estación estaba muy concurrida y en los bruscos cambios de dirección del inglés, y a pesar de su elevada estatura, los agentes le perdieron el rastro. Al cabo de un rato de alocada busca, creyeron haberlo recuperado, pero como era la primera vez que lo seguían y no estaban tan familiarizados con su aspecto externo como su predecesor, el capitán Coscolluela, se equivocaron de persona y estuvieron siguiendo a otro individuo sin reparar en la equivocación, porque cada uno confiaba en que el otro sabía lo que estaba haciendo. Para cuando un comentario casual puso de manifiesto el equívoco, ya había transcurrido más de media hora. Como era imposible recuperar el rastro perdido, optaron por regresar al hotel, informar desde allí a su superior y esperar a que reapareciera el inglés. El falso seguimiento les había llevado un poco lejos y, aunque tomaron un taxi, no llegaron a la puerta del hotel hasta las siete y diez, apenas unos minutos después de que lo hiciera Guillermo del Valle.
Guillermo del Valle había pasado la tarde en el Centro de la Falange, sito en el número 21 de la calle de Nicasio Gallego, con la esperanza de cruzarse con José Antonio y concertar una cita entre Anthony Whitelands y el Jefe Nacional, tal como aquél le había encomendado que hiciera. La reunión del Consejo Nacional estaba prevista para las siete y Guillermo confiaba en que José Antonio llegaría al Centro con antelación, pero no fue así. A eso de las seis y media, Guillermo del Valle oyó decir a Raimundo Fernández Cuesta que José Antonio le había telefoneado para informarle de que un asunto personal le retenía y que la reunión se aplazaba hasta nueva orden. En el curso de la llamada José Antonio comentó con su amigo y camarada que el aplazamiento carecía de importancia, puesto que la reunión había sido convocada para analizar los contenidos de la entrevista celebrada aquella misma mañana entre el Jefe y el general Franco, y estos contenidos, por desgracia, no dejaban resquicio a cualquier acuerdo de colaboración entre la Falange y el Ejército. De resultas de ello era preciso reexaminar la política general del partido y una cosa así no se podía hacer sin una concienzuda preparación. La reunión del Consejo Nacional podía esperar. En ningún momento de la conversación telefónica José Antonio dijo desde dónde llamaba ni qué clase de asunto personal le retenía.
Enterado de la cancelación y como había quedado en comunicar a Anthony el resultado de sus gestiones, Guillermo del Valle llamó por teléfono desde el Centro al hotel. El recepcionista le dijo que el señor Whitelands se había ausentado. Guillermo del Valle no estimó prudente hacer partícipe al recepcionista del propósito de la llamada y decidió pasar personalmente por el hotel, camino de su casa. Al salir del Centro era de noche y soplaba un viento frío; el hotel quedaba demasiado lejos para hacer el trayecto a pie. Estaba en la acera ponderando la conveniencia de tomar un taxi o utilizar un transporte público, cuando salieron del Centro dos camaradas, vestidos con la camisa azul mahón y los distintivos de la Falange bordados en rojo, y le preguntaron qué estaba haciendo allí. Enterados de la situación, uno de los camaradas, que disponía de un automóvil, se ofreció a acompañar a Guillermo hasta el hotel. Éste aceptó encantado y el otro camarada se sumó a la expedición. Estacionaron el vehículo en la calle de Espoz y Mina y los tres juntos entraron en el hotel, para sobresalto del recepcionista. Como Anthony no había regresado, Guillermo del Valle escribió una breve nota comunicándole el aplazamiento de la reunión del Consejo y. por consiguiente, de la entrevista, guardó la nota en un sobre, lo cerró y se lo entregó al recepcionista, hecho lo cual, los tres camaradas salieron alegremente a la plaza en el momento en que llegaban al hotel los dos agentes de policía destinados al seguimiento del inglés, después de haberlo perdido en la estación de Sol. Como estaban nerviosos por las previsibles consecuencias de su torpeza, el brusco encuentro con tres jóvenes falangistas les pilló desprevenidos. Creyeron haber caído en una encerrona e instintivamente sacaron las pistolas para repeler el ataque. Sorprendidos por aquel gesto inesperado por parte de dos individuos de paisano, los camaradas de Guillermo echaron mano de sus armas y los cuatro abrieron fuego al mismo tiempo. Más preocupados por no ser alcanzados que por hacer blanco, nadie apuntó y los disparos se perdieron en el aire. A continuación, los dos camaradas de Guillermo se dieron a la fuga, porque los falangistas tenían orden de rehuir en lo posible los enfrentamientos callejeros para evitar víctimas y represalias políticamente improductivas.
Guillermo del Valle no tenía experiencia en este tipo de escaramuzas. No le faltaba valor, pero sí capacidad de reacción y sangre fría. Mientras los otros disparaban, él se había quedado petrificado. Para cuando se recuperó de su estupor y empuñó su propia pistola, estaba solo frente a dos policías armados. Viéndose encañonados, éstos volvieron a disparar sin darle tiempo a apretar el gatillo. Su cuerpo quedó tendido en la acera con varios impactos de bala, uno de los cuales, después de atravesarle el tórax, había roto un cristal de la puerta giratoria del hotel.
Ajeno a este terrible incidente, del que había sido causa indirecta, Anthony Whitelands salió del metro y después de andar un poco se encontró en la explanada del mercado de pescado situado en las inmediaciones de la Puerta de Toledo. A aquella hora toda actividad había concluido y en la explanada, gatos y ratas se disputaban pestilentes residuos a la escasa luz de los reverberos. En el aire glacial de la noche, que el hedor proveniente del pescado y el marisco podridos hacía irrespirable, zumbaban enjambres de moscas. Anthony buscaba inútilmente en aquel dantesco yermo alguna persona que pudiera indicarle cómo encontrar la calle de la Arganzuela. En un extremo de la explanada había una batería de camiones. Hundiendo los zapatos en las roderas encharcadas, Anthony fue hasta allí con la esperanza de encontrar algún camionero dormido en la cabina, pero todas estaban vacías, cosa comprensible en vista del tufo nauseabundo que desprendían los camiones.
Finalmente encontró el lugar que buscaba por el fatigoso y desagradable método de callejear por la zona. Cuando finalmente llegó a la esquina de la calle de la Arganzuela con el callejón del Mellizo, ya eran las siete y ocho minutos.
Durante la búsqueda, le asaltó la sospecha de que todo aquello era bastante raro. Hasta entonces había actuado con la tranquilidad de saber que el autor de la cita, según le había dicho el recepcionista, era un inglés: nada malo podía venir de un compatriota. Ahora, sin embargo, se preguntaba qué clase de inglés habría elegido como punto de encuentro aquel paraje abandonado y siniestro, salvo que fuera para sustraerse a las pesquisas de la policía local.