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Authors: Antón Chéjov

Tags: #Cuento, relato.

Relatos y cuentos (75 page)

BOOK: Relatos y cuentos
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—Ahora los colegiales llevan otro uniforme. El de ahora es gris —dice Iván Matveich—. Cuando yo estudiaba era diferente.

—¡Ah!… ¡Escriba, por favor! —se enoja el sabio—. ¿Ha escrito usted social?… «En cuanto no se refiere a regularización, sino a perfeccionamiento de las funciones de estado (coma), no puede decirse que estas se distinguen sólo por las características de sus formas… ¡Eso!… Sí…». Las tres últimas palabras van entrecomilladas… ¿Qué me decía usted antes del colegio?

—Que en mis tiempos llevábamos otro uniforme.

—¡Ah… sí! Y usted… ¿hace mucho que ha dejado el colegio?

—Sí, se lo decía ayer. Hace tres años que no estudio… Lo dejé en cuarto año.

—¿Y por qué dejó usted el colegio? —pregunta el sabio, echando una mirada sobre lo escrito por Iván Matveich.

—Pues porque sí… Por cuestiones absolutamente particulares.

—¡Otra vez tengo que volvérselo a decir: Iván Matveich!… ¿Cuándo dejará usted de alargar tanto los renglones?… ¡No debe haber más de cuarenta letras en cada renglón!

—¿Cree usted, acaso, que lo hago a propósito? —se ofende Iván Matveich—. ¡Otros, en cambio, llevan menos de cuarenta! ¡Cuéntelas! ¡Si le parece que lo hago adrede, puede quitármelo de la paga!

—¡Ah!… ¡No se trata de eso!… ¡Qué poca delicadeza tiene usted! ¡Enseguida se pone a hablar de dinero!… ¡El esmero es lo que importa, Iván Matveich!… ¡Lo que importa es el esmero!… ¡Tiene usted que acostumbrarse al esmero!

La doncella entra en el despacho, trayendo una bandeja que contiene dos vasos de té y una cestita con tostadas secas… Iván Matveich toma torpemente su vaso con ambas manos y empieza de inmediato a bebérselo. El té está demasiado caliente y, para no quemarse los labios, Iván Matveich lo bebe a sorbitos. Se come primero una tostada; luego otra; después una tercera, y, turbado y mirando de reojo al sabio, tiende la mano hacia la cuarta. Sus ruidosos sorbos, su glotona manera de mascar y la expresión de codicia hambrienta de sus cejas alzadas irritan al sabio.

—¡Dese prisa! ¡El tiempo es precioso!

—Siga dictándome. Puedo beber y escribir al mismo tiempo… Le confieso que tenía hambre.

—¿Vendrá usted a pie seguramente?

—Sí… ¡Y qué mal tiempo hace!… Por este tiempo, en mi tierra, huele ya a primavera… En todas partes hay charcos de la nieve que se derrite…

—¿Es usted del Sur?

—Soy de la región del Don… En el mes de marzo ya es enteramente primavera. Aquí, en cambio, no hay más que hielo y nieve; todo el mundo va con un abrigo… Allí, hierbita fresca… Como por todas partes está seco, hasta se pueden agarrar tarántulas.

—¿Y por qué agarrar tarántulas?

—¡Porque sí!… ¡Por hacer algo! —dice suspirando Iván Matveich—. Es divertido agarrarlas. Se pone en una hebra de hilo un pedacito de resina, se mete en el nido y se la golpea en el caparazón. La muy maldita, entonces, se enoja y toma la resina con las patitas; pero se queda pegada… ¡Qué no habremos hecho con ellas! A veces llenábamos una palangana hasta arriba y soltábamos dentro una bijorka.

—¿Qué es una bijorka?

—¡Una araña que se llama así!… Pertenece a una especie parecida a la de las tarántulas. ¡Ella sola, peleando, puede con muchas tarántulas!

—¿Sí?… Pero, bueno… tenemos que escribir… ¿Dónde nos detuvimos?

El sabio dicta otros cuarenta renglones, luego se sienta y se sumerge en la meditación.

Desde su asiento, Iván espera lo que van a decirle, estira el cuello y se esfuerza en poner orden en el cuello de su camisa. La corbata no cae mal, pero como se le ha soltado el pasador, el cuello se le abre a cada momento.

—¡Sí!… —dice el sabio—. ¡Así es!… ¿qué todavía no ha encontrado usted un trabajo, Iván Matveich?

—No… ¿Dónde va uno a encontrarlo?… ¿Sabe… yo?… Pienso sentar plaza en un regimiento… Mi padre me aconseja que me haga dependiente de botica.

—Sí… Pero ¿no sería mejor que ingresara usted en la Universidad?… El examen es difícil, pero con paciencia y un trabajo perseverante se puede llegar a aprobar. ¡Estudie usted!… ¡Lea usted más! ¡Lea mucho!

—La verdad es que… tengo que confesar que leo poco —dice Iván Matveich, encendiendo un cigarrillo.

—¿Ha leído a Turgueniev?

—No.

—¿Y a Gogol?

—¿A Gogol?… ¡Hum!… ¿A Gogol?… No; no lo he leído.

—¡Iván Matveich! ¿No le da vergüenza?… ¡Ay, ay, ay, ay!… ¡Cómo un muchacho tan bueno!… ¡Con tanta originalidad como hay en usted, y que resulte que ni siquiera ha leído a Gogol!… ¡Tiene que leerlo! ¡Yo se lo daré! ¡Léalo sin falta! ¡Si no lo lee, pelearemos!

De nuevo se produce un silencio. Medio tumbado en un cómodo diván, medita el sabio, mientras Iván Matveich, dejando al fin tranquilo su cuello, pone toda su atención en sus zapatos. No se había dado cuenta de que bajo sus pies, a causa de la nieve derretida, se habían formado dos grandes charcos. Se siente avergonzado.

—¡Me parece, Iván Matveich, que también es usted aficionado a cazar jilgueros!

—¡Eso en otoño!… ¡Aquí no cazo, pero allí, en mi casa, solía cazar!

—¿Sí?… Bien… Pero, bueno, de todos modos, tenemos que escribir.

El sabio se levanta decidido y empieza a dictar, pero después de escritos los diez primeros renglones, se vuelve a sentar en el diván.

—No… Tendremos que dejarlo ya hasta mañana por la mañana —dice—. Venga usted mañana por la mañana. Pero ¡eso sí…, temprano! Sobre las nueve… ¡Dios lo libre de retrasarse!

Iván Matveich deja la pluma, se levanta de la mesa y va a sentarse en otra silla. Cuando han pasado unos cinco minutos en silencio, empieza a sentir que ya le ha llegado la hora de marcharse, que ya está allí de más…; pero ¡el despacho del sabio es tan agradable…, tan luminoso y templado!… ¡El efecto de las tostadas secas y del té dulce está todavía tan reciente…, que su corazón se estremece sólo al pensar en su casa!… En su casa hay pobreza, hambre, frío, un padre gruñón… ¡Echan en cara lo que dan…, mientras que aquí hay tanta tranquilidad!… ¡Y hasta quien se interesa por las tarántulas y los jilgueros!…

El sabio consulta la hora y toma el libro.

—¿Me dará usted a Gogol, entonces? —pregunta, levantándose, Iván Matveich.

—Sí, sí…; se lo daré. Pero ¿por qué tiene usted tanta prisa, amigo mío? ¡Quédese! ¡Cuénteme algo!

Iván Matveich se sienta y sonríe con franqueza. Casi todas las tardes se la pasa sentado en este despacho, percibiendo cada vez en la voz y en la mirada del sabio algo verdaderamente afable, conmovido…, algo que le parece suyo. Hasta hay veces, segundos, en los que le parece que el sabio está ligado a él; se ha habituado tanto a su persona, que si le riñe por sus retrasos es sólo porque se aburre sin su charla, sin sus tarántulas y sin todo aquello relacionado con el modo de cazar jilgueros en la región del Don.
[36]

«Kashtanka»
I
Mala conducta

Un perro joven y canelo —un chucho de raza indefinida—, de morro muy parecido al de una raposa, corría adelante y atrás por la acera y miraba inquieto a los lados. De tarde en tarde se detenía y, con lastimero aullido, levantaba ya una, ya otra de sus heladas patas, tratando de comprender cómo había podido perderse.

Recordaba muy bien lo que había hecho durante el día y cómo, a la postre, había ido a parar a aquella desconocida acera.

Por la mañana, su amo, el ebanista Luká Alexándrich, se había puesto el gorro, había tomado bajo el brazo cierta pieza de madera envuelta en un trapo rojo y había gritado:

—¡Vamos,
Kashtanka
!

Al oír su nombre, el chucho de raza indefinida había salido de debajo del banco de carpintero, donde de ordinario dormía entre las virutas, se había estirado agradablemente y había seguido a su amo. Los clientes de Luká Alexándrich vivían muy lejos, así que antes de llegar hasta cada uno de ellos el ebanista debía hacer algunas paradas en las tabernas para reponer sus fuerzas.
Kashtanka
recordaba que por el camino su conducta había sido muy inconveniente. La alegría de que le hubiesen sacado a pasear le hacía dar brincos, ladrar al tranvía de caballos, meterse por los patios y perseguir a todos los perros que se encontraba. A cada instante el ebanista lo perdía de vista, lo llamaba y le reñía enfadado. En una ocasión, con expresión de cólera pintada en el semblante, había llegado a agarrarle de su oreja de raposa, dándole unos tirones, y había dicho, alargando las palabras:

—¡O-ja-lá re-vien-tes, canalla!

Después de despachar con los clientes, Luká Alexándrich se acercó un momento a casa de su hermana, donde bebió una copa y tomó un bocado, De allí se dirigió a visitar a un encuadernador conocido, del encuadernador a la taberna, de la taberna a ver un compadre, etc. En unas palabras, cuando
Kashtanka
se vio en aquella acera extraña, ya anochecía y el ebanista estaba borracho como una cuba. Agitaba los brazos y, suspirando profundamente, balbuceaba:

—Todos hemos nacido en el pecado. ¡Oh, pecadores, pecadores! Ahora vamos por la calle y miramos las farolas, pero cuando nos llegue la muerte nos consumiremos en el fuego del infierno…

O bien le daba por un tono bonachón, llamaba a
Kashtanka
y le decía:

—Tú,
Kashtanka
, no eres más que un insecto. Si se te compara con el hombre, eres como un mal carpintero frente a un buen ebanista…

Estaba hablando así con él cuando resonaron los acordes de una banda militar.
Kashtanka
, volvió la cabeza y vio que por la calle, hacia él, venía un regimiento. No podía soportar la música, que le descomponía los nervios, y empezó a aullar, yendo y viniendo. Con gran asombro suyo, el ebanista, en vez de asustarse, de chillar y ladrar, sonrió ampliamente y, poniéndose en posición de firmes, se llevó la mano a la visera. Viendo que su amo no protestaba,
Kashtanka
aulló con más fuerza y, sin comprender lo que hacía, cruzó la calzada hasta la acera opuesta.

Al darse cuenta de las cosas, la música ya no se oía y el regimiento había desaparecido, corrió al lugar donde había dejado a su amo, pero ¡ay!, el ebanista ya no estaba allí, parecía que se le hubiera tragado la tierra…
Kashtanka
olisqueó la acera con la esperanza de encontrar al amo por el olor de sus huellas, pero un miserable acababa de pasar con sus chanclos nuevos y todos los olores delicados se confundían con aquella peste de la goma, hasta tal punto, que era imposible distinguir nada.

Kashtanka
corrió adelante y atrás sin encontrar a su dueño. A todo esto había oscurecido. A ambos lados de la calle encendieron las farolas, las ventanas de las casas se fueron iluminando. Caían unos copos grandes y esponjosos, cubriendo de blanco la calzada, los lomos de los caballos y los gorros de los cocheros, y cuanto más oscuro era el aire, más claros se hacían los objetos junto a
Kashtanka
, cubriendo su campo visual y empujándole con sus pies y piernas, no cesaban de ir y venir clientes desconocidos. (
Kashtanka
dividía a toda la humanidad en dos partes muy desiguales: amos y clientes, con la diferencia esencial, entre unos y otros, de que los primeros podían pegarle y a los segundos él mismo estaba autorizado para morderles las pantorrillas). Los clientes tenían prisa y no le prestaban atención alguna.

Cuando se hizo completamente de noche,
Kashtanka
se vio dominado por la desesperación y el miedo. Se arrimó a un portal y empezó a llorar amargamente. Las andanzas de todo el día con Luká Alexándrich le habían fatigado, sentía frío en las orejas y las patas y, para colmo de males, estaba hambriento. Desde por la mañana sólo había tenido ocasión de llevarse algo al estómago dos veces: un poco de cola en casa del encuadernador y una tripa de salchichón que había encontrado junto al mostrador de una de las tabernas. Y eso era todo. Si hubiese sido persona, a buen seguro habría pensado: «No, esta vida es imposible. ¡Hay que pegarse un tiro!»

II
El misterioso desconocido

Pero no pensaba en nada y se limitaba a llorar. Cuando la nieve suave y esponjosa hubo cubierto su lomo y su cabeza, y, exhausto, se había sumido en una pesada modorra, la puerta en que se hallaba apoyado hizo un ruido, chirrió y le golpeó en un costado. Dio un salto. Por la puerta salió un hombre que pertenecía a la categoría de los clientes. Como
Kashtanka
había lanzado un chillido, enredándosele entre las piernas, aquel hombre no pudo por menos que advertir su presencia. Se inclinó y preguntó:

—¿De dónde vienes, perrito? ¿Te he hecho daño? Bueno, no te enfades, no te enfades… Perdóname.

Kashtanka
miró al desconocido a través de los copos que colgaban de sus pestañas y vio ante sí a un hombrecillo bajo y regordete, de cara redonda y afeitada, con sombrero de copa y el abrigo desabrochado.

—¿De qué te quejas? —prosiguió él, mientras con un dedo le quitaba la nieve del lomo—. ¿Dónde está tu amo? Te has perdido, ¿verdad? ¡Pobre perrito! ¿Qué vamos a hacer ahora?

Percibiendo en la voz del desconocido un matiz cordial y cariñoso,
Kashtanka
le lamió la mano y aulló más lastimeramente todavía.

—¡Resulta muy divertido! —dijo el hombre—. ¡Eres totalmente un zorro! En fin, no hay otro remedio: vente conmigo. Tal vez sirvas para algo… ¡Ea, vamos!

Chasqueó la lengua e hizo a
Kashtanka
una señal que únicamente podía significar una cosa: «Ven». Y
Kashtanka
le siguió.

Media hora más tarde estaba ya sentado sobre sus cuartos traseros en el suelo de una habitación espaciosa y bien iluminada, con la cabeza inclinada a un costado y contemplando con ternura y curiosidad al desconocido, que daba buena cuenta de su cena. A la vez que comía le echaba algún trozo… En un principio le dio pan y una corteza verde de queso, luego un pedazo de carne, medio pastelillo y unos huesos de pollo; el perro, hambriento, lo devoraba todo con tal rapidez, que ni siquiera llegaba a advertir el sabor de lo que engullía. Cuanto más comía, mayor era su hambre.

—¡Parece que no te alimentan muy bien tus amos! —dijo el desconocido, viendo con qué ansia feroz tragaba sin masticar—. ¡Y qué flaco estás! No tienes más que piel y huesos…

Kashtanka
comió mucho, aunque sin llegar a hartarse; sentíase como borracho. Después de la cena se tumbó en el suelo, estiró las patas y meneó el rabo, sintiendo en todo su cuerpo una agradable languidez. Mientras su nuevo amo, retrepado en el sillón, fumaba un cigarro, él meneaba el rabo y trataba de dilucidar un problema: ¿Dónde se estaba mejor, con el desconocido o con el ebanista? La vivienda del desconocido era pobre y fea; quitando los sillones, el diván, el quinqué y las alfombras, no había nada, y la habitación parecía vacía. En casa del ebanista, en cambio, todo se encontraba repleto de cosas; estaban la mesa, el banco de carpintero, montones de virutas, cepillos, garlopas, sierras, la jaula del jilguero, el barreño… La habitación del desconocido no olía a nada, mientras que en la casa del ebanista siempre había un espléndido olor a cola, barniz y virutas. Pero la vivienda del desconocido ofrecía una gran ventaja. Le daban abundante comida y, había que hacerle justicia, cuando
Kashtanka
estaba ante la mesa y le miraba enternecido, no le golpeó ni una sola vez, no pataleó ni llegó a gritar siquiera: «¡Vete de ahí, maldito!»

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