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Authors: Dylan Thomas

Tags: #Cuento, Relato

Retrato del artista cachorro (15 page)

BOOK: Retrato del artista cachorro
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El salón trasero de
Las Tres Lámparas
estaba lleno de hombres maduros. Mr. Farr no había llegado. Me apoyé en el bar, entre un concejal y un procurador que bebían
bitter
; hubiera deseado que me viera mi padre, y por otro lado me alegraba de que estuviera en Aberavon, visitando a Tío A. No podía dejar de advertir él que yo no era ya un niño, ni de enojarse ante el ángulo de mi cigarrillo y mi sombrero y la amenaza del medio litro que empuñaba. Me gustaba el sabor de la cerveza, su espuma blanca, viviente, los bronces brillantes de sus profundidades, el mundo que se descubría de pronto a través de las paredes de vidrio oscuro, el apurado inclinar hacia los labios, el lento tragar hasta la panza rebosante, la sal en la lengua, la espuma en los labios.

—Otra, señorita —era una mujer madura—. ¿Una para usted?

—No mientras trabajo; con todos igual.

—Está bien.

¿Era ésa una invitación para beber con ella después, para esperarla en la puerta trasera hasta que se deslizara y para caminar luego por la noche, a lo largo de la costanera, por la playa, hasta una blanda duna donde las parejas yacían haciéndose el amor bajo los abrigos y mirando el faro de Mumbles? Era gorda y fea; tenía el cabello castaño y jaspeado de gris, encerrado en una redecilla. Me dio el cambio como una madre que entrega unos peniques al hijo para que vaya al cine; pensé que no saldría con ella ni por pasteles.

Mr. Farr avanzó rápidamente por High Street, rechazando salvajemente cordones para zapatos y fósforos, apartando la mirada de la gente andrajosa. Sabía que los pobres, los enfermos, los feos, los que nadie quiere, lo rodeaban tan de cerca, que una mirada de saludo, un gesto de simpatía, lo perdería entre ellos, y la noche se arruinaría para siempre.

—¿Así que bebedor de cerveza? —dijo, a mi lado.

—Buenas noches, Mr. Farr. Sólo de vez en cuando, para variar. ¿Qué toma usted? Mala noche —dije.

A salvo en una casa próspera, fuera de la lluvia y de las calles desconcertantes, donde no podían tocarlo ni la pobreza ni el pasado, se quitó lentamente los anteojos en aquella compañía de hombres de negocios y profesionales, y los alzó a la luz.

—Va a ser peor —comentó—. Espere a que estemos en el
Fishgnard
. ¡A su salud! Allá podrá ver marineros tejiendo en el bar. Y las viejas pescadoras del
Jersey
. Para respirar aire fresco hay que ir al baño.

Mr. Evans, el productor, entró rápidamente por una puerta lateral oculta por cortinas, pidió su copa con un susurro, la escondió bajo su abrigo y la bebió en secreto.

—Lo mismo —dijo Mr. Farr—, y la mitad para Su Alteza.

El bar era de excesiva categoría para tener aspecto de Navidad. Un letrero decía: «No se admiten damas».

Abandonamos a Mr. Evans tragando alcohol dentro de su tienda.

Los niños gritaban en Coat Street, y uno me tiró de la manga, gritando:

—¡Un penique!

Mujeres corpulentas con gorras de hombre cerraban los zaguanes; una muchacha pintarrajeada nos guiñó en la esquina del artefacto de hierro verde, frente al
Carlton Hotel
. Nos metimos en la música; el bar estaba adornado con cintas y globos; un tenor tuberculoso se aferraba al piano; detrás del mostrador, la bonita moza de Leslie Bird gorjeaba frente a un grupo de muchachos que se echaban sobre ella y le pedían que les mostrara las ligas y la invitaban a tomar vasos de ginebra con limón, y a solitarios paseos de medianoche o húmedas aventuras en el cine. Mr. Farr hizo una mueca de desdén, mientras yo observaba envidiosamente la escena, notando cómo le gustaba todo aquello a la muchacha, cómo palmoteaba alegremente, cómo se retorcía, orgullosa de su belleza y de su alegría, cuando retrocedía para manipular la bomba de cerveza.

—Gente del valle. Esta noche habrá vómitos —dijo Mr. Farr complacido.

Otros jóvenes, de cabello aplastado, pálidos, sólidos, con pómulos salientes y ojos profundos, corbatas chillonas, chalecos cruzados y pantalones anchos, las anchas manos arruinadas y cubiertas de cicatrices, todos evidentemente medio borrachos, se habían reunido a cantar junto al piano, y el tenor del pecho aplastado dirigía el coro con voz clara. ¡Oh, poder unirse a aquel juego sugestivo, o al tambaleante coro, gritar
Pan del Cielo
con los hombros echados atrás y los brazos enlazados en los de Moscú Chico, o que me dijeran «atrevido» y «rico tipo» mientras bromeaba junto al mostrador, haciendo esa especie de amor sucio e inocente que terminaría en nada entre la cerveza derramada y las pilas de vasos!

—Alejémonos de estos malditos ruiseñores —dijo Mr. Farr.

—Demasiado bochinche —comenté.

—Vamos a alguna parte.

Nos deslizamos por los callejones del Strand, junto a las paredes del depósito de cadáveres; atravesamos un camino iluminado por gas, donde niños invisibles lloraban a la vez, y llegamos a la puerta del
Fishguard
en momentos en que un hombre, envuelto en una bufanda, como míster Evans, salía furtivamente con una botella —o quizás una cachiporra— en la mano enguantada. El bar estaba vacío. Detrás del mostrador se hallaba sentado un viejo de manos temblorosas que miraba fijamente su tosco reloj.

—Feliz Navidad, padre.

—Buenas noches, Mr. F.

—Una gota de ron, padre.

Una botella roja se sacudió encima de dos vasos.

—Veneno muy especial, hijo.

—Esto le hará saltar los ojos —me dijo míster Farr.

Mi cabeza de hierro se irguió alta y firme; no había ron de marineros que pudiera pudrir la roca de mi panza. Pobre Leslie Bird, sorbedor de oporto; pobre pequeño Gil Morris, que los sábados por la noche marcaba su disipación bajo los ojos con un lápiz de plomo. Cómo me hubiera gustado que me vieran allí, en el salón oscuro y ahogado, con fotografías de boxeadores despegándose de las paredes.

—Más veneno, padre —dije.

—¿Dónde están los amigos esta noche? ¿En el
Riviera
?

—Están en el salón, Mr. F. Hay una reunión por la hija de Mrs. Prothero.

En el salón trasero, bajo una familia real roída por la humedad, había varias mujeres vestidas de negro, sentadas en fila sobre un banco duro, riendo y llorando a la vez, los pequeños vasos alineados junto a las botellas de cerveza. En un banco opuesto, dos hombres bebían como conocedores, observando la emoción de las mujeres. Y en la única silla, en el centro de la habitación, la vieja, con la cofia atada bajo la papada, un boa de plumas y zapatillas de gimnasia, reía y lloraba más fuerte que el resto. Nos sentamos en el banco de los hombres. Uno de los dos se tocó la gorra con una mano dolorida.

—¿Por qué la reunión, Jack? —preguntó míster Farr—. Le presento a mi colega, Mr. Thomas; éste es Jack Stiff, el sereno del depósito.

Jack Stiff habló por un lado de la boca:

—Es por Mrs. Prothero. La llamamos la Vieja Garbo porque no se parece a ella, ¿comprende? Hace cerca de una hora recibió un mensaje del hospital. Mrs. Harris Winifred lo trajo; su segunda hija ha muerto al tener descendencia.

—La nenita también —dijo el hombre que estaba a su lado.

—De modo que todas las viejas vinieron a ofrecer su pésame, e hicieron una buena colecta, y ahora está comenzando a bebérsela y convidando a todo el mundo. Ya nos hemos tomado un par de medios litros a costa de ella.

—¡Qué vergüenza!

En el caluroso salón el ron ardía, y pateaba; pero tenía la cabeza firme como una colina, y podía escribir doce libros antes del amanecer y echar a rodar a la moza del
Carlton
por toda la playa, como un barril.

—¡Bebida para la tropa!

Ante el nuevo auditorio, las mujeres lloraron más fuerte, palmeando las rodillas y las manos de Mrs. Prothero, arreglándose la cofia, alabando a su hija muerta.

—¿Qué va a tomar, Mrs. Prothero querida?

—No; tome conmigo, querida. Lo mejor de la casa.

—Bueno; una cerveza no me vendría mal.

—Con un poquito de algo dentro, querida.

—Bueno; que así sea, por Margie.

—Piense si ella estuviera aquí, querida, cantando
Entre las ruinas
o
Botones y moños
… Tenía voz de señora.

—Oh, por favor; no, Mrs. Harris…

—Vamos; bueno… Estamos tratando de darle ánimo. La pena mató al gato, Mrs. Prothero. Vamos a cantar juntas, querida.

La pálida luna subía sobre la montaña gris,

el sol declinaba bajo el mar azul,

cuando me acerqué con mi amor hasta la

[clara fuente de cristal

cantó Mrs. Prothero.

—Era la canción favorita de su hija —dijo el amigo de Jack Stiff.

Mr. Farr me golpeó en el hombro; su mano cayó lentamente desde una gran altura, y su delgada voz de pájaro me habló desde un círculo de zumbidos que revoloteaba cerca del techo.

—Una gota de aire libre, para usted y para mí.

Paraguas y cofias, zapatillas, botellas y el rey del moho, el enterrador cantor, la
Rosa de Tralee
; todos se entremezclaban en la sala. Dos hombrecitos, Mr. Farr y su hermano mellizo, me condujeron hasta la puerta a través de una pista de hielo, y el aire me derribó de una bofetada. La noche se produjo de golpe. Una pared se derrumbó volteándome los pies; el hermano de Mr. Farr desapareció bajo el empedrado. Ahí viene otra pared, como un búfalo; «esquívala, hijo. Sírvase una gota de ajenjo, sírvase una gota de
brandy
, Fernet Branca, Polly, ¡oh, el tesoro de su mamita! Sírvase un pelo de perro».

—¿Se siente mejor ahora?

Me senté en una silla de felpa que antes no había visto, sorbiendo un cóctel y gozando de una discusión entre Ted Williams y Mr. Farr. Mr. Farr decía severamente:

—Usted vino a ver los marineros.

—No; nada de eso —dijo Ted—. Vine por el color local.

Los carteles en las paredes decían:
El Lord Jersey. Propi. Titch Thomas. Se prohíben apuestas. ¡Se prohíbe jurar «maldito sea»! El señor puede servirse; usted no. No se admiten damas, excepto damas
.

—Es un boliche raro —dije—. ¿Vio los carteles?

—¿Está bien ahora?

—Fresquito.

—Ahí tiene una linda chica. Observe cómo lo mira.

—¡Pero no tiene nariz!

En un santiamén, mi bebida se había transformado en cerveza. Golpeó un martillo.

—¡Orden, orden!

Al ruido el presidente del tribunal, sin cuello y con un cigarro, citó a Mr. Jenkins para que cantara
El Lirio de Laguna
.

—A petición —dijo Mr. Jenkins.

—¡Orden, orden! Katie Sebastopol Street. ¿Qué es, Katie?

Katie cantó el himno nacional.

Mr. Fred Jones, como de costumbre, contribuirá con su canción pornográfica habitual.

Una quebrada voz de barítono echó a perder el coro; la reconocí como mía, y la ahogué.

Una muchacha del Ejército de Salvación esquivó los brazos de dos bomberos y les vendió un
Grito de Guerra
.

Un joven con un deslumbrante pañuelo envuelto en la cabeza, zapatos de verano blancos y negros, con agujeros en el dedo gordo, y sin medias, bailó hasta que la barra gritó:

—¡Mabel!

Ted palmoteo a mi lado.

—¡Eso es estilo! «El Nijinsky del Nuevo Mundo». ¡Ahí hay una nota! ¿Podré conseguir una entrevista?

—¿Medio bizcocho? —dijo Mr. Farr.

—No me enoje.

Una ráfaga que venía del puerto destrozó la calle; oí la chirriante draga en la bahía y la sirena de un barco que entraba; los faroles de gas se inclinaron, doblándose, y luego otra vez el humo se cerró sobre las paredes manchadas donde los reyes Jorge y María chorreaban agua por encima del banco de las mujeres, y Jack Stiff susurró, poniendo la mano delante de él, como una garra:

—La Vieja Garbo se ha ido.

Las mujeres tristes y alegres se amontonaron.

—La chica de Mrs. Harris entendió mal el mensaje. La hija de la Vieja Garbo está muy bien; fue la nena la que nació muerta. Ahora las viejas quieren que les devuelva el dinero, pero no pueden encontrar a la Garbo en ninguna parte. (Se golpeó la mano.) Yo sé adónde ha ido.

Su amigo dijo:

—A un boliche que hay en el puente.

En voz baja las mujeres vilipendiaban a mistress Prothero: mentirosa, adúltera, madre de bastardos, ladrona.

—Se pescó «la que te dije».

—Nunca se la curó.

—Se hizo tatuar a Charlie.

—Me debe tres libras y ocho chelines.

—A mí dos y diez.

—Dinero para mis dientes.

—Una libra diez que me sacó de la pensión a la vejez.

¿Quién seguía llenando mi vaso? La cerveza me chorreaba por las mejillas y el cuello. Tenía la boca llena de saliva. El banco giraba. La estructura del
Fishguard
se inclinaba. Mr. Farr retrocedió lentamente; de pronto el telescopio se invirtió, y su rostro, con sus fosas nasales anchas y peludas, respiró encima del mío.

—Mr. Thomas va a descomponerse.

—Cuidado con el paraguas, Mrs. Arthur.

—Sosténgale la cabeza.

El último tranvía pasó estrepitosamente por la calle. Yo no tenía un penique para el billete.

—¡Bájese de ahí! ¡Cuidado!

La girante colina que llevaba a la casa de mi padre alcanzaba hasta el cielo. No había nadie levantado. Me arrastré hasta la cama salvaje, y el empapelado de las paredes convergió hacia mí, chupándome.

El domingo fue un día tranquilo, aunque las campanas de Santa María, a una milla, seguían repicando, mucho después de hora, en los agujeros de mi cabeza. Me quedé en la cama hasta mediodía, sabedor de que nunca más volvería a beber; recordando las formas tambaleantes y las voces lejanas del pueblo a las diez de la mañana. Leí los diarios. Esa mañana todas las noticias eran malas, pero un artículo titulado
Nuestro Señor amaba las flores
me causó lágrimas de sorpresa y contrición. Luego me eximí del dominical cuarto de cordero con tres verduras.

En el parque, por la tarde, me senté solo cerca del quiosco desierto. Atrapé una bola de papel que el viento soplaba por el sendero de grava en dirección a las piedras y, aplastándolo y alisándolo, sobre mi rodilla, escribí en él las tres primeras líneas de un poema sin esperanza. Un perro olfateó mi escondite, detrás de un árbol desnudo, y frotó su hocico contra mi mano.

—Mi único amigo —dije. Se quedó conmigo hasta la caída de la noche, olfateando y hurgando.

El lunes por la mañana, lleno de vergüenza y de odio, temeroso de volver a mirarlos, rompí artículo y poema, arrojando los pedazos al techo del guardarropa, y en el tranvía, camino a la oficina, le dije a Leslie Bird:

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