Riña de Gatos. Madrid 1936 (40 page)

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Authors: Eduardo Mendoza

Tags: #GusiX, Novela, Histórico, Intriga

BOOK: Riña de Gatos. Madrid 1936
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Acompañó a la Toñina y al bebé hasta la puerta lateral del jardín. Antes de salir, la Toñina quiso besarle la mano en señal de agradecimiento, pero Paquita retiró bruscamente la suya y aceleró los trámites de la despedida. Luego cerró la puerta y se puso a dar vueltas entre los arrayanes, tratando de resolver el enredo emocional, intelectual y práctico en que se encontraba. Poco podía sospechar que en aquel mismo instante el objeto de sus preocupaciones se encontraba a muy corta distancia del palacete.

En efecto, inmediatamente después de concluir la conversación con el duque de la Igualada, Anthony Whitelands salió a la calle, buscó un teléfono, llamó a la casa que acababa de abandonar y preguntó por el señorito Guillermo. Por fortuna éste no había salido, como tenía por costumbre. La víspera se había quedado trabajando hasta tarde y ahora, recién bañado, se disponía a desayunar. Cuando lo tuvo al aparato, Anthony se identificó y lo citó en la cafetería Michigan. El joven Guillermo no tardó en acudir. Mientras daba cuenta de un copioso desayuno, el inglés le preguntó si había averiguado algo nuevo acerca del presunto traidor en el seno de la Falange. Como no había novedad al respecto, Anthony volvió a preguntar si todavía creía buena idea que él hablara con José Antonio sobre el particular. Guillermo asintió vivamente. Anthony le encargó mediar en el encuentro.

—Busca un sitio discreto, a la hora que a él le convenga, y comunícamelo. Aunque iré desarmado, dile que puede traer sus pistolas, pero no a sus pistoleros. Hemos de vernos a solas.

Guillermo del Valle se dispuso a cumplir el encargo con prontitud, pero tropezó con más dificultades de las previstas. En el Centro de la calle de Nicasio Gallego, donde se personó hacia las dos de la tarde, no tenían noticia del Jefe. Había convocada una reunión del Consejo Nacional a las siete; hasta esa hora, nadie conocía el paradero de ningún consejero. Guillermo del Valle salió del Centro y pasó por el hotel donde se alojaba Anthony para informarle del resultado de su gestión. Como el recepcionista le dijera que el señor Whitelands había abandonado el hotel hacía un rato sin dejar dicho adónde iba, Guillermo del Valle dejó una nota en la que decía que volvería a pasar por el hotel en cuanto supiera algo, si bien veía improbable concertar el encuentro para aquel mismo día, como deseaba Anthony. Las reuniones del Consejo Nacional solían durar horas y al finalizar, sus miembros se iban a cenar y luego a beber y discutir a La ballena alegre hasta las tantas.

El retraso en los planes contrarió al inglés. Subió a la habitación esperando encontrar allí a la Toñina y su ausencia le irritó aún más. Incapaz de concentrarse en una tarea intelectual y sin saber cómo entretener sus horas, se tumbó en la cama y no tardó en quedarse profundamente dormido.

Ya era oscuro cuando abrió los ojos. Bajó a la recepción y preguntó si alguien le había dejado algún recado. El recepcionista respondió afirmativamente. Hacía una hora, poco más o menos, había llamado un señor y había rogado al recepcionista que le dijera de su parte al señor Whitelands que se reuniera con él a las ocho en punto en un lugar determinado. El señor en cuestión hablaba con acento inglés y había dado un nombre imposible de entender. Anthony supuso que se trataba de algún funcionario de la Embajada. Al mostrarle el recepcionista el lugar de la cita, escrito por éste al dictado, no lo reconoció.

—¿Está lejos la calle de la Arganzuela? —preguntó.

—Un poco —dijo el recepcionista—. Vale más que coja un taxi o el metro hasta la Puerta de Toledo. La calle de la Arganzuela queda por ahí.

Capítulo 37

La independencia de criterio, la capacidad de tomar una decisión sin miedo y mantenerla sin titubeos habían sido las características predominantes de su temperamento desde la cuna, y le habían granjeado la admiración de quienes la conocían y a veces el recelo de quienes la trataban. Si hubiera venido al mundo en el seno de una familia menos constreñida, sin duda habría recibido el influjo de la Institución Libre de Enseñanza, habría abrazado los principios del incipiente movimiento feminista español y habría pertenecido al Lyceum Club, como tantas mujeres de su tiempo. Cegadas estas vías de desarrollo personal, había puesto el ingente caudal de sus dotes personales al servicio de los suyos. La futilidad de este despilfarro no pasaba inadvertida a su inteligencia: a menudo se sentía agraviada y en varias ocasiones había acometido aventuras desmesuradas para liberar una presión que amenazaba su equilibrio mental. Era la mayor de cuatro hermanos, pero el ser mujer la excluía de los derechos y funciones inherentes a la primogenitura. Los ejercía en la práctica, porque su padre era consciente de sus méritos y se apoyaba en ella más que en sus hijos varones, pero este reconocimiento tácito por parte de alguien inmerso en la vetusta tradición patriarcal española era visto por todos como una debilidad, lo que derogaba el título que confería y en un solo acto cerraba las puertas que abría.

Así era la mujer que paseaba su agitación por los ordenados senderos del jardín de un palacete del Paseo de la Castellana un mediodía de marzo de 1936, buscando inútilmente una salida airosa a su dilema. Las cualidades mencionadas antes le habían desertado cuando más las necesitaba. Tan confundida estaba, que no oyó acercarse a otra persona con paso ligero y se sobresaltó al ser interpelada por una voz alegre y tierna.

—¿Qué te pasa, Paquita? Llevo rato observándote desde el balcón de mi cuarto y pareces de lo más nerviosa.

Paquita sintió un gran alivio al ver que quien la interrogaba era su hermana Lilí. Aunque la diferencia de edad en unas etapas de la vida marcadas por cambios rápidos y determinantes había impedido que floreciera entre ambas una verdadera amistad, a la corriente de cariño natural entre hermanas se sumaba en este caso una afinidad derivada tanto de las similitudes como de las diferencias en sus respectivas personalidades. Al igual que Paquita, Lilí poseía inteligencia, viveza e ingenio, pero su temperamento era más reflexivo, más pasivo y menos romántico. Paquita adoraba a Lilí, en parte porque se veía reflejada en muchos aspectos y en parte porque adivinaba en su hermana cualidades superiores a las propias: más capacidad intelectual para abordar las cuestiones fundamentales, mayor control de las emociones y una predisposición al altruismo de la que ella creía carecer. En estas condiciones, la irrupción de Lilí no podía ser más oportuna: tarde o temprano la barrera de la edad había de venirse abajo y aquél era el momento idóneo para la metamorfosis, ya que Paquita percibió que su hermana se había convertido repentinamente en una mujer con capacidad para comprender su zozobra.

—Ay, Lilí, me encuentro en una terrible disyuntiva —dijo Paquita. Y al expresar verbalmente su angustia ante un alma gemela, sus ojos se inundaron de lágrimas.

Lilí abrazó a su hermana. De sus ojos había desaparecido todo indicio de malquerencia y ahora brillaba en ellos un fulgor nuevo y extraño que Paquita, dominada por sus propios sufrimientos, no advirtió ni, de haberlo advertido, habría sabido interpretar.

—Ven —dijo Lilí—, sentémonos en aquel banco y cuéntame lo que te preocupa. No tengo mucha experiencia del mundo de los adultos, pero soy tu hermana, te conozco y te quiero más que a nadie y esto suplirá mi ignorancia.

Anduvieron abrazadas hasta un banco de hierro situado bajo una pérgola y alejado del que todavía conservaba huellas del paso reciente de un bebé indispuesto; se sentaron y Paquita abrió su corazón a Lilí, refiriéndole todo lo que en esencia el lector ya sabe: su amor por José Antonio y la decidida oposición del duque a permitir una unión que sabía de antemano sembrada de peligros y sinsabores y la noble aceptación de dicho mandato por parte de José Antonio, imbuido del papel que le tenía reservado la Historia y consciente de estar predestinado a una muerte heroica y prematura; si bien esta renuncia varonil venía sustentada en buena medida por el hecho de que él, además de ser un paladín de la patria y un aspirante a mártir, era un redomado putero. Por otra parte, aunque José Antonio era sensible a las justas demandas de la mujer moderna y no había tenido empacho en incorporar a su ideario una cumplida respuesta a la cuestión, su percepción del problema era sólo intelectual. En la práctica, jamás habría accedido a mantener una relación socialmente inadmisible con la mujer que amaba: era un revolucionario en muchos aspectos, pero también era defensor acérrimo del rancio catolicismo indisociable de la esencia de España. De este modo, a medida que Paquita veía transcurrir los días, los meses y los años, su resignación se transformaba en exasperación y la exasperación en abierta rebeldía. Cuando el azar introdujo en el estrecho círculo familiar a un extranjero bien parecido, discreto y destinado a desaparecer de sus vidas en breve y para siempre, Paquita concibió un proyecto alocado.

Al llegar a este punto de su narración, Lilí, que la escuchaba con la máxima atención, no pudo reprimir un hondo suspiro. Paquita lo tomó como una muestra de condolencia; sonrió tristemente, tomó entre sus manos las de su hermana y trató de aligerar sus temores infantiles. Contra todo pronóstico, le explicó, la experiencia no había sido terrible. El inglés se había comportado con una gentileza no exenta de fogosidad y con un entusiasmo verdaderamente contagioso. En fin de cuentas, la operación —y Paquita no pudo evitar enrojecer hasta la raíz del cabello al confesarlo—, lejos de ser dolorosa y vejatoria, había resultado bastante grata.

—Que Dios me perdone —exclamó—, y perdóname tú también, queridísima Lilí, por el mal ejemplo que te estoy dando. Tú eres todavía una niña y estas cosas ni siquiera han pasado por tu imaginación. Si te las cuento es porque estoy desesperada y no tengo a nadie más en quien confiar.

Perdida en sus recuerdos y abrumada por las consecuencias de sus actos, Paquita no se percató del cambio experimentado por su interlocutora: Lilí había retirado las manos, enderezado la espalda y vuelto ligeramente la cabeza mientras sus párpados entrecerrados ocultaban una mirada fría.

—Lo malo, sin embargo —prosiguió Paquita—, vino luego.

Consciente de haber cometido un pecado que le acarrearía la condenación eterna si le sobrevenía la muerte, había acudido al padre Rodrigo en busca de la absolución. La reacción del clérigo le hizo comprender que había cometido un acto abominable no sólo a los ojos de Dios, sino también a los ojos de los hombres. Demasiado tarde se dio cuenta de que no había perdón para ella y de que nunca sería capaz de dar cuenta a José Antonio de su incalificable conducta.

—Hace un instante ha venido a verme una pobre mujer del arroyo, cargada con el fruto de sus extravíos —añadió mirando de soslayo el banco donde el fruto de los extravíos había dejado su deleznable impronta—, y mientras hablaba con ella desde la altura de mi supuesta honorabilidad, me preguntaba qué diferencia había, mejor dicho, qué diferencia hay, entre esa mujerzuela y yo. Pero lo peor, queridísima Lilí, lo peor…

Aquí las palabras de Paquita se vieron interrumpidas por un sollozo, al que siguió un copioso llanto. En el ánimo de Lilí se libraba una lucha entre el impulso de abrazar a su hermana y dispensarle el consuelo de su cariño, y la secreta rivalidad por causa del inglés. Finalmente se quedó inmóvil y expectante. Paquita recuperó la serenidad al cabo de un rato e hizo un esfuerzo supremo por enfrentarse a una verdad que no tenía el valor de admitir y menos aún de formular. Como suele suceder a las almas nobles, guiadas por un ardiente deseo de perfección, sufría atrozmente al sentir el llamamiento humillante de la vulgaridad.

—Le amo —susurró—. Es absurdo y patético, pero me he enamorado de Anthony Whitelands.

Lilí cerró los ojos y mantuvo la compostura. Tras una pausa se aclaró la garganta y dijo:

—¿Y qué pasará ahora con José Antonio?

Al interesado, en aquel mismo momento, le tenía ocupado un asunto de más trascendencia.

Dos años atrás, Ramón Serrano Suñer, amigo íntimo y correligionario de José Antonio Primo de Rivera, se había casado con Zita Polo, una hermosa asturiana de buena familia, cuya hermana, Carmen, estaba casada a su vez con el general Francisco Franco. Decidido a agotar todos los recursos conducentes a una alianza con el Ejército que dejase a salvo la independencia por parte de los golpistas de acción de la Falange y asegurase la futura aceptación de su avanzado programa social, José Antonio había pedido la mediación de Serrano Suñer para conseguir una entrevista con Franco, a lo que éste había accedido con tanta prontitud como pesimismo en cuanto al resultado. Diez años más joven que Franco, alto, guapo, elegante, simpático y excelente bailarín, Serrano Suñer era la imagen inversa de su desaborido cuñado, pese a lo cual la relación entre ambos era excelente. Franco respetaba escrupulosamente los vínculos familiares y, en su caso particular, valoraba lo que éstos podían aportar, en términos de ascenso social, a un militar sin fortuna personal y con más méritos que lustre. No ignoraba la amistad ni la coincidencia de ideas entre Serrano Suñer y Primo de Rivera, pero los pasaba por alto, porque apreciaba la inteligencia y la habilidad política de aquél, cuya fidelidad a su persona podía resultar muy provechosa para ambos en un futuro próximo, y porque sabía de los valiosos contactos internacionales de su cuñado, en especial con el conde Ciano, mano derecha de Mussolini, y el acceso a estos aliados potenciales podía ser determinante a la hora de decidir sobre quién recaería el mando único de la sublevación. Porque a diferencia de otros conjurados, que daban por cumplido su deber con el restablecimiento del orden público, la salvaguarda de la unidad de España y la eventual restauración de la Monarquía, Franco sabía que el militar que encabezara el golpe acabaría rigiendo los destinos del país, con el Rey o sin el Rey, y este cometido no estaba dispuesto a cedérselo a Mola, ni a Sanjurjo, ni a Goded, ni a Fanjul, ni a ninguno de los borrachines que agitaban las plumas por los cuartos de banderas. Por estas razones accedió a reunirse con Primo de Rivera, aunque ello retrasara su regreso a Canarias, de donde faltaba en secreto, y a pesar de que no estuviera dispuesto a ceder en nada ante un individuo a quien tenía por un zascandil, y menos ante la Falange, a la que consideraba un estorbo a cuya eliminación habría que proceder tarde o temprano.

La entrevista tuvo lugar en casa de los padres de Serrano Suñer aquella misma mañana y resultó no sólo inoperante sino en extremo irritante para José Antonio. Pese a su aparente dominio de la situación y su brillante oratoria, José Antonio era tímido fuera del círculo de sus amigos; Franco, por el contrario, tenía un aplomo inconmovible, era paciente y taimado, y sabía cómo sacar partido a su innata morosidad, lo que le hacía ganar todas las disputas por tedio y agotamiento. En aquella ocasión, recibió a José Antonio con grandes muestras de simpatía, y antes de que éste pudiera exponer el motivo del encuentro, le dijo que en Canarias, donde el clima era benigno y los paisajes de gran belleza natural, pero el trabajo de un militar era escaso, se había dedicado intensamente al estudio de la lengua inglesa, y como sabía por su cuñado que José Antonio tenía un profundo conocimiento de esta lengua, no quería desaprovechar una oportunidad como aquélla para pedirle que le ayudara a salvar algunas dificultades propias de una lengua tan rica y tan distinta de la nuestra. Cortésmente, José Antonio hizo cuanto pudo por aclarar las dudas de su interlocutor y luego trató en vano de reconducir la conversación a los temas candentes que le habían llevado allí, pero Franco desviaba la cuestión hacia aspectos irrelevantes, respondía con evasivas e insistía en unir todas las oraciones con la partícula
nevertheless
, viniera o no a cuento. Desconcertado primero e irritado luego, José Antonio comprendió que el astuto general le estaba tomando el pelo. Después de varias horas de inútil forcejeo, el Jefe Nacional de la Falange y el general se despidieron con fría cortesía y no volvieron a verse nunca más.

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