—¿A mí?
Tras una breve pausa Jeffers añadió:
—La lección de hoy en realidad trata de la aquiescencia. De los
lemmings
. De observar atentamente cómo las personas se aferran a aquello que va a provocar su muerte. Notable. Recuerdo haber leído en alguna parte lo de ese fotógrafo de Florida. ¿Te acuerdas tú? Fue hace sólo un par de años. Se llamaba Wilder
[3]
, y supongo que eso debió de dar lugar a bastantes bromas en las redacciones de los periódicos de todo el país. Sea como sea, ese tipo secuestró a una chica en el grand prix de Miami. Luego a otra en Daytona, me parece. Hizo un viaje por todo el país, matando gente a su paso y empleando siempre la misma técnica: acude a un acontecimiento deportivo o a un centro comercial, saca la cámara y empieza a tomar fotos de las chicas. No tardando mucho ya tiene a alguna detrás de él, y lo siguiente que recuerdan ellas es que están dentro de su coche y… —Se volvió hacia Anne Hampton—. El resto rellénalo tú.
—Lo recuerdo —dijo ella.
—Pero ¿sabes qué era lo más fascinante de todo? —prosiguió Jeffers—. ¡Que todo el mundo lo sabía! El FBI, la policía local, los periódicos, las cadenas de televisión, ¡todo el mundo! La foto de Wilder circulaba por todas partes, en todas las portadas, en todas las gasolineras. Se describía su
modus operandi
, se discutía, se diseccionaba, se hacía de todo. ¡Estaba por todas partes! No se podía formar parte de la cultura popular y no estar enterado. No había una sola conversación durante la cena ni una charla en los baños del instituto para echar un pitillo entre clases en que las chicas no dijeran: «Si se te acerca un tipo con barba que quiere hacerte una foto, ¡no te metas con él en el coche!» Pero ¿sabes qué ocurrió?
—Que murió.
—No antes, sin embargo, de que se le metieran en el coche otra media docena de chicas, buscando que las mataran. Notable. ¿Sabes una cosa? Ni siquiera se tomó la molestia de afeitarse la barba, que era el rasgo que dominaba en todas las descripciones que aparecían en los periódicos. Ese sí que es un fenómeno que merece ser estudiado.
—Murió en el Nordeste, creo.
—Sí, en New Hampshire. Dentro de poco iremos allí.
—Le disparó un policía, y la última chica logró sobrevivir —insistió Anne Hampton.
—Fue estúpido y poco cuidadoso —replicó Jeffers en tono tajante.
«Pero la última chica sobrevivió», pensó ella.
Se acercaban a las gradas de la pista.
—No te separes de mí —ordenó Jeffers—. Y mantente atenta a la palabra mágica.
Funcionó.
Una vez dentro de la zona de las gradas, una borrosa mezcolanza de gente, máquinas, vivos colores y ruido incesante, Jeffers demostró ser un experto en acercarse a las bandas laterales. Maniobró por entre la multitud de espectadores y los mecánicos y conductores de los coches escogiendo mujeres jóvenes, solas o en parejas, y empezando por hacerles la foto desde lejos para después acercarse poco a poco hasta conseguir no sólo su atención, sino también que posaran para él. Anne Hampton se sentía casi superada por aquella avalancha de hombros erguidos, mejillas metidas para dentro, perfiles de costado y sonrisas perfectas que saludaban al objetivo de Douglas Jeffers. A éste lo oyó contar la misma historia repetidamente, una y otra vez, mientras ella repartía tarjetas de visita con un entusiasmo ciego que hería su dolido corazón.
Jeffers les decía a las jóvenes que trabajaba para
Playboy
y que iban a hacer un reportaje titulado «Las chicas de las carreras». Estaba tomando una serie de fotografías preliminares, explicaba. Él y otro par de fotógrafos fotografiaban chicas en circuitos de carreras de diversas ciudades, y luego los editores de Chicago examinaban las fotos y decidían dónde realizar el reportaje completo.
Anne Hampton y él tomaban el nombre y el teléfono de algunas chicas; ella lo hacía con dudas, muy afectada, sabiendo que aquello no era más que una parte de la mascarada general. El público vitoreaba a los coches y a sus conductores, pero con frecuencia el ruido proveniente de la pista era tan estridente que ahogaba los gritos de las gradas. Anne Hampton levantó la vista cuando un coche trucado en particular, uno inmenso y de color negro, perforó el aire con el rugido de su motor, para ver cómo los espectadores se ponían en pie para aclamarlo. Pero no pudo oír lo que decían, y de pronto le vino a la cabeza la imagen de una hilera de puestos de pescado en la feria, colocados sobre el hielo picado con los ojos y la boca abiertos, como si estuvieran animados, y las luces y los sonidos ocultando el hecho de que en realidad estaban muertos.
—Boswell —dijo la voz de Jeffers amortiguada por el ruido del coche circulando por la pista— dame otro rollo, haz el favor. Señoritas, ésta es mi ayudante, Anne Boswell. Saluda, Annie…
Ella inclinó la cabeza hacia una pareja de chicas jóvenes que probablemente tendrían su misma edad. Una de ellas era rubia, la otra morena, y ambas vestían unos tops muy ajustados y vaqueros azules recortados. No le parecieron especialmente guapas, la rubia tenía unos dientes que parecían haberle salido en la boca sin orden ni concierto, así que su sonrisa se veía ligeramente torcida, y la morena tenía una nariz demasiado respingona para ser mona de verdad, pues se le despegaba de la cara como si fuera una rampa de esquí. Anne Hampton se dijo que seguramente aquella chica tenía una madre que siempre le decía que era preciosa, de modo que ella sólo aspiraba a serlo y no se daba cuenta de que esa aspiración la llevaría a ser animadora en el instituto y luego a convertirse en una simple mujer casada con familia y vivir en una pequeña vivienda del área rural de Pensilvania o de Ohio, viendo la televisión por las noches y yendo todas las semanas al salón de belleza para mantener el palmito en la medida de lo posible tras los estragos causados por la maternidad. Trató de acordarse de su propia madre, que le hablaba en tono sereno pero entusiasta y le cepillaba el cabello con largas pasadas diciéndole lo preciosa que iba a ser cuando fuera mayor, lo cual, a los doce años, le parecía verdaderamente imposible. Recordó el gesto de consternación de su madre cuando regresó a casa después del primer semestre en la universidad con el pelo cortado a la altura del hombro.
«Siempre me he empeñado mucho en distanciarme», pensó Anne Hampton. Incluso cuando el cabello volvió a crecerle, algo había cambiado. Una pérdida de confianza. En sus recuerdos se coló una voz:
—… Debe de ser emocionante, ¿eh?
Era una de las chicas. La rubia.
—Perdona —contestó Anne Hampton—. No he oído lo que has dicho.
—Oh —repuso la joven agitando las manos—, sólo he dicho que supongo que ser la ayudante de un fotógrafo debe de ser emocionante. Es un trabajo especial de verdad. Yo trabajo en un banco, y eso no tiene nada de especial. ¿Cómo has conseguido este empleo?
Douglas Jeffers interrumpió:
—Oh, la escogí entre varios cientos de candidatas. Y hasta ahora lo está haciendo muy bien, ¿verdad, Annie?
Ella asintió.
—Vaya —dijo la joven—, pues seguro que es de lo más emocionante.
—Es diferente —replicó Anne Hampton.
La morena estaba examinando una de las cámaras de Jeffers. Anne Hampton reparó en que se había guardado la tarjeta de visita en el bolsillo delantero.
—Bueno —dijo—, supongo que salir en
Playboy
sería total. Quiero decir, me encantaría que saliera mi foto en esa revista, y a Vicki también. —Señaló con un gesto a la rubia—. ¡Y a mi novio le parecería alucinante! ¡Pero seguro que a mis padres les daría un ataque!
Anne Hampton vio que Jeffers sonreía.
—Bueno —respondió él—, como ya he explicado, estas fotos son sólo preliminares. Pero en ocasiones a las chicas guapas de verdad como vosotras las llaman para el reportaje…
—¿No hay alguna forma de que podamos, no sé, contribuir a que se fijen en nosotras? —preguntó Vicki, la rubia—. Quiero decir, a lo mejor usted podría hacernos unas cuantas fotos extra a Sandi y a mí.
Jeffers contempló fijamente a las dos jóvenes.
—Bueno —dijo—, no puedo garantizaros nada. A ver, poneos juntas un momento…
Extendió los brazos y después los cerró para dirigir a las chicas. Acto seguido levantó la cámara, y Anne Hampton oyó el avance del motor de la misma a medida que él sacaba una serie de fotos moviéndose alrededor de las chicas, agachándose y levantándose de nuevo, enmarcándolas ágilmente.
—… La verdad es que dais la imagen adecuada —les dijo—. Pero, veréis, están buscando algo más que una imagen, no sé si me explico…
—¡Oh! —profirieron las chicas al unísono.
Anne Hampton vio que las dos jóvenes juntaban las cabezas y soltaban una risita. «No estoy aquí —pensó de pronto—; esto no está sucediendo; no puede estar sucediendo.»
Y luego percibió de nuevo la voz de Jeffers.
—Mirad, lo más que puedo hacer, y no quiero que os hagáis ilusiones, es tomar unas cuantas fotos que sean, no sé, ligeramente más reveladoras, que puedan impresionar a los editores. Otras veces ha funcionado, pero por supuesto no existen garantías de nada.
Oyó que las dos chicas reían juntas otra vez y afirmaban con la cabeza.
—Sí, sí.
—En fin —siguió diciendo Jeffers con su tono de voz más alegre e inofensivo—, si os interesa de verdad, ¿por qué no nos vemos más tarde en mi coche, en el sector 13A, dentro de media hora? Os pido que no le digáis a nadie lo que os disponéis a hacer, porque les he dicho a todas esas otras chicas que no iba a hacer nada especial por ellas, y no quisiera que se corriera por ahí la voz de que os hago un favor a vosotras… —Las dos chicas se apresuraron a afirmar con la cabeza—. Así que si sabéis guardar un secreto, os escaqueáis de aquí y os reunís conmigo, y vemos qué se puede hacer. Boswell, dame el teleobjetivo, por favor.
—El teleobjetivo…
Jeffers miró a las dos jóvenes.
—Tengo que hacer un par de fotos en acción para que los editores se hagan una idea, ya sabéis a qué me refiero. Al fin y al cabo, quiero que elijan este lugar para el reportaje.
Las chicas asintieron nuevamente, Jeffers se despidió de ellas con un leve gesto de la mano y comenzó a abrirse paso entre el público. Anne Hampton se volvió y miró atrás una vez, y vio a las dos chicas charlando animadamente. Por un instante se sintió confusa: Jeffers les había indicado mal el sitio donde se encontraba el coche.
—¿Cómo van a hacer para encontrar el coche? —preguntó.
—No lo encontrarán. Irán a un punto situado a cincuenta metros de él.
—Pero…
—Venga, Boswell, utiliza el cerebro. Si se lo mencionan a alguien más, o si alguien las acompaña, yo, desde la posición en la que tengo el coche, tengo la posibilidad de salir sin armar jaleo. Y sin que me vea nadie. Pero —agregó— va a dar lo mismo. En realidad ésta es una precaución innecesaria, según mi experiencia. Esas dos están deseando hacerlo, no se lo van a decir a nadie y se escaquearán tal como se lo he pedido yo. Estarán allí puntuales, listas y deseosas, ¿no crees?
—Sí, creo que sí.
—Son
lemmings
—dijo Jeffers. Reflexionó unos instantes mientras empujaba por entre la masa de gente—. Boswell, ¿no te resulta contradictorio que en este país podamos tolerar por una parte la mojigatería religiosa más fundamental y más virtuosa, y que por otra lo más fácil del mundo sea convencer a alguien para que se quite la ropa? Observa.
Ella fue detrás de Jeffers mientras éste daba una sencilla vuelta a las instalaciones y hasta se detenía de vez en cuando a tomar una foto, y después se encaminaba de nuevo hacia el aparcamiento. Le vino a la memoria una noche, cuando estaba en el primer año de instituto. Ella y el chico con el que había quedado estacionaron el coche en una calle desierta. Todavía recordaba el tacto de aquellas manos torpes que le exploraban el cuerpo; la falta de astucia del muchacho y su excitación apenas reprimida fueron las cosas que la obligaron a ceder…, al menos en parte. No era un chico que le gustara demasiado, pero era lo que había, y además era una persona agradable y ella tenía muchas ganas de experimentar alguna de las cosas de las que siempre estaban hablando en clase, de modo que le permitió que la tocara y descubrió que los beneficios resultaban placenteros.
Cuando el chico intentó quitarle la ropa interior fue cuando ella tomó conciencia de la necesidad de parar, una exigencia moral, eso estaba claro, una necesidad que al recapacitar más tarde le pareció tonta. Recordó un momento de pavor cuando se resistió, y él la resistió a ella, y ella se dio cuenta de que él era mucho más fuerte. Todavía recordaba la súbita sensación de aquella fuerza que la atenazó y de la horrible impotencia que la embargó en aquellos instantes. Tembló al recordarlo. Aquello le había dejado una fuerte impresión, aquel instante de terror al saber que era débil y que podía ser forzada. Pero cuando, invadida por el pánico, exclamó un ahogado ¡No!, el chico respetó su petición y de repente relajó los músculos. Su gratitud no tuvo límites. Seis semanas después, ya mentalmente preparada, le permitió continuar. Fue algo doloroso un momento y exultante al momento siguiente, y descubrió que ese recuerdo le procuraba un extraño consuelo. Se preguntó dónde estaría ahora aquel chico; esperaba que fuera feliz.
Jeffers llegó al coche y abrió la portezuela.
—Vamos a meter eso aquí atrás —dijo.
—Vale.
Los recuerdos de Anne Hampton se evaporaron, y le entregó la bolsa del equipo fotográfico y el chaleco, que él guardó en el maletero.
—Sube al coche y espera —ordenó. Ella advirtió que su tono de voz había recuperado aquel timbre acerado.
Hizo tal como le decía. Su cerebro trabajaba a toda prisa, imaginándose a las dos chicas y lo que estaba a punto de suceder. Intentó cerrar la mente y expulsar aquellos pensamientos de su cabeza. «No puedo pensar en nada —se dijo a sí misma—. No ocurre nada a mi alrededor.» Permaneció sentada en el coche, con los ojos cerrados, procurando concentrarse en el ruido distante del circuito de carreras, dejando que aquellos sonidos la invadieran y excluyeran todo lo demás.
—¡Hola!
—¡Hola!
Levantó la cabeza abriendo los ojos rápidamente, y el sol la cegó.
—¿Pasamos al asiento de atrás?
—Si no os importa —dijo la voz de Jeffers—. Está un poco apretado, lo siento.
—Oh, no hay problema. Mi novio tiene un Firebird, que es bastante parecido, y he pasado mucho tiempo en el asiento de atrás… —Rieron las dos, Vicki y Sandi—. No me refería a eso —elijo Vicki—. De todas formas, ¡va a alucinar de verdad!