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Authors: Dylan Thomas

Tags: #Cuento, Relato

Retrato del artista cachorro (14 page)

BOOK: Retrato del artista cachorro
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—Me gustaría que mi hermano estuviera con nosotros —dijo Ray. Y trepó a la cúspide chata de la roca y se secó los pies—. Me gustaría que Harry estuviera aquí. Me gustaría que estuviera aquí ahora, en este momento, en esta roca.

El sol ya estaba casi oculto, partido en dos por el ensombrecido mar. El frío subía, salpicando, desde el mar. Vi su cuerpo, con cornamenta de hielo, cola chorreante y un rostro proteico atravesado de peces. El viento, doblando la Cabeza, se coló, helado, por nuestras ropas de verano, y el mar comenzó a cubrir rápidamente nuestra roca; nuestra roca ya cubierta de amigos, de vivos y de muertos, en veloz carrera con la oscuridad. Mientras trepábamos, no cruzamos una palabra. Yo pensaba: «Si abriéramos la boca, los dos diríamos lo mismo: demasiado tarde, demasiado tarde». Corrimos sobre el pasto, sobre las ásperas agujas de piedra, por la hondonada donde Ray había hablado de sangre; trepamos las lomitas cubiertas de hierba y caminamos por la meseta embaldosada de piedras. Nos detuvimos al comienzo de la Cabeza y miramos hacia abajo, aunque los dos podíamos haber dicho, sin mirar: «La marea está subiendo».

La marea había crecido. Los resbaladizos escalones de piedra habían desaparecido. Desde la tierra firme, en la penumbra, algunas figurillas nos hicieron señas. Divisé siete siluetas nítidas que saltaban y gritaban. Se me ocurrió que eran los ciclistas.

La Vieja Garbo

Mr. Farr bajaba delicadamente y a disgusto la escalera estrecha y oscura, como un hombre que caminara pisando ratones. Sabía, sin mirar y sin resbalar, que muchachos malvados habían sembrado los rincones más oscuros con cáscaras de banana, y que, cuando llegara al baño, el lavabo estaría tapado y la cadena cortada, todo a propósito. Recordaba las palabras: «Mr. Farr, bastardo», garabateadas, y aquel día en que el lavabo apareció lleno de sangre, sin que nadie supiera dar razón. Una muchacha subió corriendo la escalera y le hizo caer los papeles de la mano, y la colilla deshecha del cigarro le quemó el labio inferior al tratar, en vano, de abrir la puerta del baño. Desde dentro oí sus protestas y sus tirones, el aullido agudo de su voz, el patear de sus pequeños zapatos de charol, sus palabrotas favoritas (juraba violenta, íntimamente, como un carbonero acostumbrado a pensar en la oscuridad), y le dejé entrar.

—¿Siempre cierra la puerta así? —me preguntó, deslizándose junto a la pared embaldosada.

—Se atrancó —le expliqué.

Se estremeció, y comenzó a desabotonarse.

Era el jefe de reporteros, gran taquígrafo, fumador empedernido, bebedor amargo, un hombre lleno de humor, de cara y panza redondas, con dos enormes agujeros en la nariz. En otro tiempo —pensé, mientras lo miraba en el baño de las oficinas del
Tawe News
— pudo haber sido un hombre atildado, con un ligero contoneo que apoyaría en su delgado bastón, cadena de reloj a través del chaleco, un diente de oro y quizá hasta una flor de su propio jardín en el ojal. Pero luego, cada intento por hacer un ademán preciso se quebraba, amorfo, antes de comenzar; cuando juntaba las puntas de su pulgar y de su índice sólo se notaban las quebradas uñas enlutadas y las manchas de tabaco. Me dio un cigarrillo y sacudió el bolsillo para «oír» si tenía fósforos.

—Aquí tiene fuego, Mr. Farr —le dije.

Convenía andar bien con él, que cubría todas las noticias importantes: el crimen ocasional, como cuando Thomas O'Connor mató a su mujer con una botella —pero eso fue antes de mi época—; las huelgas, los mejores incendios.

Esgrimí mi cigarrillo como él, una señal de malos hábitos.

—Mire esa palabra en la pared —dijo—. Bueno; eso es feo. Las cosas deben tener un límite.

Guiñándome y rascándose la calva como si la idea le viniera de allí, agregó:

—Eso lo escribió Mr. Solomon.

Mr. Solomon era un wesleyano, editor de noticias.

—El viejo Solomon —dijo Mr. Farr— sería capaz de cortar en dos a todos los niños, para divertirse.

Sonreí y dije:

—¡Seguro que sí! —pero deseando haber podido contestar de modo tal que mostrara hacia Mr. Solomon un desprecio que en realidad no sentía. Aquél era para mí un gran momento, tanto más placentero cuanto que apenas hacía tres semanas que trabajaba allí; apoyado contra las resquebrajadas mayólicas de la pared, fumando, sonriente, podía compartir un poco de maldad con un hombre viejo e importante. Yo debía haber estado escribiendo el comentario sobre «La crucifixión», puesta en escena la noche anterior, o vagabundeando, con mi sombrero nuevo un poco ladeado, por la ciudad atestada de gente (era sábado y Navidad), a la espera de algún accidente.

—Una de estas noches tiene que venir conmigo —me dijo lentamente Mr. Farr—. Iremos al
Fishguard
, en el puerto; allí hay marineros tejiendo en el bar. ¿Por qué no esta noche? Y en el
Lord Jersey
hay mujeres a un chelín. No fumes más que de los míos.

Se lavó las manos como hacen los niños, restregándose la roña con la toalla; se miró fijamente en el espejo, por encima del lavabo, y se atusó las guías del bigote; pero vi que inmediatamente éstas volvían a caer.

—A trabajar —dijo.

Salí al pasillo, dejándolo con la cara aplastada contra el espejo, explorando sus peludas narices con un dedo.

Eran casi las once, hora para un chocolate o un té ruso en el
Café Royal
, sobre el estanco de High Street, donde empleados jóvenes, vendedoras, muchachos que trabajan en las oficinas de sus padres o ayudantes de corredores de bolsa o procuradores se encontraban todas las mañanas para chismear y contar cuentos. Me abrí camino entre la gente; hombres de Valley que discutían de fútbol, campesinos de compras, contempladores de vidrieras; hombres silenciosos y harapientos parados en las esquinas de las calles atestadas; empujones de madres y andadores; viejas con broches en los vestidos negros, llevando de la mano niñas elegantes y frágiles con impermeables relucientes y medias salpicadas;
lascars
pequeños y atildados, asombrados del tiempo; hombres de negocios con las polainas mojadas. Atravesé un bosque de paraguas, pensando en los párrafos que no escribiría nunca. A todos los pondré algún día en una historia.

Mrs. Constable, colorada y cargada de paquetes, me reconoció cuando salía de Woolworth impetuosa como un toro.

—¡Hace siglos que no veo a tu madre! ¡Oh, estos atracones de Navidad! Saludos a Florrie. Voy a tomar una taza de té en el
Modern
. Bueno… —agregó— ¡he perdido una cacerola!

Vi a Percy Lewis, que en la escuela me ponía goma de mascar en el cabello.

Un hombre alto miraba fijamente hacia la entrada de una sombrerería, firme ante la muchedumbre, rígido, inmóvil. Toda la emocionante incongruencia de la fecha vivía y crecía en torno cuando llegué a la entrada del café y subí la escalera.

—¿Qué va a tomar, Mr. Swaffer?

—Lo de siempre, por favor; chocolate y un bizcocho.

La mayoría de los muchachos estaba allí. Algunos con bosquejos de bigote, otros con patillas largas y el cabello encrespado; algunos fumaban curvas pipas y hablaban apretándolas entre los dientes; había pantalones rayados y cuellos duros, y un hongo audaz.

—Siéntate por aquí —dijo Leslie Bird. Trabajaba en la sección zapatería de Dan Lewis.

—¿Has ido al cine esta semana, Thomas?

—Sí. Al Regal.
Mentiras piadosas
. Buena, ¿eh? ¡Connie Bennett es grande! ¿La recuerdas en el baño de espuma, Leslie?

—Demasiada espuma para mí, viejo.

Las abiertas vocales ciudadanas se cerraban aquí y se exageraban los altos y bajos del acento local.

En la ventana más alta de las
International Stores
, en la vereda de enfrente, había un grupo de muchachas uniformadas con tazas en la mano. Una de ellas agitó un pañuelo. Me pregunté si se dirigía a mí.

—Ahí está otra vez la morocha —dije—. Te está mirando.

—En ropa de trabajo quedan muy bien —dijo Leslie—. Pero cuando las encuentras emperifolladas son espantosas. Una vez conocí a una enfermera. Era un encanto con su uniforme; parecía refinada. No; de veras, en serio. Una noche la encontré paseando. Muy endomingada. Y vi la diferencia. Parecía disfrazada. (Mientras hablaba, miraba de reojo hacia la ventana.)

La muchacha saludó otra vez y se volvió, riendo.

—Ordinaria —comentó Leslie.

—«Y la pequeña reía y reía» —dije.

Sacó una cigarrera.

—Un regalo —explicó—. Sírvete un turco de los mejores.

Sus fósforos llevaban la marca Allsopps.

—Los conseguí en el
Carlton
—dijo—. Hay en el bar una chica muy bonita que se las sabe todas. Nunca has estado allí, ¿verdad? ¿Por qué no vas esta noche? Encontrarás a Gil Morris también. Por lo común, vamos dos sábados por mes. Hay baile en el
Melba
.

—Lo siento —dije—. Tengo que salir con nuestro jefe de reporteros. Otra vez, Leslie. ¡Hasta luego!

Pagué mis tres peniques.

—Buen día, Cassie.

—Buen día, Hannen.

La lluvia había cesado y High Street relumbraba. Caminando por los rieles del tranvía, un hombre pulcro alzaba bien alto un cartel donde manifestaba prominentemente su temor al Señor. Lo conocía por Mr. Matthews —se decía que años atrás lo habían salvado en el puerto británico, y ahora todas las noches caminaba por las calles, con sus zapatos de goma, llevando un libro de oraciones y una linterna—. Allá iba Mr. Evans, el productor, entrando por la puerta lateral del
Clarín
. Pasaron tres mecanógrafas muy presurosas en busca de su almuerzo (huevos pasados por agua y un batido), dejando una estela de perfume a lavándula. ¿Tomaría el camino largo por la Arcada, para detenerme a mirar al viejo a quien siempre se podía ver junto a la casa de música, y que se quitaba la gorra y prendía fuego a sus cabellos por un penique? Era sólo una treta para divertir a los muchachos. Tomé el camino más corto, por Chapel Street, bordeando un conventillo al que llamaban el
Strand
, frente al tentador bodegón italiano donde los muchachos que tenían padres observadores gastaban un par de peniques, de madrugada, para disfrazar el aliento antes que pasara el último tranvía. Después subí la angosta escalera de la oficina y entré en la sala de reporteros.

Mr. Solomon gritaba por el teléfono; logré oír las últimas palabras:

—Usted es un soñador, Williams —y colgó—. Ese muchacho es un soñador —repitió, sin dirigirse a nadie. Jamás usaba malas palabras.

Terminé mi nota sobre «La crucifixión» y se la entregué a Mr. Farr.

—Demasiada verbosidad inútil.

Media hora después apareció Ted Williams, vestido con traje de golf; sonriente, apoyó su pulgar en la nariz, a espaldas de Mr. Solomon, y se sentó silenciosamente en un rincón, con una lima para uñas en la mano.

—¿Por qué te sermoneaba? —susurré.

—Salí a investigar un suicidio, un conductor de tranvías llamado Hopkins, y la viuda me hizo tomar una taza de té. —Era un muchacho de modales atrayentes, más parecido a una chica que a un hombre. Soñaba con Fleet Street y se pasaba la quincena de vacaciones paseándose frente a las oficinas del
Daily Express
y buscando celebridades.

El sábado era mi tarde libre. Ya era la una, hora de salir; pero me quedé. Mr. Farr no decía nada. Fingí estar muy ocupado, garabateando palabras y caricaturizando —sin lograr ningún parecido— el perfil de tucán de Mr. Solomon y del cadete chato que silbaba desafinadamente detrás de la ventana. Escribí mi nombre y agregué: Sala de Reporteros,
Tawe News
, Tawe, Gales del Sur, Inglaterra, Europa, la Tierra. Y una lista de libros que no había escrito: «Tierra de mis padres; estudio del carácter galés en todos sus aspectos»; «Dieciocho años; autobiografía provinciana»; y «Las damas despiadadas». Sin duda Mr. Farr, que transcribía obstinadamente sus notas, no se había olvidado. Oí que Mr. Solomon murmuraba, apoyándose en su hombro:

—Al cuerno el alcalde Daniels.

Una y media. Ted soñaba. Tardé una enormidad de tiempo poniéndome el abrigo, até mi bufanda —recuerdo de la escuela elemental—, primero de una forma, luego de otra.

—Hay gente demasiado haragana para emplear su mediodía libre —dijo de pronto Mr. Farr—. A las seis en punto en
Las Lámparas
, salón trasero. (No se volvió ni dejó de escribir.)

—¿Vas a dar un paseo? —me preguntó mi madre.

—Sí; por el Prado. No me esperes con el té.

Me dirigí al
Plaza
.

—Periodista —le dije a la muchacha de sombrero y falda tiroleses.

—Esta semana han venido dos reporteros.

—Misión especial.

Me condujo a una butaca. Durante la película educativa, con tercas semillas que empujaban y brotaban frente a mis ojos y plantas que parecían brazos y piernas, pensé en las mujeres baratas y los marineros maricones de los tugurios. Podía suscitarse una pelea a navaja; una vez Ted había encontrado un confidente a la salida de una Misión para Marineros. Tenía bigotito. Las plantas sinuosas bailaban en la pantalla. Si Tawe fuera una ciudad marítima más grande, tendría salitas con cortinas y subterráneas con películas pornográficas. La vida fácil llegaba a su fin. Después entré en una Universidad norteamericana y bailé con la hija del rector. Al héroe, llamado Lincoln, alto, moreno y dentudo, lo desplacé rápidamente; la muchacha pronunció mi nombre mientras abrazaba su sombra, y el coro de la universidad, con gorras de marinero y trajes de baño, me llamó «viejo» y «campeón»; Jack Oakie y yo corrimos por el
field
, y sobre los hombros de la muchedumbre la hija del rector y yo bajamos el telón tornasolado con un beso que me hizo salir del cine mareado y con los ojos brillantes; me metí en la luz de los focos y la lluvia nueva.

Una hora entera, y empapada, que gastar en medio de la gente. Observé la cola frente al
Empire
y estudié los carteles de
Nuit de Paris
, y pensé en las largas piernas y los rostros sorprendentes de las coristas que a comienzos de esta semana había visto caminando del brazo, bajo el sol invernal: las bocas (recordé, subrayando y atesorando el detalle para «Las damas despiadadas»; que nunca sería comenzada), como rojas cicatrices; el cabello, color de ala de cuervo y plata. Su perfume y su pintura me recordaron al Oriente, cálido y color de chocolate; sus ojos eran como charcos. Lola de Kenway, Babs Courcey, Ramona Day estarían conmigo toda mi vida. Hasta que yo muriera (de alguna enfermedad devastadora e indolora) y dijera mis últimas y estudiadas palabras, siempre caminarían conmigo, devolviéndome a mi muerta juventud, en aquellas perdidas noches de High Street en que ardían los escaparates de las tiendas y se oían canciones de los bares, y las sirenas de Hafod se sentaban en los humeantes bodegones con las carteras en las rodillas y los aros tintineando. Me detuve a mirar la vitrina de Dirty Black, el Hombre de los Chascos; pero era inocente: sólo había rapé y picapica, bombitas de mal olor, lapiceros de goma y máscaras de Carlitos. Todas las novedades estaban adentro; pero no me atreví a entrar por miedo a que me atendiera una mujer, Mrs. Dirty Black, bigotuda y de ojos perspicaces, o una muchacha flaca, con cara de perro, que vi una vez allí, y que me guiñó y olía a algas. En el mercado compré pastillas para el aliento. Uno nunca sabe…

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